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– Ya he escrito la estrofa del hockey para mi poema.

Grace respondió con una vaguedad, algo sobre una urgencia en el trabajo. Los niños la miraron con suspicacia.

– Me encantaría oír el poema -dijo Grace.

Emma sacó su diario con desgana.

Palo de hockey, palo de hockey,
¿te gusta marcar?
Cuando golpeas el disco,
¿te entran ganas de brincar?

Emma alzó la vista. Grace exclamó «¡Guau!» y aplaudió, pero no se le daba tan bien mostrar entusiasmo como a Jack. Se despidió de los dos con un beso de buenas noches y bajó. La botella de vino estaba abierta. Cora y ella empezaron a beber. Echaba de menos a Jack. Hacía menos de veinticuatro horas que se había ido -se había ausentado por viajes de trabajo más largos muchas veces- y sin embargo tenía la sensación de que la casa se le caía encima. Era como si hubiese perdido algo de manera irreparable. La añoranza de él ya se había convertido en un dolor físico.

Grace y Cora bebieron un poco más. Grace pensó en sus hijos.

Pensó en una vida, toda una vida, sin Jack. Haríamos cualquier cosa para proteger a nuestros hijos del dolor. Perder a Jack sin duda destrozaría a Grace. Pero eso no era lo grave. Ella lo sobrellevaría. Su dolor, sin embargo, no sería nada en comparación con lo que significaría para esos dos niños que estaban allí arriba despiertos -lo sabía-, intuyendo que ocurría algo.

Grace miró las fotos que decoraban las paredes.

Cora se acercó a ella.

– Es un buen hombre.

– Ya.

– ¿Estás bien?

– Demasiado vino -contestó Grace.

– Yo diría que no el suficiente, más bien. ¿Adónde te ha llevado ese mafioso?

– A ver a un grupo de rock cristiano.

– Una primera cita ideal.

– Es una larga historia.

– Soy toda oídos.

Pero Grace negó con la cabeza. No quería pensar en Jimmy X. Se le ocurrió una idea. Le dio vueltas y dejó que se asentara.

– ¿Qué? -preguntó Cora.

– A lo mejor Jack hizo más de una llamada.

– ¿Además de la que hizo a su hermana, quieres decir?

– Sí.

Cora asintió.

– ¿Tienes cuenta abierta en Internet?

– Tenemos AOL.

– No, me refiero a la factura de teléfono.

– Todavía no.

– Pues qué mejor momento que éste. -Cora se puso en pie. Se tambaleó ligeramente al caminar. El vino las había hecho entrar en calor-. ¿Qué compañía usas para las llamadas interurbanas?

– Cascade.

Estaban otra vez delante del ordenador de Jack. Cora se sentó ante el escritorio, hizo crujir los nudillos y se puso manos a la obra. Encontró la página de Cascade. Grace le facilitó la información necesaria: dirección, número de la seguridad social, tarjeta de crédito.

Dieron una contraseña. Cascade envió un mensaje a la dirección de Jack para confirmar que acababa de solicitar la facturación en línea.

– Listo -dijo Cora.

– No lo entiendo.

– Ya hemos abierto una cuenta para facturación en línea. Acabo de pedirla. Ahora puedes ver y pagar la factura del teléfono por Internet.

Grace miró por encima del hombro de Cora.

– Ésa es la factura del mes pasado.

– Exacto.

– Pero no saldrán las llamadas de anoche.

– Mmm. Voy a pedirlas. También podemos telefonear a Cascade y preguntar.

– No atienden las veinticuatro horas al día. Inconvenientes de la tarifa con descuento. -Grace se acercó a la pantalla del ordenador-. A ver si llamó a su hermana antes de anoche.

Repasó la lista. Nada. Tampoco constaba ningún número desconocido. Ya no le resultaba extraño hacer eso, espiar al marido al que quería y en el que confiaba, cosa que, por supuesto, ya de por sí le resultaba extraña.

– ¿Quién paga las facturas? -preguntó Cora.

– Casi todas Jack.

– ¿La factura del teléfono la envían a casa?

– Sí.

– ¿Y tú la miras?

– Claro.

Cora asintió.

– Jack tiene un móvil, ¿no?

– Sí.

– ¿Y qué hay de esa factura?

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿La miras?

– No, es de él.

Cora sonrió.

– ¿Qué?

