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– Está todo relacionado -afirmó Perlmutter.

– ¿Tiene una teoría?

– En parte, a trozos.

– Oigámosla.

– Empecemos por los tacs.

– Bien.

– Tenemos a Jack Lawson y Rocky Conwell, que dejan la autopista por esa salida a la misma hora -dijo Perlmutter.

– Exacto.

– Creo que ahora ya sabemos por qué. Conwell trabajaba para una investigadora privada.

– Para su amiga india o algo así.

– Indira Khariwalla. Y no es precisamente una amiga. Pero eso da igual. Lo que tiene sentido, en realidad lo único que tiene sentido, es que Conwell fue contratado para seguir a Lawson.

– Y eso explica la coincidencia de los tacs.

Perlmutter asintió, intentando armar el rompecabezas.

– ¿Y qué pasó después? Conwell apareció muerto. Según el forense, lo más probable es que muriese esa noche antes de las doce. Sabemos que pasó por el peaje a las diez y veintiséis. De modo que en algún momento después de esa hora Rocky Conwell fue víctima de la agresión. -Perlmutter se frotó la cara-. El sospechoso más lógico sería Jack Lawson. Se da cuenta de que lo siguen, se enfrenta a Conwell y lo mata.

– Tiene sentido -comentó Daley.

– Pues no lo tiene. Piénsalo. Rocky Conwell medía un metro noventa y cinco y pesaba ciento veinte kilos, y estaba en excelente forma. ¿Crees que un hombre como Lawson podría cargárselo así, con sus propias manos?

– Santo cielo -comprendió Daley-. ¿Eric Wu?

Perlmutter asintió.

– Es muy posible. No sabemos cómo, Conwell se encontró con Wu. Wu lo mató, metió el cadáver en el maletero y lo dejó en el aparcamiento. Charlaine Swain vio a Wu conducir un Ford Windstar. El mismo modelo y color que el de Jack Lawson.

– ¿Y qué relación hay entre Lawson y Wu?

– No lo sé.

– Tal vez Wu trabaja para él.

– Podría ser. No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que Lawson está vivo, o al menos estaba vivo después de morir Conwell.

– Ya, porque llamó a su mujer, cuando ella estaba en la comisaría. ¿Y qué pasó después?

– Ni idea.

Perlmutter observó a Charlaine Swain. Estaba de pie al final del pasillo, frente a la habitación de su marido, mirándolo a través del cristal. Perlmutter pensó en acercarse, pero en realidad ¿qué podía decirle?

Daley le dio un codazo, y los dos se volvieron para contemplar a la agente Veronique Baltrus salir del ascensor. Baltrus llevaba tres años en el departamento. Tenía treinta y tres años, el pelo negro alborotado y un moreno permanente. El uniforme de policía se ajustaba a los contornos de su cuerpo tanto como podía hacerlo una indumentaria provista de cinto y pistolera, pero cuando estaba fuera de servicio prefería la ropa de deporte de licra o cualquier prenda que mostrase su vientre liso y moreno. Era menuda, de ojos oscuros, y todos los hombres de la comisaría, incluido Perlmutter, sentían debilidad por ella.

Además de exquisitamente guapa, Veronique Baltrus era una experta en informática: una interesante combinación, aunque también inquietante. Seis años antes, cuando trabajaba para un minorista de bañadores, empezaron a acosarla. El individuo en cuestión la llamaba por teléfono. Le enviaba correos electrónicos. La hostigaba en el trabajo. Su principal arma era el ordenador, el mejor bastión para los acosadores anónimos y los cobardes. La policía no tenía recursos para identificarlo. Además, creían que el acoso, fuera quien fuera el autor, no iría a más.

Pero sí fue a más.

Una apacible tarde de otoño, Veronique Baltrus fue brutalmente agredida. El agresor escapó. Pero Veronique se recuperó. Ya antes se le daban bien los ordenadores, pero a partir de ese momento perfeccionó sus conocimientos y se convirtió en una experta. Usó su mayor dominio de la informática para buscar a su agresor -el hombre siguió enviando correos electrónicos para anunciarle una repetición de la jugada- y llevarlo ante la justicia. Después dejó su trabajo y se incorporó al cuerpo de policía.

