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Con eso pareció tranquilizarse. Grace sintió otra punzada.

– ¿Quieres ver Los Teletubbies?

– Eso es un programa para bebés.

– Pues vamos a ver qué dan en Playhouse Disney, ¿vale?

Daban Rolie Polie Olie, y Max se instaló en el sofá a verlo. Le gustaba taparse con los cojines, poniéndolo todo patas arriba. A Grace en ese momento le dio igual. Volvió a intentarlo con el New Hampshire Post. Esta vez preguntó por la sección de artículos de fondo.

El hombre que contestó tenía una voz ronca como el ruido de unos neumáticos viejos sobre una carretera de gravilla.

– ¿Qué pasa?

– Buenos días -dijo Grace, demasiado alegremente, sonriendo al teléfono como una imbécil.

El hombre emitió un sonido que, en traducción libre, significaba: «Vaya al grano».

– Busco información sobre Bob Dodd.

– ¿Con quién hablo?

– Preferiría no decirlo.

– Es broma, ¿no? Oiga, guapa, ahora mismo voy a colgar…

– Un momento. No puedo entrar en detalles, pero si esto se convierte en una gran primicia…

– ¿Una gran primicia? ¿Acaba de decir una gran primicia?

– Sí.

El hombre se echó a reír.

– ¿Qué pasa? ¿Se cree que soy el perro de Pavlov o algo así? ¿Que me basta con oír «gran primicia» para ponerme a babear?

– Sólo necesito información sobre Bob Dodd.

– ¿Por qué?

– Porque mi marido ha desaparecido y creo que puede existir alguna relación entre su desaparición y el asesinato de Bob Dodd.

Al oír eso, el hombre guardó silencio por un momento.

– Me está tomando el pelo, ¿no?

– No -contestó Grace-. Oiga, sólo necesito encontrar a alguien que conociese a Bob Dodd.

– Yo lo conocía -admitió el periodista con tono ya menos inflexible.

– ¿Lo conocía bien?

– Lo suficiente. ¿Qué quiere?

– ¿Sabe en qué estaba trabajando?

– Oiga, señora, ¿tiene información acerca del asesinato de Bob? Porque si es así, olvídese de todo ese rollo de la gran primicia y cuénteselo a la policía.

– No se trata de eso.

– Entonces, ¿qué es?

– He repasado las facturas de teléfono. Mi marido habló con Bob Dodd no mucho antes de que lo asesinaran.

– ¿Y quién es su marido?

– No se lo voy a decir. Es probable que sólo sea una coincidencia.

– Pero ¿dice que su marido ha desaparecido?

– Sí.

– ¿Y está lo bastante preocupada como para investigar esa antigua llamada?

– No tengo nada más -dijo Grace.

Se produjo un silencio.

– Va a necesitar algo más que eso -advirtió el hombre.

– No creo que sea posible.

Un silencio.

– Bah, ¿qué más da? Yo no sé nada. Bob nunca me confió nada.

– ¿Y en quién pudo confiarse?

– Puede intentarlo con su mujer.

Grace estuvo a punto de darse una palmada en la cabeza. ¿Cómo no se le había ocurrido antes algo tan obvio? Eso sí era una torpeza.

– ¿Sabe cómo puedo localizarla?

– No estoy seguro. Sólo la he visto… qué sé yo… una o dos veces.

– ¿Cómo se llama?

– Jillian. Con jota, creo.

– ¿Jillian Dodd?

– Supongo.

Lo anotó.

– Hay otra persona con la que podría intentarlo. Es el padre de Bob, Robert Dodd. Debe de rondar los ochenta años, pero creo que estaban muy unidos.

– ¿Tiene su dirección?

– Sí, está en una residencia de ancianos de Connecticut. Enviamos allí las cosas de Bob.

– ¿Las cosas?

– Yo mismo le vacié el escritorio. Metí sus efectos personales en una caja de cartón.

Grace frunció el entrecejo.

– ¿Y los envió a la residencia de ancianos de su padre?

– Exacto.

– ¿Y por qué no a Jillian, su mujer?

Siguió una breve pausa.

– No lo sé, la verdad. Creo que quedó muy tocada con lo del asesinato. Lo mataron delante de ella. Espere un momento, voy a buscar el número de teléfono de la residencia de ancianos. Podrá preguntarlo usted misma.

