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– No lo sé.

– ¿Tal vez cien?

Se encogió de hombros.

– ¿Y cuántas veces te he dicho que tu escuela prohíbe la mantequilla de cacahuete porque algunos niños podrían tener una reacción alérgica?

– Ah, sí.

– Ah, sí. -Grace consultó la hora en el reloj. Le quedaban unos cuantos combinados de Oscar Mayer, repugnantes platos precocinados que Grace tenía siempre a mano para emergencias; es decir, para cuando, por falta de tiempo o de ganas, no podía preparar la comida. A los niños, claro, les encantaban. Preguntó a Emma en voz baja si quería uno; en voz baja porque si Max la oía, se habría acabado la comida de la escuela también para él. Emma se dignó aceptar y se la metió rápidamente en la fiambrera de Batman.

Se sentaron a desayunar.

– ¿Mamá?

Era Emma.

– Dime.

– Cuando papá y tú os casasteis… -Se interrumpió.

– ¿Qué?

Emma empezó otra vez.

– Cuando papá y tú os casasteis… al final, cuando os dijeron que ya se podía besar a la novia…

– Sí.

– Pues… -Emma ladeó la cabeza y cerró un ojo-. ¿Tuviste que hacerlo?

– ¿Besarnos?

– Sí.

– ¿Si tuve que hacerlo? No, supongo que no. Pero quise hacerlo.

– Pero ¿tienes que hacerlo? -insistió Emma-. O sea, ¿no se puede simplemente chocar los cinco?

– ¿Chocar los cinco?

– En lugar de besarse. Ya sabes, mirarse y chocar las manos. -Le hizo una demostración.

– Supongo que sí. Si eso es lo que quieres.

– Es lo que quiero -dijo Emma con firmeza.

Grace los llevó a la parada del autobús. Esta vez no los siguió hasta la escuela. Se quedó allí, mordiéndose el labio inferior. La apariencia de calma y normalidad volvía a desvanecerse. Aunque, ahora que Emma y Max se habían ido, eso tampoco importaba.

Cuando regresó a la casa, Cora estaba despierta y gemía delante del ordenador.

– ¿Necesitas algo? -preguntó Grace.

– Un anestesiólogo -dijo Cora-. A ser posible heterosexual, aunque no es un requisito.

– Pensaba más bien en algo como un café.

– Eso estaría incluso mejor. -Cora tecleó rápidamente. De pronto entornó los ojos y frunció el entrecejo-. Aquí pasa algo raro.

– Te refieres a los mensajes de nuestro spam, ¿no?

– No han contestado.

– A mí también me ha llamado la atención.

Cora se reclinó en la silla. Grace se acercó a ella y empezó a morderse una cutícula. Tras unos segundos, Cora se inclinó hacia delante.

– Voy a probar una cosa.

Cora abrió un mensaje nuevo, tecleó algo y lo envió.

– ¿Y eso?

– Acabo de mandar un mensaje a nuestra dirección para el spam. Quiero ver si llega.

Esperaron. No llegó ningún mensaje.

– Mmm. -Cora se echó atrás-. O sea, que o bien pasa algo con el servidor…

– ¿O?

– O Gus sigue molesto por lo del pito pequeño.

– ¿Y cómo podemos averiguar si es lo uno o lo otro?

Cora seguía mirando la pantalla.

– ¿Con quién hablabas antes por teléfono?

– Con la residencia de ancianos de Robert Dodd, el padre de Bob. Voy a verlo esta mañana.

– Bien. -Cora mantenía la mirada fija en la pantalla.

– ¿Qué pasa?

– Quiero comprobar algo -dijo.

– ¿Qué?

– Quizá no sea nada, un detalle relacionado con las facturas del teléfono. -Cora empezó a teclear otra vez-. Si averiguo algo, ya te avisaré.

Perlmutter dejó a Charlaine Swain con el dibujante del condado de Bergen. Le había sonsacado la verdad, desenterrando así un secreto escabroso que habría sido mejor dejar bajo tierra. Charlaine Swain hacía bien en ocultarlo. No aportaba nada. La revelación era, como mucho, una distracción sórdida y vergonzosa.

Sentado ante un cuaderno, escribió la palabra «Windstar» y durante el siguiente cuarto de hora dibujó círculos alrededor.

