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Y de repente estalló el parabrisas.

El ruido fue súbito y ensordecedor. Charlaine gritó. Algo le salpicó la cara, algo húmedo y pegajoso. En el aire flotaba un olor metálico. Charlaine se agachó instintivamente. Los cristales del parabrisas le llovieron sobre la cabeza. Algo cayó sobre ella, empujándola hacia abajo.

Era Mike.

Volvió a gritar. El grito se mezcló con otra detonación. Tenía que moverse, tenía que salir de allí, tenía que sacarlo de allí. Mike no se movía. Lo apartó de un empujón y se arriesgó a levantar la cabeza.

Otra bala le pasó rozando.

No tenía ni idea de dónde había impactado. Volvió a agachar la cabeza. Oyó otra vez sus propios gritos. Transcurrieron unos segundos. Por fin Charlaine se atrevió a mirar.

El hombre caminaba hacia ella.

«¿Y ahora qué? Escapa. Huye», fue lo único que acudió a su mente.

¿Cómo?

Puso la marcha atrás. Mike seguía pisando el freno. Se inclinó y alargó el brazo para cogerle el tobillo inerte y apartar el pie del freno. Todavía encajonada en el espacio reservado a las piernas, Charlaine consiguió apretar el acelerador con la palma de la mano. Empujó con todas sus fuerzas. El coche retrocedió bruscamente. Charlaine no podía moverse. No tenía ni idea de hacia dónde iba.

Pero se movían.

Siguió apretando el pedal a fondo con la mano. El coche pasó por encima de algo, tal vez un bordillo. Con la sacudida se golpeó la cabeza contra el volante. Volvieron a chocar con algo. Ella no cejó. Ahora el camino se había vuelto más liso. Pero sólo por un momento. Charlaine oyó bocinazos, chirridos de frenos y el espantoso zumbido de coches que perdían el control.

Se produjo un impacto, un terrible sonido agudo y, pocos segundos después, oscuridad.

19

El agente Daley había palidecido.

Perlmutter se enderezó.

– ¿Qué pasa?

Daley miraba fijamente el papel que sostenía en la mano como si temiera que se le escapara.

– Aquí hay algo que no encaja, capitán.

Cuando el capitán Perlmutter empezó a trabajar en la policía, aborrecía el turno de noche. El silencio y la soledad podían con él. Se había criado en el seno de una familia numerosa, con siete hermanos, y le gustaba esa vida. Su mujer, Marion, y él planeaban tener una familia numerosa. Él ya lo tenía todo previsto: las barbacoas, los fines de semana entrenando a alguno de los niños, las conferencias en la escuela, las películas familiares los viernes por la noche, las noches de verano en el porche delantero. Es decir, la vida que había conocido en Brooklyn durante la infancia, pero en una casa más grande, con un toque suburbano.

Su abuela desgranaba citas en yiddish sin cesar. La favorita de Stu Perlmutter era la siguiente: «El hombre propone y Dios dispone». Marion, la única mujer a la que había querido, murió de una embolia fulminante a los treinta y un años. Estaba en la cocina, preparando un bocadillo para Sammy -su hijo, su único hijo-, cuando ocurrió. Murió antes de llegar al suelo de linóleo.

En gran medida, la vida de Perlmutter se acabó ese día. Hizo cuanto pudo para criar a Sammy, pero la verdad es que nunca estuvo realmente por la labor. Quería al niño y disfrutaba con su trabajo, pero había vivido para Marion. Esa comisaría, su empleo allí, se había convertido en su consuelo. Su casa, la presencia de Sammy, le recordaban a Marion y todo aquello que nunca tendrían. Allí, a solas, casi podía olvidar.

De eso hacía mucho tiempo. Ahora Sammy iba a la universidad. Se había convertido en un buen chico, pese a la falta de atención de su padre. Debía de haber alguna razón para eso, pero Perlmutter no sabía cuál era.

Perlmutter invitó a Daley a sentarse con un gesto.

– ¿Y bien? ¿Qué pasa?

– Esa mujer. Grace Lawson.

– Ah -dijo Perlmutter.

– ¿Ah?

– Yo también estaba pensando en ella.

– ¿Hay algo en el caso que le preocupa, capitán?

– Sí.

– Creía que era sólo una impresión mía.

Perlmutter se retrepó en la silla.

– ¿Sabes quién es?

