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Perlmutter reflexionó y movió la cabeza en un gesto de negación.

– No.

Daley parecía confuso.

– ¿Cree que es casualidad?

– ¿Dos coches distintos, que pasaron por el peaje al mismo tiempo? No lo creo.

– Y entonces, ¿qué piensa?

– No lo sé -contestó Perlmutter-. Digamos que los dos… no sé, huyeron juntos. O que Conwell secuestró a Lawson. O Lawson secuestró a Conwell. O lo que sea, qué demonios. En ese caso, habrían ido en el mismo coche. Habrían usado un solo tac, no dos.

– Ya.

– Pero iban en coches distintos. Eso es lo que me desconcierta. Los dos hombres pasan por el peaje, en coches distintos, al mismo tiempo. Y ahora los dos han desaparecido.

– Sólo que Lawson llamó a su mujer -añadió Daley-. Necesitaba espacio, ¿se acuerda?

Los dos se quedaron pensando.

– ¿Quiere que llame a la señora Lawson? -preguntó Daley-. ¿Para preguntarle si conoce a ese tal Conwell?

Perlmutter, pellizcándose el labio inferior, consideró la posibilidad.

– Todavía no -dijo por fin-. Además, es tarde. Tiene hijos.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– Investiguemos un poco más. Hablemos antes con la ex mujer de Rocky Conwell. Veamos si encontramos una relación entre Conwell y Lawson. Comprueba si su coche aparece en la base de datos.

Sonó el teléfono. Daley también atendía la centralita. Respondió, escuchó y luego se volvió hacia Perlmutter.

– ¿Quién era?

– Phil, de la comisaría de Ho-Ho-Kus.

– ¿Pasa algo?

– Creen que puede haber muerto un agente. Nos piden ayuda.

20

Beatrice Smith era una viuda de cincuenta y tres años.

Eric Wu estaba otra vez en el Ford Windstar. Tomó por Ridgewood Avenue para ir a la autopista de Garden State en dirección norte. Se dirigió luego al este, hacia el puente de Tappan Zee, por la Interestatal 287. Salió por Armonk, en Nueva York. Ahora circulaba por carreteras secundarias. Sabía exactamente adónde iba. Había cometido errores, sí, pero seguía ateniéndose a los principios básicos.

Uno de esos principios básicos era: ten siempre a mano una residencia de reserva.

El marido de Beatrice había sido un cardiólogo muy conocido, llegó incluso a alcalde del pueblo. En vida de él, tenían muchos amigos, pero eran todos parejas. Cuando Maury -así se llamaba el marido- murió de un infarto, esos amigos siguieron al lado de Beatrice durante un par de meses y luego desaparecieron. Su único hijo, varón y médico como su padre, vivía en San Diego con su mujer y tres hijos. Ella conservó la casa, la misma casa que había compartido con Maury, pero era grande y solitaria. Beatrice estaba pensando en venderla y trasladarse a Manhattan, pero en esos momentos los precios andaban por las nubes. Y tenía miedo. Sólo conocía Armonk. ¿Sería peor el remedio que la enfermedad?

Le había contado todo eso por Internet al ficticio Kurt McFaddon, un viudo de Filaldelfia que estaba planteándose ir a vivir a Nueva York. Wu entró en su calle y disminuyó la velocidad. La zona era tranquila, boscosa y muy aislada. Era tarde. A esa hora una falsa entrega de un paquete no servía. No había tiempo ni necesidad de sutilezas. Wu no podría dejar con vida a esa anfitriona.

No existía ningún vínculo que relacionase a Beatrice Smith con Freddy Sykes.

En pocas palabras, nadie debía encontrar a Beatrice Smith. Nunca.

Wu aparcó, se puso los guantes -esta vez nada de huellas dactilares- y se acercó a la casa.

21

A las cinco de la mañana, Grace se envolvió en un albornoz -el de Jack- y bajó. Siempre se ponía la ropa de Jack. Él le pedía gentilmente que usara lencería, pero ella prefería las chaquetas de los pijamas de él. «¿Qué?», preguntaba ella, posando. «No está mal -contestaba él-, pero ¿por qué no te pruebas sólo el pantalón? Eso sí sería espectacular.» Grace meneó la cabeza al acordarse y entró en la habitación del ordenador.