Un Ford Windstar.

Kasselton no era un pueblo pequeño y aletargado. Había en plantilla treinta y ocho agentes de policía. Investigaban robos. Comprobaban los coches sospechosos. Tenían controlado el problema de la droga -la droga de los chicos blancos de los barrios residenciales- en las escuelas. Investigaban los casos de vandalismo. Se ocupaban de la congestión del tráfico en el centro, el aparcamiento en zonas prohibidas, los accidentes de coche. Hacían cuanto podían para mantener a distancia prudencial la decadencia urbana de Paterson, a apenas cinco kilómetros de los límites de Kasselton. Respondían a demasiadas falsas alarmas procedentes de demasiados detectores de movimiento excesivamente caros.

Perlmutter nunca había disparado su revólver reglamentario, salvo en un campo de tiro. De hecho, nunca había sacado su arma estando de servicio. En las últimas tres décadas sólo se habían producido tres muertes que entraban en la categoría de «sospechosas», y a los tres autores los detuvieron en cuestión de horas. Uno era un ex marido que se emborrachó y, para demostrar su amor imperecedero, planeó matar a la mujer -a quien teóricamente adoraba- y dirigir luego la escopeta hacia sí mismo. Dicho ex marido consiguió llevar a cabo la primera parte del plan -descerrajó dos tiros de escopeta a su ex en la cabeza- pero, como tantas veces en su patética vida, la pifió en la segunda parte. Sólo llevaba dos cartuchos. Una hora después estaba bajo custodia. La segunda muerte sospechosa fue la de un matón adolescente apuñalado por una de las víctimas a quienes torturaba e intimidaba, un chico delgado de primaria. Éste se pasó tres años en un reformatorio, donde aprendió el verdadero significado de las torturas y la intimidación. El último caso fue el de un hombre enfermo de cáncer en fase terminal que pidió a su mujer de cuarenta y ocho años que pusiera fin a su sufrimiento. Y ella lo hizo. Salió en libertad condicional y Perlmutter sospechaba que no se arrepentía.

En cuanto a disparos de arma, bueno, se habían producido muchos en Kasselton, pero casi todos autoinfligidos. A Perlmutter no le interesaba mucho la política. No estaba seguro de las ventajas relativas del control de armas, pero sabía por experiencia que con un arma adquirida para la protección del hogar había muchas más probabilidades -muchas, muchísimas más- de que el propietario la usara para suicidarse que para prevenir un allanamiento de morada. De hecho, en todos los años que llevaba velando por la ley, Perlmutter nunca había visto un caso en que se empleara un arma doméstica para abatir, detener o ahuyentar a un intruso. Los suicidios con pistola eran más frecuentes de lo que se quería admitir.

Ford Windstar. Trazó otro círculo alrededor.

Ahora, después de tantos años, Perlmutter tenía un caso que incluía un intento de asesinato, un secuestro extraño, una agresión inusualmente brutal y, sospechaba, muchas cosas más. Empezó a garabatear otra vez. Escribió el nombre de Jack Lawson en el ángulo superior izquierdo. Escribió el nombre de Rocky Conwell en el ángulo superior derecho. Los dos hombres, posiblemente desaparecidos, habían pasado por un peaje de un estado vecino a la misma hora. Dibujó una línea que unía los dos nombres.

Primer punto en común.

Perlmutter escribió el nombre de Freddy Sykes, en el ángulo inferior izquierdo. La víctima de una grave agresión. Escribió el de Mike Swain en el ángulo inferior derecho. Herido de bala, intento de asesinato. La conexión entre estos dos hombres, el segundo punto en común, era demasiado evidente. La mujer de Swain había visto al autor de los dos hechos, un chino achaparrado que, según su descripción, se parecía al hijo del esbirro coreano Odd Job de las viejas películas de James Bond.

Pero en realidad no había nada que relacionara los cuatro casos. Nada relacionaba a los dos hombres desaparecidos con las acciones del hijo de Odd Job, excepto, quizás, un detalle:

El Ford Windstar.

Jack Lawson conducía un Ford Windstar azul en el momento de su desaparición. El pequeño Odd Job conducía un Ford Windstar azul al salir de la residencia de Sykes y disparar contra Swain.