Изменить стиль страницы

17

Grace se quedó mirando el titular.

– ¿Lo asesinaron?

Cora asintió.

– ¿Cómo?

– Bob Dodd recibió un tiro en la cabeza delante de su mujer. Al estilo del hampa, dicen, sea lo que sea eso.

– ¿Detuvieron al autor del disparo?

– No.

– ¿Cuándo fue?

– ¿Cuándo lo asesinaron?

– Sí, ¿cuándo?

– Cuatro días después de llamarlo Jack.

Cora volvió al ordenador. Grace pensó en la fecha.

– No pudo ser Jack.

– Ya.

– Sería imposible. Jack no ha salido del estado desde hace más de un mes.

– Eso dices tú.

– ¿Qué insinúas?

– Nada, Grace. Estoy de tu lado, ¿vale? Tampoco yo creo que Jack haya matado a nadie, pero seamos realistas.

– ¿O sea?

– O sea, déjate de tonterías como eso de «no ha salido del estado». New Hampshire no es California. En coche te plantas allí en cuatro horas, y en avión, en una.

Grace se frotó los ojos.

– Y otra cosa -prosiguió Cora-. Ya sé por qué sale como Bob en lugar de Robert.

– ¿Por qué?

– Es periodista. Es el nombre con el que firma. Bob Dodd. Google da ciento veintiséis resultados con su nombre en los últimos tres años para el New Hampshire Post. En la necrológica lo describían como… a ver dónde estaba… «un periodista de investigación obstinado, famoso por sus revelaciones polémicas»; como si la mafia de New Hampshire se lo hubiera cargado para cerrarle la boca.

– ¿Y no crees que haya sido eso?

– ¿Quién sabe? Pero, después de echar una ojeada a sus artículos, tengo la impresión de que Bob Dodd era más bien uno de esos periodistas defensores de los desvalidos, ya sabes: encontraba a técnicos de lavavajillas que timan a viejas, fotógrafos de bodas que se esfuman con la paga y señal, cosas así.

– Quizás alguien se cabreó con él.

– Sí, es posible -respondió Cora con voz monótona-. Pero ¿crees que es casualidad que Jack llamase a ese tío antes de morir?

– No, eso no ha sido casualidad. -Grace intentaba asimilar lo que oía-. Espera.

– ¿Qué?

– Esa foto. Había cinco personas. Dos mujeres, tres hombres. Es una posibilidad entre mil…

Cora ya estaba tecleando.

– Pero ¿a lo mejor Bob Dodd es una de ellas?

– Hay buscadores de imágenes, ¿no? -preguntó Grace.

– Estoy en ello.

Los dedos volaron, el cursor señaló, el ratón se desplazó. Salieron dos páginas, con un total de doce imágenes para Bob Dodd. La primera mostraba a un cazador llamado igual que vivía en Wisconsin. En la segunda página -el decimoprimer resultado-, encontraron una foto de una mesa tomada en una función benéfica en Bristol, New Hampshire.

Bob Dodd, un periodista del New Hampshire Post, era el primero de la izquierda.

No tuvieron que examinarla con detenimiento. Bob Dodd era afroamericano. Todas las personas de la foto misteriosa eran blancas.

Grace frunció el entrecejo.

– De todos modos tiene que haber una relación.

– Déjame ver si encuentro su curriculum. A lo mejor fueron a la universidad juntos o algo así.

Alguien llamó a la puerta suavemente. Grace y Cora se miraron.

– Es tarde -dijo Cora.

Volvieron a llamar, otra vez con delicadeza. Había un timbre. Quien fuera había preferido no usarlo. Debía de saber que Grace tenía hijos. Grace se levantó y Cora la siguió. Al llegar a la puerta, encendió la luz exterior y miró por la ventana junto a la puerta. Tendría que haberse sorprendido más, pero tal vez, pensó, estaba curada de espanto.

– ¿Quién es? -preguntó Cora.

– El hombre que cambió mi vida -contestó Grace en un susurro.

Abrió la puerta. Jimmy X estaba en la entrada con la vista baja.

Wu tuvo que sonreír.

Esa mujer. En cuanto Wu vio las luces de la sirena, lo entendió todo. El ingenio de esa mujer era admirable e irritante a la vez.

Pero no había tiempo para eso.

¿Qué hacer…?

