Allí seguía Jack Lawson.
Wu se acomodó en el asiento del conductor. Tenía un plan.
Charlaine tuvo una premonición en cuanto vio al policía salir del coche.
Para empezar, iba solo. Había supuesto que acudirían dos, una pareja, influida también por la tele: Starsky y Hutch, Adam-12, Briscoe y Green. En ese momento comprendió que había cometido un error. Al llamar por teléfono, se había mostrado demasiado tranquila. Debería haber dicho que había visto algo amenazador, algo terrible, para que se presentasen más alertas, más preparados. En lugar de eso, había causado la impresión de ser una vecina fisgona, una chiflada que no tenía nada mejor que hacer que llamar a la policía por cualquier nimiedad.
El lenguaje corporal del policía no era el que correspondía. Caminó con parsimonia hacia la puerta, relajado y tranquilo, sin la menor preocupación. Charlaine no veía la puerta principal desde donde estaba, sólo el camino de entrada. Cuando el agente desapareció, Charlaine sintió un nudo en el estómago.
Pensó lanzarle un grito de advertencia. El problema era -aunque parezca extraño- las nuevas ventanas Pella que habían instalado el año anterior. Se abrían verticalmente mediante una manivela. Para cuando hubiera corrido los dos pestillos y accionado la manivela, bueno, ya habría perdido de vista al agente. Y de hecho, ¿qué podía gritar? ¿Qué clase de advertencia? En definitiva, ¿qué sabía ella?
Así que esperó.
Mike estaba en casa, abajo, en la leonera, viendo un partido de los Yankees en YES Network. La noche dividida. Ya nunca veían la televisión juntos. Él la sacaba de quicio con tanto zapping. No les gustaban los mismos programas. Pero en realidad Charlaine no creía que ése fuera el problema. Podía ver cualquier cosa. Aun así, Mike ocupaba la leonera y ella el dormitorio. Los dos veían la televisión solos, a oscuras. Tampoco sabía cuándo había empezado eso.
Los niños habían salido -el hermano de Mike los había llevado al cine-, pero cuando estaban, se encerraban en sus habitaciones. Charlaine intentaba limitar el tiempo de navegación por Internet, pero era imposible. Cuando era joven, los amigos se pasaban horas hablando por teléfono. Ahora cruzaban mensajes por Messenger y hacían quién sabía qué por Internet.
En eso se había convertido su familia: en cuatro entidades separadas y a oscuras, que se relacionaban sólo cuando era necesario.
Vio la luz encenderse en el garaje de Sykes. Tras la ventana, la que tenía la cortina de encaje fino, Charlaine percibió una sombra. Movimiento. En el garaje. ¿Por qué? El agente de policía no tenía por qué estar allí. Cogió el teléfono y marcó el 911 al tiempo que se encaminaba hacia la escalera.
– He llamado hace un rato -dijo a la telefonista del 911.
– ¿Sí?
– Porque habían entrado a robar en la casa de mi vecino.
– Ya ha ido un agente.
– Sí, lo sé. Lo he visto llegar.
Silencio. Se sintió estúpida.
– Creo que es posible que haya sucedido algo.
– ¿Qué ha visto?
– Creo que es posible que lo hayan atacado. A su agente. Por favor, envíe a alguien rápido.
Colgó. Cuantas más explicaciones diera, más tontas parecerían.
Se oyó el chirrido familiar. Charlaine sabía qué era. La puerta eléctrica del garaje de Freddy. Ese hombre le había hecho algo al policía. Y ahora iba a huir.
Fue entonces cuando Charlaine decidió actuar de una manera realmente absurda.
Volvió a pensar en esas heroínas delgadas como escobas, esas descerebradas, y se preguntó si alguna de ellas, siquiera la más idiota, había cometido alguna vez semejante estupidez. Lo dudaba. Sabía que cuando volviera la vista atrás y recordara la elección que estaba a punto de hacer -eso suponiendo que sobreviviese-, se reiría y tal vez, sólo tal vez, respetaría un poco más a las protagonistas que entran en una casa a oscuras en bragas y sostén.
La cuestión era ésta: el asiático se disponía a huir. Había agredido a Freddy. Había agredido al agente, de eso no le cabía duda. Para cuando llegara la policía, él ya se habría largado. No lo encontrarían. Sería demasiado tarde.
Y si se escapaba, ¿qué pasaría luego?
La había visto. Charlaine estaba segura. Junto a la ventana. Y con toda probabilidad había deducido que quien había avisado a la policía era ella. Freddy podía estar muerto. Y el policía también. ¿Quién era el único testigo que quedaba?
Charlaine.
Volvería a por ella, ¿no? Y si no volvía, aun cuando la dejase en paz… bueno, como mínimo ella viviría con ese miedo. Estaría intranquila por las noches. De día lo buscaría entre la multitud. Quizás él simplemente desearía vengarse. Quizás iría a por Mike o los niños…
No lo permitiría. Tenía que impedirlo.
¿Cómo?
Querer evitar su fuga estaba muy bien, pero debía ser realista. ¿Qué podía hacer? En la casa no había una pistola. Charlaine no podía salir corriendo, saltar por detrás de él e intentar arañarle los ojos. No, tenía que obrar con más inteligencia.
Tenía que seguirlo.
A primera vista parecía ridículo, pero era la solución lógica: si ese hombre se escapaba, ella sería presa del miedo. Un terror puro, no adulterado, probablemente interminable hasta que lo cogieran, lo que tal vez no ocurriría nunca. Charlaine le había visto la cara a ese hombre. Le había visto los ojos. No podría vivir con eso.
Si analizaba las alternativas, «ir tras sus pasos» -como decían en televisión- tenía sentido. Lo seguiría con su coche. Mantendría las distancias. Llevaría el móvil. Podría informar a la policía de su paradero. El plan no requería tener que seguirlo mucho tiempo, sólo hasta que la policía la relevara. En ese momento, si no actuaba, sabía qué sucedería: llegaría la policía y el asiático ya no estaría en la casa.
No le quedaba otra opción.
Cuanto más lo pensaba, menos descabellado le parecía. Estaría en un coche en movimiento. Conduciría tranquilamente detrás de él. Permanecería en contacto con una telefonista del 911 por el móvil.
¿Acaso no era eso más seguro que dejarlo escapar?
Bajó corriendo por la escalera.
– ¿Charlaine?
Era Mike. Estaba allí, en la cocina, comiendo galletas de mantequilla de cacahuete junto al fregadero. Charlaine se detuvo un momento. Mike le escrutó el rostro como sólo él podía hacerlo, como sólo él había hecho. Charlaine se acordó de sus tiempos en Vanderbilt, cuando se enamoraron. La manera en que él la miraba entonces, la manera en que la miró ahora. En aquella época era más delgado y apuesto. Pero la mirada, los ojos, eran los mismos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Mike.
– Tengo… -Calló, recobró el aliento-. Tengo que ir a un sitio.
Esos ojos. Perspicaces. Charlaine se acordó de cuando lo conoció, un día soleado en el Centennial Park de Nashville. ¿Qué distancia habían recorrido? Mike todavía veía dentro de ella. Todavía veía en ella como nadie lo había hecho. Por un momento Charlaine fue incapaz de moverse. Pensó que iba a echarse a llorar. Mike tiró las galletas al fregadero y se dirigió hacia ella.
– Conduzco yo -dijo Mike.