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Se detuvo junto al maletero y olfateó el aire. No olió nada. Metió la llave en la cerradura y la hizo girar. El maletero se abrió con un chasquido reverberante. Perlmutter empezó a levantarlo. El aire que escapó de dentro era casi palpable. Y ahora sí, el olor era inconfundible.

Habían comprimido en el interior algo de gran tamaño, como una almohada descomunal. Sin previo aviso saltó como un enorme muñeco activado por un resorte. Perlmutter retrocedió de un salto cuando el cuerpo salió y, de cabeza, fue a topar violentamente contra el asfalto.

No importaba, claro. Rocky Conwell estaba muerto.

25

¿Y ahora qué?

Para empezar, Grace estaba famélica. Pasó por el puente de George Washington, cogió la salida de Jones Road y se detuvo a tomar un bocado en un restaurante chino que se llamaba, curiosamente, Baumgart's. Comió en silencio, con una sensación de profunda soledad, e intentó poner en orden sus pensamientos. ¿Qué había ocurrido? Dos días antes -¿realmente sólo había transcurrido ese tiempo?- había recogido las fotos en Photomat. Sólo eso. Hasta ese momento le iba bien la vida. Tenía un marido al que adoraba y dos hijos curiosos y fenomenales. Tenía tiempo para pintar. Tenían salud, dinero de sobra en el banco. Y de pronto ella había visto una foto, una foto vieja, y…

Grace casi se había olvidado de Josh el Pelusilla.

Fue él quien reveló el carrete. Fue él quien se marchó misteriosamente de la tienda no mucho después de haber recogido ella las fotos. Tenía que ser él, sin duda, quien había puesto la maldita foto entre las otras.

Cogió el móvil, pidió a información el número de teléfono del Photomat de Kasselton e incluso pagó el suplemento para que le pasaran directamente. Descolgaron al tercer timbrazo.

– Photomat.

Grace no dijo nada. No cabía duda. Habría reconocido esa voz aburrida y desganada en cualquier sitio. Era Josh el Pelusilla. Estaba otra vez en la tienda.

Pensó en colgar, pero tal vez eso, de algún modo -no sabía cómo-, lo ponía sobre alerta. Lo inducía a huir. Cambió la voz, le añadió cierto tono cantarín, y preguntó a qué hora cerraban.

– A eso de las seis -contestó El Pelusilla.

Ella le dio las gracias, pero él había colgado. Ya tenía la cuenta en la mesa. Pagó, y se contuvo para no echarse a correr hacia el coche. La Carretera 4 estaba despejada de tráfico. Pasó a toda velocidad ante la plétora de centros comerciales y encontró una plaza para aparcar no lejos de Photomat. Sonó su móvil.

– ¿Diga?

– Soy Carl Vespa.

– Ah, hola.

– Lamento lo de ayer. Lo de obligarte a ver a Jimmy X así, de sopetón.

Grace pensó si debía mencionarle o no la visita de Jimmy la noche anterior y al final decidió que no era el momento.

– No importa.

– Ya sé que a ti te da igual, pero por lo visto van a soltar a Wade Larue.

– Tal vez sea lo correcto -dijo ella.

– Tal vez. -Pero Vespa no parecía muy convencido-. ¿Seguro que no necesitas protección?

– Seguro.

– Si cambias de idea…

– Te llamaré.

Se produjo un silencio extraño.

– ¿Sabes algo de tu marido?

– No.

– ¿Él tiene una hermana?

Grace se pasó el móvil a la otra mano.

– Sí. ¿Por qué?

– ¿Se llama Sandra Koval?

– Sí. ¿Qué tiene que ver con esto?

– Hablaremos más tarde -contestó Vespa, y colgó.

Grace se quedó mirando el teléfono. ¿Y eso a qué venía? Meneó la cabeza. Sería inútil volver a llamarlo. Intentó concentrarse otra vez en lo suyo.

Grace cogió el bolso y se dirigió apresuradamente hacia Photomat. Le dolía la pierna. Le costaba caminar. Tenía la sensación de que alguien le sujetaba el tobillo desde el suelo y se veía obligada a arrastrarlo. Grace siguió caminando. Cuando estaba a tres tiendas de Photomat, un hombre trajeado le interceptó el paso.