– ¿La señora Lawson?

– Sí.

– Es una artista -contestó Daley.

– Más que eso. ¿Te has fijado en la cojera?

– Sí.

– Grace Lawson es su nombre de casada. Pero antes se llamaba Grace Sharpe, su apellido de soltera, supongo.

Daley lo miró con cara de incomprensión.

– ¿Has oído hablar alguna vez de la Matanza de Boston?

– ¿Se refiere al alboroto en aquel concierto de rock?

– Fue más bien una desbandada, pero sí. Murió mucha gente.

– ¿Ella estaba allí?

Perlmutter asintió.

– Y resultó herida de gravedad. Estuvo un tiempo en coma. La prensa le dedicó mucha atención.

– ¿Hace mucho de eso?

– Unos quince, dieciséis años.

– Pero ¿usted se acuerda?

– Fue una noticia de primera línea. Y yo era un gran admirador del grupo de Jimmy X.

Daley se mostró sorprendido.

– ¿Usted?

– Oye, que yo no he sido siempre un vejestorio.

– He oído el CD. Era francamente bueno. Por la radio siguen poniendo Pale Ink a todas horas.

– Una de las mejores canciones de la historia.

A Marion le gustaba el grupo de Jimmy X. Perlmutter se acordó de que escuchaba continuamente Pale Ink en un viejo walkman a todo volumen, con los ojos cerrados, moviendo los labios mientras cantaba en silencio. Parpadeó para ahuyentar la imagen.

– ¿Y qué fue de ellos?

– La matanza acabó con el grupo. Se separaron. Jimmy X, ya no me acuerdo de su verdadero nombre, era el que daba la cara y componía las canciones. Lo dejó todo de la noche a la mañana. -Perlmutter señaló el papel que sostenía Daley-. ¿Y eso qué es?

– Es de lo que quería hablarle.

– ¿Tiene algo que ver con el caso Lawson?

– No lo sé. -A continuación añadió-: Sí, es posible.

Perlmutter cruzó las manos detrás de la cabeza.

– Habla.

– DiBartola ha recibido una denuncia a primera hora de la noche -explicó Daley-. Otro caso de un marido desaparecido.

– ¿Alguna similitud con el de Lawson?

– No. O sea, no al principio. En realidad, éste ni siquiera era el marido. Era su ex. Y no está del todo limpio.

– ¿Tiene antecedentes?

– Cumplió condena por agresión.-¿Su nombre?

– Rocky Conwell.

– ¿Rocky? ¿En serio?

– Sí, eso dice su partida de nacimiento.

– Hay algunos padres que… en fin… -Perlmutter hizo una mueca-. Un momento, ¿de qué me suena ese nombre?

– Fue jugador de fútbol profesional durante un tiempo.

El capitán Perlmutter rebuscó en su memoria y se encogió de hombros.

– Bueno, ¿y qué más?

– Pues bien, como decía, este caso parecía incluso más claro que el de Lawson. Se trata de un ex marido que tenía que llevar a su mujer de compras esta mañana. O sea, no es nada. Menos que nada. Pero DiBartola ha visto a la mujer… Lorraine, se llama… y en fin, está como un tren. Y ya conoce a DiBartola.

– Un cerdo -dijo Perlmutter con un gesto de asentimiento-. Un cerdo de primera donde los haya.

– Exacto, así que pensó: qué demonios, síguele la corriente. Está separada, así que nunca se sabe. A lo mejor cae algo.

– Muy profesional. -Perlmutter frunció el entrecejo-. Sigue.

– Y aquí está lo raro. -Daley se lamió los labios-. DiBartola hace lo más sencillo: comprueba el tac.

– Como tú.

– Exactamente como yo.

– ¿A qué te refieres?

– Consigue un resultado. -Daley se acercó-. Rocky Conwell pasó por el peaje de la salida dieciséis de la autopista de Nueva York. Exactamente a las diez y veintiséis de la noche de ayer.

Perlmutter lo miró fijamente.

– Sí, ya lo sé. La misma hora y el mismo lugar que Jack Lawson. Perlmutter examinó el informe.

– ¿Estás seguro? ¿DiBartola no habrá introducido por error el mismo número que nosotros o algo así?

– Lo he comprobado dos veces. No hay error posible. Conwell y Lawson pasaron por el peaje a la misma hora. Tenían que ir juntos.