Charlaine deseaba sentarse junto a la cama del hospital.

Era lo que se veía siempre en las películas y la televisión -la esposa afligida sentada junto a la cama, cogiendo de la mano a su ser querido-, pero en esa habitación no había ninguna silla que lo permitiese. El único asiento era demasiado bajo, una de esas butacas plegables para poder dormir, y sí, eso quizá fuese útil más tarde, pero en ese momento lo que Charlaine quería era sentarse y cogerle la mano a su marido.

Así pues, estaba de pie. De vez en cuando se sentaba en el borde de la cama, pero temía molestar a Mike. Así que volvía a levantarse. Y tal vez fuese mejor así. Tal vez le sirviese en cierto modo de penitencia.

La puerta se abrió a sus espaldas. No se molestó en volverse. La voz de un hombre, una voz que nunca había oído, preguntó:

– ¿Cómo se encuentra, señora Swain?

– Bien.

– Ha tenido suerte.

Ella asintió.

– Me siento como si me hubiera tocado la lotería.

Charlaine alzó la mano y se tocó la frente vendada. Unos cuantos puntos y posiblemente una leve conmoción. A eso se habían reducido sus heridas en el accidente: arañazos, moretones, unos cuantos puntos.

– ¿Cómo está su marido?

No se molestó en contestar. La bala había alcanzado a Mike en el cuello. Si bien, según los médicos, «lo peor ya había pasado» -a saber qué querían decir con eso-, aún no había recobrado el conocimiento.

– El señor Sykes vivirá -informó el hombre detrás de ella-. Gracias a usted. Le debe la vida. Unas horas más en esa bañera…

El hombre -Charlaine supuso que era otro agente de policía- bajó la voz gradualmente. Ella se volvió por fin y lo miró. En efecto, era un policía. Aunque de uniforme. La insignia en el brazo indicaba que pertenecía al Departamento de Policía de Kasselton.

– Ya he hablado con los inspectores de Ho-Ho-Kus -dijo ella.

– Lo sé.

– No sé nada más, ¿agente…?

– Perlmutter -dijo-. Capitán Stuart Perlmutter.

Ella se volvió otra vez hacia la cama. Mike tenía el torso desnudo. El vientre le subía y bajaba como si se lo hinchasen con la bomba de aire de una gasolinera. Pesaba unos kilos de más y daba la impresión de que respirar, la simple acción de respirar, le representaba un esfuerzo excesivo. Tenía que haberse cuidado más. Ella debería haber insistido.

– ¿Quién está con sus hijos? -preguntó Perlmutter.

– El hermano de Mike y su mujer.

– ¿Quiere que le traiga algo?

– No.

Charlaine cambió la postura de la mano con que tenía cogida la de Mike.

– He leído su declaración.

Ella no dijo nada.

– ¿Le importaría si le hago un par de preguntas de seguimiento?

– No sé si lo entiendo -dijo Charlaine.

– ¿Perdón?

– Vivo en Ho-Ho-Kus. ¿Qué tiene que ver Kasselton con esto?

– Sólo estoy echando una mano.

Sin saber por qué, ella asintió.

– Ya veo.

– Según su declaración, cuando usted miró por la ventana de su dormitorio vio el guardallaves en el camino trasero de la casa del señor Sykes. ¿Es así?

– Sí.

– ¿Y por eso llamó a la policía?

– Sí.

– ¿Conoce usted al señor Sykes?

Ella se encogió de hombros, sin desviar la mirada del vientre que subía y bajaba.

– Sólo de saludarnos.

– Es decir, ¿como vecinos?

– Sí.

– ¿Cuándo fue la última vez que habló con él?

– No nos hablábamos. O sea, nunca hablé con él.

– Sólo se saludaban como buenos vecinos.

Ella asintió.

– ¿Y cuándo fue la última vez que se saludaron?

– ¿Que nos saludamos con la mano?

– Sí.

– Pues no lo sé. Hará una semana, tal vez.

– Estoy un poco confuso, señora Swain, así que quizá pueda ayudarme. Usted vio un guardallaves en el camino y decidió llamar a la policía.

– También vi movimiento.

– ¿Disculpe?

– Movimiento. Vi algo moverse en la casa.

– ¿Como si hubiera alguien dentro?

– Sí.

– ¿Y cómo sabía que no era el señor Sykes?