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– Pero ya tiene al asesino -dijo Grace-. Él mismo confesó.

Duncan sonrió, pero sin la menor alegría.

– Scanlon lo expresó mejor. Él sólo fue un arma. Como una pistola. Yo quería encontrar a la persona que apretó el gatillo. Se convirtió en una obsesión. Intenté compaginarlo con mi trabajo, ya me entiende, seguir con mis obligaciones mientras buscaba al asesino. Pero empecé a desatender mis casos. Así que mi jefa me sugirió encarecidamente que solicitase la excedencia.

Alzó la mirada.

– ¿Y por qué no me lo dijo?

– Pensé que no sería una buena manera de presentarme, ya sabe, decirle que me obligaron a marcharme de esa manera. Todavía tengo contactos en la oficina, y amigos en las fuerzas del orden. Pero para evitar riesgos, todo lo que hago es extraoficial.

Se miraron fijamente.

– Me oculta algo más -dijo Grace.

Él vaciló.

– ¿Qué es?

– Una cosa debe quedar clara. -Duncan se puso en pie, repitió el gesto de pasarse la mano por el pelo rubio y desvió la mirada-. Ahora mismo los dos estamos intentando encontrar a su marido. Es una alianza temporal. La verdad es que tenemos objetivos distintos. No le mentiré. ¿Qué ocurrirá cuando encontremos a Jack? Es decir, ¿queremos saber los dos la verdad?

– Yo sólo quiero recuperar a mi marido.

Él asintió.

– Por eso digo que tenemos objetivos distintos. Que nuestra alianza es temporal. Usted quiere recuperar a su marido. Yo quiero encontrar al asesino de mi hermana.

Ahora sí la miró. Ella lo entendió.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Grace.

Scott Duncan sacó la foto misteriosa y la levantó. Un asomo de sonrisa se dibujó en su rostro.

– ¿Qué?

– Sé cómo se llama la pelirroja de la foto -dijo él. Grace esperó-. Se llama Sheila Lambert. Estudió en la Universidad de Vermont en la misma época que su marido -señaló a Jack y luego deslizó el dedo hacia la derecha- y Shane Alworth.

– ¿Y ahora dónde está?

– He ahí la cuestión, Grace. Nadie lo sabe.

Grace cerró los ojos. Se estremeció.

– Envié la foto a la universidad. Un decano jubilado la identificó. La investigué por todas partes, pero ha desaparecido. No hay el menor rastro de la existencia de Sheila Lambert en la última década: ni impuesto sobre la renta, ni resultado alguno al introducir en las bases de datos su número de la seguridad social, nada.

– Igual que Shane Alworth.

– Exactamente igual que Shane.

Grace intentó encajar las piezas.

– De las cinco personas de la foto, una, su hermana, fue asesinada. De las otras dos, Shane Alworth y Sheila Lambert, no se ha sabido nada desde hace años. La cuarta, mi marido, huyó al extranjero y ahora ha desaparecido. Y la última, bueno, seguimos sin saber quién es.

Duncan asintió.

– Y a partir de aquí, ¿hacia dónde tiramos?

– ¿Recuerda que le he dicho que hablé con la madre de Shane Alworth? -preguntó Duncan.

– La que no tenía muy claro dónde estaba el Amazonas.

– La primera vez que fui a verla, yo no sabía nada de esta foto ni de su marido ni de lo demás. Ahora quiero enseñarle la foto. Quiero ver cómo reacciona. Y quiero que usted esté presente.

– ¿Por qué?

– Tengo un presentimiento, sólo eso. Evelyn Alworth es una mujer mayor. Enseguida se emociona, y creo que está asustada. La primera vez que fui a verla me presenté como investigador. Tal vez, no lo sé, pero tal vez se conmueva y acceda a hablar si usted va a verla como madre preocupada.

Grace vaciló.

– ¿Dónde vive?

– En un bloque de apartamentos de Bedminster. A no más de treinta minutos de aquí en coche.

Cram volvió a aparecer. Scott Duncan lo señaló con la cabeza.

– ¿Y qué pasa con ese hombre terrorífico?

– No puedo acompañarlo ahora.

– ¿Por qué no?

– Tengo hijos. No puedo dejarlos aquí.

– Tráigalos. Hay al lado una zona de juegos infantiles. No tardaremos.

