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– ¿Quiénes son?

– Trabajan para mí.

– ¿En qué?

– Por eso no se preocupe.

Sí le preocupaba, pero en ese momento había otros asuntos más urgentes.

– Recibí una llamada de un hombre -dijo-. Por el móvil. -Le contó lo que había oído por teléfono. Cram no cambió de expresión. Cuando Grace acabó, Cram sacó un cigarrillo.

– ¿Le importa si fumo?

Ella le contestó que no.

– No lo haré en la casa.

Grace miró alrededor.

– ¿Por eso estamos aquí fuera?

Cram no respondió. Encendió el cigarrillo, respiró hondo y dejó que escapara el humo por los orificios de la nariz. Grace miró hacia el jardín del vecino. No había nadie. Ladró un perro. El ruido de un cortacésped rasgó el aire como un helicóptero.

Grace lo miró.

– Usted ha amenazado a gente, ¿verdad?

– Sí.

– Así que si hago lo que me dice, si paro, ¿cree que nos dejará en paz?

– Probablemente. -Cram aspiró una calada tan profunda que parecía fumar un porro-. Pero aquí en realidad la cuestión es por qué quieren que pare.

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que debe de estar acercándose a algo. Debe de haber tocado un punto débil.

– No sé cómo.

– Ha llamado el señor Vespa. Quiere verla esta noche.

– ¿Por qué?

Cram se encogió de hombros.

Ella volvió a desviar la mirada.

– ¿Está lista para recibir más malas noticias? -preguntó Cram.

Ella se volvió hacia él.

– Su cuarto del ordenador. El del fondo.

– ¿Qué pasa con él?

– Han puesto un micrófono oculto. Y una cámara.

– ¿Una cámara? -Grace no podía creérselo-. ¿En mi casa?

– Sí, una cámara oculta. Está en un libro de la estantería. Es muy fácil encontrarla si uno busca. Esos chismes se compran en cualquier tienda de espías. Seguro que ya los ha visto en Internet. Se esconden en un reloj, en un detector de humos, cosas así.

Grace intentó asimilarlo.

– ¿Alguien nos está espiando?

– Eso parece.

– ¿Quién?

– Ni idea. No creo que sea la policía. Es demasiado poco profesional para eso. Mis hombres han dado un repaso al resto de la casa. De momento no hay nada más.

– ¿Cuánto tiempo…? -Grace intentaba entender lo que estaba diciéndole-. ¿Cuánto lleva aquí la cámara? Y también hay un micrófono, ¿no?

– Imposible saberlo. Por eso la he hecho salir. Para poder hablar tranquilamente. Sé que ha tenido que aguantar mucho, pero ¿está preparada para enfrentarse a esto?

Ella asintió, aunque la cabeza le daba vueltas.

– Bien, pues lo primero: el equipo. No es nada del otro mundo. Tiene un alcance sólo de unos trescientos metros. Para ver las imágenes en directo, tienen que recibirlas desde una furgoneta o algo así. ¿Ha visto alguna furgoneta aparcada en la calle durante largos periodos de tiempo?

– No.

– Lo suponía. Es probable que se grabe en un aparato de vídeo.

– ¿En un aparato de vídeo corriente?

– Exacto.

– ¿Y tiene que estar a menos de trescientos metros de la casa?

– Sí.

Grace miró alrededor como si pudiera estar en el jardín.

– ¿Cada cuánto tiempo tendrían que cambiar la cinta?

– Como mucho, cada veinticuatro horas.

– ¿Se le ocurre dónde puede estar?

– Todavía no. A veces ponen el aparato de vídeo en el sótano o el garaje. Deben de tener acceso a la casa, para poder retirar la cinta y poner otra nueva.

– Un momento. ¿Cómo que tienen acceso a la casa?

Él se encogió de hombros.

– Metieron la cámara y el micrófono en la casa de alguna manera, ¿no?

La rabia había vuelto, creciendo y abrasándola tras los ojos. Grace empezó a recorrer las viviendas vecinas con la mirada. Acceso a la casa. ¿Quién tenía acceso a la casa?, se preguntó. Y una vocecilla contestó…

«Cora.»

Pero no, imposible. Grace lo descartó.

– Así que tenemos que encontrar ese aparato.

– Sí.

– Y luego tendremos que esperar a ver qué pasa -dijo ella-. A ver quién recoge la cinta.

– Ésa es una manera de hacerlo -señaló Cram.

– ¿Se le ocurre otra mejor?

– En realidad, no.

– Y luego ¿qué? ¿Lo seguimos, a ver adónde nos lleva?

– Es una posibilidad.

– ¿Pero…?