Lo primero que hizo fue comprobar la nueva dirección de correo electrónico empleada para recibir las respuestas de su spam con la foto. Lo que vio la sorprendió.

No había respuestas.

Ni una sola.

¿Cómo podía ser? Cabía la posibilidad, supuso, de que nadie hubiera reconocido a la mujer de la foto. Se había preparado para eso. Pero ya habían enviado cientos de miles de mensajes. Aun teniendo en cuenta los filtros de spam y demás, alguien debería de haber contestado, aunque fuese con un improperio, algún chiflado con demasiado tiempo libre, o alguien que, harto de la avalancha de spam, necesitara desahogarse.

Alguien.

Pero no había recibido ni una sola respuesta.

¿Eso qué significaba?

La casa estaba en silencio. Emma y Max aún dormían. También Cora. Ésta roncaba, tumbada cara arriba con la boca abierta.

«Cambia de táctica», pensó Grace.

Sabía que Bob Dodd, el periodista asesinado, era su mejor y, quizá, su única pista, y también una pista bastante endeble, como no le quedaba más remedio que aceptar. No tenía ningún número de teléfono de nadie relacionado con él, de ningún familiar, ni siquiera una dirección. Aun así, Dodd había trabajado para un periódico bastante importante, el New Hampshire Post. Decidió empezar por ahí.

Los periódicos en realidad nunca cierran, o al menos eso supuso Grace. Alguien tenía que estar de guardia en el Post, atendiendo las llamadas, por si surgía una noticia importante. Pensó asimismo que un periodista obligado a trabajar a las cinco de la mañana quizás estuviese aburrido y más dispuesto a hablar con ella. Así que descolgó el auricular.

Grace no sabía muy bien cómo plantearlo. Contempló distintas posibilidades; por ejemplo, podía hacerse pasar por una periodista que preparaba un artículo y quería pedir ayuda de colega a colega, pero no estaba segura de hacerlo de manera convincente.

Al final decidió atenerse a la verdad lo máximo posible.

Pulsó *67 para bloquear el identificador de llamada. El periódico tenía un teléfono de atención al público gratuito, pero Grace no lo usó. No se podía bloquear el identificador para llamar a números gratuitos. Lo había leído en algún sitio y lo había guardado en el armario del fondo del cerebro, el mismo donde guardaba información como la de que Daryl Hannah era la protagonista de Un, dos, tres… Splash o Esperanza Díaz la luchadora apodada Pequeña Pocahontas, el mismo que le había valido a Grace su fama, en palabras de Jack, de «Señora de los Datos Inútiles».

Las primeras dos llamadas al New Hampshire Post no condujeron a nada. El que estaba a cargo de las noticias de última hora no quiso ni tomarse la molestia de oírla. Había conocido muy poco a Bob Dodd y apenas la escuchó. Grace esperó veinte minutos y volvió a intentarlo. Esta vez le pusieron con la sección metropolitana, donde una mujer que parecía muy joven informó a Grace que acababa de entrar en el periódico, que ése era el primer trabajo de su vida y que no conocía a Bob Dodd, pero, caramba, ¿verdad que era horrible lo que le había ocurrido?

Grace volvió a comprobar el correo. Seguía sin llegar nada.

– ¡Mamá!

Era Max.

– ¡Mamá, ven enseguida!

Grace subió por la escalera a toda prisa.

– ¿Qué pasa, cariño?

Max estaba sentado en la cama y se señalaba el pie.

– Me está creciendo el dedo demasiado deprisa.

– ¿El dedo?

– Mira.

Grace se acercó y se sentó.

– ¿Lo ves?

– ¿Qué he de ver, cariño?

– El segundo dedo -explicó-. Es más grande que el dedo gordo. Está creciendo demasiado deprisa.

Grace sonrió.

– Eso es normal, cariño.

– ¿Qué?

– Mucha gente tiene el segundo dedo más largo que el gordo. Tu padre lo tiene así.

– Imposible.

– Pues sí. Tiene el segundo dedo más largo que el primero.