– ¿Señora Lawson?

Una idea extraña la asaltó cuando miró al desconocido: el pelo rubio rojizo era del mismo color que su traje. Casi parecía que los dos eran del mismo tejido.

– ¿Qué desea? -dijo ella.

El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó una foto. La acercó a su cara para enseñársela.

– ¿Envió esto por correo electrónico?

Era la misteriosa foto recortada de la rubia y la pelirroja.

– ¿Usted quién es?

El hombre de pelo rubio rojizo contestó:

– Me llamo Scott Duncan. Trabajo en la fiscalía. -Señaló a la rubia, la que miraba a Jack, la que tenía la cara tachada con un aspa-. Y esto -continuó- es una foto de mi hermana.

26

Perlmutter le había dado la noticia a Lorraine Conwell con la mayor delicadeza posible.

Había dado malas noticias muchas veces. La mayoría tenían que ver con accidentes automovilísticos en la Carretera 4 o la autopista de Garden State. Lorraine Conwell se había deshecho en llanto, pero a eso había seguido el natural embotamiento y ya no lloraba.

Las fases del dolor: se supone que la primera es la negación. Eso no es verdad. La primera es todo lo contrario: la total aceptación. Uno oye la mala noticia y entiende exactamente lo que se le ha dicho. Entiende que el ser querido -el cónyuge, el padre, el hijo- nunca volverá a casa, que su vida ha terminado y nunca, nunca, volverá a verlo. Lo entiende de inmediato. Le tiemblan las rodillas. Se le encoge el corazón.

Ése era el primer paso: no sólo aceptación, no sólo comprensión, sino la verdad absoluta. Los seres humanos no están hechos para soportar esa clase de dolor. Es entonces cuando empieza la negación. La negación irrumpe rápidamente, curando las heridas o al menos cubriéndolas. Aun así, existe ese momento, misericordiosamente rápido, la verdadera primera fase, en que uno oye la noticia y contempla el vacío, y por horrible que sea, lo entiende todo.

Lorraine Conwell permaneció erguida. Le temblaban los labios. Tenía los ojos secos. Se la veía pequeña y sola, y Perlmutter tuvo que contenerse para no rodearla con los brazos y estrecharla.

– Rocky y yo -dijo-. Íbamos a reconciliarnos.

Perlmutter asintió, animándola a seguir hablando.

– Es mi culpa, ¿sabe? Yo obligué a Rocky a marcharse. No tenía que haberlo hecho. -Lo miró con sus ojos de color violeta-. Cuando nos conocimos, él era muy distinto, ¿sabe? Entonces tenía sueños. Estaba muy seguro de sí mismo. Pero cuando ya no pudo seguir jugando…, eso lo superó. Yo no lo soporté.

Perlmutter volvió a asentir. Deseaba ayudarla, deseaba hacerle compañía, pero en realidad no tenía tiempo para la versión no abreviada de la historia de su vida. Debía seguir adelante con el caso y marcharse de allí.

– ¿Alguien quería causar daño a Rocky? ¿Tenía enemigos o algo así?

Ella movió la cabeza en un gesto de negación.

– No, nadie.

– Estuvo en la cárcel.

– Sí, fue por una estupidez. Se metió en una pelea en un bar. Se pasó de rosca.

Perlmutter miró a Daley. Sabían lo de la pelea. Ya lo habían investigado por si la víctima había buscado venganza tardíamente. Parecía poco probable.

– ¿Tenía Rocky algún empleo?

– Sí.

– ¿Dónde?

– En Newark. Trabajaba en la fábrica de Budweiser, la que está cerca del aeropuerto.

– Usted llamó ayer a la comisaría -dijo Perlmutter.

Ella asintió con la mirada fija al frente.

– Habló con el agente DiBartola.

– Sí. Fue muy amable.

«No lo dudo», pensó él.

– Le dijo que Rocky no había vuelto del trabajo.

Ella asintió.

– Llamó a primera hora de la mañana. Le explicó que había trabajado la noche anterior.

– Sí.

– ¿Es que hacía el turno de noche en la fábrica?

– No, tenía otro empleo. -Ella se encogió, un poco avergonzada-. Cobraba en negro.

– ¿Y en qué consistía?

– Trabajaba para una mujer.

– ¿Y qué hacía?