Ahora, aunque Baltrus llevaba uniforme y hacía los turnos normales, era la experta en informática no oficial del condado. Perlmutter era el único del departamento que conocía su historia. Eso formó parte del trato cuando ella se presentó para el empleo.

– ¿Tienes algo? -preguntó Perlmutter.

Veronique Baltrus sonrió. Tenía una sonrisa agradable. La «debilidad» de Perlmutter por ella no era como la de los demás. No se trataba de simple lujuria. Veronique Baltrus era la primera mujer que le había hecho sentir algo desde la muerte de Marion. Tampoco pensaba hacer nada al respecto. No sería profesional. No sería ético. Y la verdad, Veronique no estaba ni remotamente a su alcance.

Veronique señaló a Charlaine Swain, al fondo del pasillo.

– Es posible que tengamos que darle las gracias.

– ¿Y eso?

– Al Singer.

Ése era el nombre, según le había dicho Sykes a Charlaine, que dio Eric Wu al hacerse pasar por mensajero con un paquete que entregar. Cuando Charlaine preguntó quién era Al Singer, Sykes titubeó un poco y negó conocerlo. Dijo que abrió la puerta de todos modos por curiosidad.

– Creía que Al Singer era un nombre falso -dijo Perlmutter.

– Sí y no -dijo Baltrus-. He repasado el ordenador del señor Sykes bastante a fondo. Se había registrado en un servicio de contactos por Internet y se escribía a menudo con un tal Al Singer.

Perlmutter hizo una mueca.

– ¿Un servicio de contactos para gays?

– De hecho, para bisexuales. ¿Algún problema?

– No. Así que Al Singer era… esto… ¿su amante cibernético?

– Al Singer no existe. Era un alias.

– Pero ¿eso no es habitual en Internet, sobre todo en los servicios de contactos? ¿Usar un alias?

– Lo es -confirmó Baltrus-. Pero a eso voy. Nuestro señor Wu fingió entregar un paquete. Usó ese nombre, Singer. ¿Cómo iba a conocer ese nombre si no…?

– ¿Estás diciendo que Eric Wu es Al Singer?

Baltrus asintió y apoyó las manos en las caderas.

– Eso parece. Te diré lo que pienso: Wu se conecta a Internet y usa el nombre de Al Singer. Así conoce a gente, a víctimas potenciales. En este caso, conoce a Freddy Sykes. Se mete en su casa y lo agrede. Estoy segura de que al final lo habría matado.

– ¿Crees que ya ha actuado así antes?

– Sí.

– Así que es… ¿una especie de asesino en serie bisexual?

– Eso ya no lo sé. Pero coincide con lo que he visto en el ordenador.

Perlmutter se lo pensó.

– ¿Y este Al Singer tiene más amigos cibernéticos?

– Tres más.

– ¿Alguno ha sufrido una agresión?

– No, todavía no. Gozan todos de buena salud.

– Entonces, ¿por qué crees que es un asesino en serie?

– Sea lo que sea, es demasiado pronto para sacar conclusiones. Pero Charlaine Swain nos ha hecho un gran favor. Wu usó el ordenador de Sykes. Es posible que pensara destruirlo antes de irse, pero Charlaine lo obligó a marcharse de prisa y corriendo sin darle tiempo para hacerlo. Estoy investigando, pero sin duda está en contacto con otra persona. Todavía no sé cómo se llama, pero actúa desde una página de judíos solteros que se llama yenta-match.com.

– ¿Y cómo sabemos que no es Freddy Sykes?

– Porque la persona que visitó esa página accedió a ella en las últimas veinticuatro horas.

– Así que tuvo que ser Wu.

– Sí.

– Sigo sin entenderlo. ¿Por qué emplea otro servicio de contactos por Internet?

– Para encontrar más víctimas -contestó ella-. Te explicaré cómo creo que funciona: este tal Wu tiene varios nombres e identidades diferentes en distintas páginas de contactos. En cuanto agota un nombre como, digamos, Al Singer, ya no vuelve a esa página. Usó el de Al Singer para acceder a Freddy Sykes. Seguro que sabía que un investigador podría localizarlo.

– Así que deja de utilizar el nombre de Al Singer.

– Exacto. Pero ha estado usando otros en otras páginas. Así que ya está listo para la siguiente víctima.