– Es arriesgado -contestó Cram-. Podríamos perderlo.

– ¿Y usted qué haría?

– Si dependiera de mí, lo cogería y le haría unas cuantas preguntas difíciles.

– ¿Y si se niega a responder?

Cram mantenía la sonrisa de depredador marino. La cara de ese hombre era siempre una visión horrenda, pero Grace comenzaba a acostumbrarse. Además, era consciente de que no la asustaba a propósito; la suya era una expresión natural y permanente, fruto de lo que le habían hecho en la boca. Esa cara hablaba por sí sola, y viéndola quedaba claro que la pregunta de Grace era retórica.

Grace quiso protestar, decirle que ella era una persona con sentido cívico, y que se ocuparían del asunto de una manera legal y ética. Pero en lugar de eso dijo:

– Han amenazado a mi hija.

– Eso parece.

Ella lo miró.

– No tengo otra opción, ¿no? Tengo que enfrentarme a ellos.

– No veo otro camino.

– Usted lo sabía desde el principio -dijo Grace.

Cram ladeó la cabeza hacia la derecha.

– Y usted también.

Sonó el móvil de Cram. Lo abrió pero no habló, ni siquiera para saludar. Pocos segundos después lo cerró y dijo:

– Llega un coche.

Grace se volvió. Un Ford Taurus se detuvo en el camino de entrada. Salió Scott Duncan y se acercó a la casa.

– ¿Lo conoce? -preguntó Cram.

– Es Scott Duncan -contestó ella.

– ¿El que mintió y dijo que trabajaba en la fiscalía?

Grace asintió.

– Quizá me quede por aquí -dijo Cram.

Se quedaron fuera. Scott Duncan estaba de pie junto a Grace. Cram se había alejado. Duncan lanzaba miradas furtivas a Cram.

– ¿Quién es?

– Mejor que no lo sepa.

Grace miró a Cram. Éste captó la indirecta y entró. Scott Duncan y ella se quedaron solos.

– ¿Qué quiere?

Duncan percibió algo en el tono.

– ¿Pasa algo, Grace?

– Sólo me sorprende que haya salido tan temprano de trabajar. Pensaba que habría más trabajo en la fiscalía.

Él no dijo nada.

– ¿Acaso le ha comido la lengua el gato, señor Duncan?

– Ha llamado a mi oficina.

Grace se tocó la nariz con el índice, dándole a entender que había dado en el blanco. A continuación dijo:

– Bueno, más bien llamé a la oficina de la fiscalía. Por lo visto, usted no trabaja allí.

– No es lo que piensa.

– Eso lo aclara todo.

– Tenía que habérselo dicho desde el principio.

– Adelante.

– Mire, todo lo que le he contado es verdad.

– Salvo lo de que trabaja para la fiscalía. Porque eso no era verdad, ¿no? ¿O me mintió la señora Goldberg?

– ¿Quiere que se lo explique o no?

En su voz se percibía ahora cierta dureza. Grace, con un ademán, lo invitó a seguir.

– Lo que le he dicho era verdad. Yo trabajaba allí. Hace tres meses ese asesino, ese tal Monte Scanlon, insistió en verme. Nadie entendía por qué. Yo era un abogado de poca monta dedicado a la corrupción política. ¿Por qué un asesino a sueldo insistía en hablar conmigo? Fue entonces cuando me lo contó.

– Que mató a su hermana.

– Sí.

Grace esperó. Se acercaron a las sillas del porche y se sentaron. Cram los miraba por la ventana. Dirigía la mirada hacia Scott Duncan, la detenía unos segundos, la explayaba por el jardín y luego volvía a posarla en Duncan.

– Su cara me suena -dijo Duncan, señalando a Cram-. O a lo mejor es que me recuerda la atracción de los Piratas del Caribe en Disneylandia. ¿No debería llevar un parche en el ojo?

Grace se movió inquieta en su asiento.

– ¿No estaba explicándome por qué me ha mentido?

Duncan se pasó la mano por el pelo rubio.

– Cuando Scanlon dijo que el incendio no fue un accidente… no puede imaginar lo que sentí. O sea, hasta ese momento mi vida era de una manera, y de repente… -Chasqueó los dedos con la gracia de un mago-. No quiero decir que de pronto todo me pareciese distinto, sino que los últimos quince años se me antojaron distintos. Como si alguien hubiera retrocedido en el tiempo y cambiado un hecho, y a partir de ahí cambió todo lo demás. Yo ya no era la misma persona. No era un hombre cuya hermana murió en un trágico incendio. Era un hombre cuya hermana había sido asesinada y cuya muerte nadie había vengado.