Cram se dirigió a la puerta. Hizo señas con la mano para que Grace se acercara.

– Perdón -se disculpó ella, y se dirigió hacia Cram.

Scott Duncan se quedó donde estaba.

– ¿Qué pasa? -preguntó a Cram.

– Emma. Está arriba llorando.

Grace encontró a su hija en la clásica postura del llanto: tumbada boca abajo en la cama, con la cabeza debajo de la almohada. El sonido llegaba amortiguado. Hacía tiempo que Emma no lloraba así. Grace se sentó en el borde de la cama. Sabía lo que se avecinaba. Cuando Emma pudo hablar, preguntó por su padre. Grace le contestó que se había ido de viaje por trabajo. Emma le dijo que no la creía, que era una mentira. Exigió saber la verdad. Grace repitió que Jack simplemente se había ido de viaje por trabajo, que no pasaba nada. Emma insistió. ¿Dónde estaba? ¿Por qué su padre no había llamado? ¿Cuándo volvería? Grace inventó explicaciones que a ella le parecieron bastante creíbles: estaba muy ocupado, viajando por Europa, ahora mismo en Londres, no sabía cuánto tiempo estaría fuera, había llamado pero a esa hora Emma dormía, acuérdate de que Londres está en otro huso horario.

¿Se lo creyó Emma? ¿Quién sabía?

Los expertos en educación infantil -esos doctores remilgados que salen en la televisión por cable y hablan como si les hubiesen practicado una lobotomía- probablemente lo desaprobarían, pero Grace no era una de esas madres que creían que había que contarlo todo a los niños. La función de una madre era protegerlos por encima de todo. Emma no tenía edad suficiente para enfrentarse a la verdad. Así de sencillo. El engaño era una parte necesaria de la maternidad. Claro que Grace podía equivocarse -lo sabía-, pero creía en el viejo dicho: los niños no llegan con instrucciones. Todos nos equivocamos. Educar a un niño es pura improvisación.

Pocos minutos después dijo a Max y Emma que se prepararan. Iban a salir. Los dos cogieron sus Game Boys y se instalaron en el asiento trasero del coche. Scott Duncan se acercó al asiento del acompañante. Cram le interceptó el paso.

– ¿Algún problema? -preguntó Duncan.

– Quiero hablar con la señora Lawson antes de que se vayan. Espere aquí.

Duncan respondió con un sarcástico saludo militar. Cram le lanzó una mirada capaz de detener un frente meteorológico. Grace y él pasaron a la habitación de atrás. Cram cerró la puerta.

– Ya sabe que no debería ir a ningún sitio con él.

– Es posible. Pero tengo que hacerlo.

Cram se mordió el labio inferior. No le gustaba, pero lo entendía.

– ¿Lleva un bolso?

– Sí.

– Muéstremelo.

Ella se lo enseñó. Cram sacó una pistola que llevaba bajo la cinturilla del pantalón. Era pequeña, casi como un juguete.

– Es una Glock de nueve milímetros, modelo veintiséis.

Grace levantó las manos.

– No la quiero.

– Guárdela en el bolso. También podría usar una pistolera de tobillo, pero para eso necesita pantalones largos.

– En mi vida he disparado una pistola.

– Se sobrevalora la experiencia. Sólo tiene que apuntar al centro del pecho y apretar el gatillo. No es complicado.

– No me gustan las armas.

Cram hizo un gesto de negación con la cabeza.

– ¿Qué? -preguntó Grace.

– Puede que me equivoque, pero ¿verdad que hoy alguien ha amenazado a su hija?

Eso la hizo vacilar. Cram le metió la pistola en el bolso. Ella no se opuso.

– ¿Cuánto tiempo estarán fuera? -preguntó Cram.

– Un par de horas, como mucho.

– El señor Vespa estará aquí a las siete. Dice que es importante que hable con usted.

– Estaré aquí.

– ¿Seguro que confía en ese tal Duncan?

– No estoy segura. Pero creo que con él estamos a salvo.

Cram asintió.

– Permítame que tome mis precauciones a ese respecto.

– ¿Cómo?

Cram no dijo nada. La acompañó de nuevo hasta el coche. Scott Duncan hablaba por el móvil. A Grace no le gustó lo que vio en su cara. Duncan colgó cuando los vio.

– ¿Qué pasa?

Scott Duncan meneó la cabeza.