Jack Lawson estaba atado en el maletero. En ese momento Wu comprendió que debía haber huido en cuanto vio el guardallaves. Otro error. ¿Cuántos más podía permitirse?

Minimizar los daños. Ése era ahora el objetivo. Era imposible prevenirlo todo; o sea, todos los daños. De ésta saldría sin duda perjudicado. Tendría un coste para él. Sus huellas dactilares estaban en la casa. La vecina debía de haber dado a la policía una descripción. Encontrarían a Sykes, vivo o muerto. Tampoco podía hacer nada para evitarlo.

Conclusión: si lo cogían, lo meterían en la cárcel durante mucho tiempo.

El coche de la policía se detuvo en el camino de entrada.

Wu pasó a la táctica de supervivencia. Corrió escalera abajo. Por la ventana vio detenerse el coche patrulla. Ya era de noche, pero la calle estaba bien iluminada. Salió un hombre negro y alto. Se puso la gorra de policía. Llevaba la pistola en la funda.

Eso era buena señal.

En cuanto el policía negro apenas había llegado al camino, Wu abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¿En qué puedo ayudarlo, agente?

El policía no sacó el arma. Wu ya contaba con eso. Aquello era un barrio de familias que entraba en el amplio espectro conocido en Estados Unidos como «zonas residenciales». Un agente de la policía de Ho-Ho-Kus debía de responder a varios centenares de posibles allanamientos de morada a lo largo de su carrera. La mayoría, si no todos, eran falsas alarmas.

– Hemos recibido una llamada acerca de un posible robo -dijo el agente.

Wu frunció el entrecejo, simulando desconcierto. Avanzó un paso pero mantuvo las distancias. «Todavía no -pensó-. No te muestres amenazador.» Los movimientos de Wu eran intencionadamente parcos, para marcar un ritmo lento.

– Ah, ya sé. Me he olvidado la llave. Alguien ha debido de verme entrar por detrás.

– ¿Vive usted aquí, señor…?

– Chang -dijo Wu-. Sí. Ah, pero no es mi casa, si se refiere a eso. Es de mi colega, Frederick Sykes.

Wu se arriesgó a dar otro paso.

– Ya veo. ¿Y ese señor Sykes está…?

– Arriba.

– ¿Podría verlo, por favor?

– Claro, pase. -Wu le dio la espalda al agente y, volviéndose hacia la escalera, gritó-: ¿Freddy? Freddy, ponte algo. Ha venido la policía.

Wu no tuvo que darse la vuelta. Sabía que el negro alto se acercaba por detrás. Sólo estaba a cinco metros. Wu entró en la casa.

Sostuvo la puerta abierta y dirigió al agente lo que consideró una sonrisa afeminada. El agente -según la placa se llamaba Richardson- caminaba hacia la puerta.

Cuando sólo estaba a un metro, Wu atacó.

El agente Richardson había vacilado, tal vez porque intuyó algo, pero era demasiado tarde. El golpe, asestado con la palma de la mano, impactó de pleno en su vientre. Richardson se dobló como una silla plegable. Wu se acercó más. Pretendía incapacitarlo. No quería matar.

Un policía herido genera calor. Un policía muerto sube la temperatura diez veces más.

El policía estaba doblado por la cintura. Wu le golpeó las piernas por detrás. Richardson cayó de rodillas. Wu empleó una técnica de presión en un punto. Hundió los nudillos de los dedos índices a ambos lados de la cabeza de Richardson, introduciéndolos en la cavidad del oído por debajo del cartílago, una zona llamada Calentador Triple 17. Hay que saber encontrar el ángulo adecuado. Si se aprieta demasiado, se puede matar a alguien. Se requiere mucha precisión.

Richardson puso los ojos en blanco. Wu lo soltó. Richardson se desplomó como un títere con los hilos cortados.

El desmayo no duraría. Wu cogió las esposas prendidas del cinturón y le sujetó la muñeca al poste de la barandilla de la escalera. Le arrancó la radio del hombro.

Wu se acordó de la vecina. Estaría vigilando.

Con toda seguridad volvería a llamar a la policía. Consideró la opción, pero no tenía tiempo. Si intentaba atacarla, ella lo vería y cerraría la puerta con llave. Tardaría demasiado. Lo mejor que podía hacer era aprovechar el factor tiempo y sorpresa. Corrió al garaje y entró en el monovolumen de Jack Lawson. Comprobó la carga en el maletero.