– Cuando mi ex me engañaba, usaba el móvil porque yo nunca miraba esas facturas.

– Jack no me engaña.

– Pero es posible que tenga secretos, ¿no?

– Podría ser -admitió Grace-. Bueno, sí, es probable.

– Así que, ¿dónde podría guardar las facturas de su móvil?

Grace buscó en el archivador. Guardaba las facturas de Cascade. Miró en la uve para Version Wireless. Nada.

– No están aquí.

Cora se frotó las manos.

– ¡Uy, qué sospechoso! -Estaba embalada-. Pues imaginemos que ellos hacen lo que nosotras hacemos.

– ¿Y qué hacemos exactamente?

– Supongamos que Jack te esconde algo. Lo más probable es que rompa las facturas en cuanto le llegan, ¿no?

Grace meneó la cabeza.

– Esto es muy raro.

– Pero ¿tengo razón?

– Sí, vale, si Jack tiene secretos conmigo…

– Todo el mundo tiene secretos. Vamos, tú ya lo sabes. ¿Me estás diciendo que todo esto te sorprende?

En circunstancias normales, semejante verdad habría hecho vacilar a Grace, pero no había tiempo para esa clase de licencias.

– Bien, pues supongamos que Jack realmente rompió las facturas del móvil -dijo Grace-. ¿Cómo vamos a conseguirlas?

– Igual que las que acabo de conseguir ahora. Abrimos otra cuenta por Internet, esta vez con Version Wireless. -Cora empezó a teclear.

– ¿Cora?

– Dime.

– ¿Puedo preguntarte una cosa?

– Adelante.

– ¿Cómo sabes hacer todo esto?

– Por experiencia práctica. -Paró de teclear y miró a Grace-. ¿Cómo te crees que me enteré de lo de Adolf y Eva?

– ¿Los espiaste?

– Ajá. Compré un libro llamado Espionaje para idiotas o algo así. Está todo ahí. Quería asegurarme de que tenía todos los datos antes de enfrentarme a ese patético personaje.

– ¿Y qué dijo cuando se lo echaste en cara?

– Que lo sentía. Que no volvería a hacerlo. Que renunciaría a Ivana la de los Implantes y no volvería a verla.

Grace observó teclear a su amiga.

– Lo quieres mucho, ¿verdad?

– Más que a la propia vida. -Sin dejar de teclear, Cora añadió-: ¿Y si abrimos otra botella de vino?

– Sólo si esta noche no conducimos.

– ¿Quieres que me quede aquí a dormir?

– No deberíamos conducir, Cora.

– Trato hecho.

Cuando Grace se puso en pie, sintió que la cabeza le daba vueltas por el vino. Fue a la cocina. Cora a menudo bebía demasiado, pero esa noche Grace se alegraba de poder acompañarla. Abrió otra botella de Lindemans. Como el vino estaba a temperatura ambiente, echó abundante hielo en los vasos. Una torpe solución, sí, pero a las dos les gustaba frío.

Cuando Grace volvió al despacho, la impresora estaba en marcha. Le pasó a Cora un vaso y se sentó. Se quedó mirando el vino y movió la cabeza en un gesto de pesar.

– ¿Qué?

– Por fin he conocido a la hermana de Jack.

– ¿Y?

– O sea, date cuenta. Sandra Koval. Antes ni siquiera sabía cómo se llamaba.

– ¿Nunca le has preguntado a Jack por ella?

– En realidad no.

– ¿Por qué no?

Grace bebió un sorbo.

– No sabría explicarlo.

– Inténtalo.

Alzó la vista y se lo pensó.

– Me pareció que era lo más sano. Ya me entiendes, respetar la intimidad del otro respecto a algunas cosas. Yo huía de algo. Él nunca me presionó por ello.

– ¿Y tú tampoco lo presionaste a él?

– Fue más que eso.

– ¿Qué?

Grace reflexionó.

– Yo nunca entré en todo ese rollo de «no hay secretos entre nosotros». Jack tenía una familia rica y no quería saber nada de ella. Se habían peleado. Eso era lo único que yo sabía.

– ¿De qué eran ricos?

– ¿A qué te refieres?

– ¿A qué se dedican?

– Es una sociedad de cartera o algo así, una empresa que fundó el abuelo de Jack. Tienen fondos fiduciarios, opciones y acciones con derecho a voto, cosas por el estilo. No son Onassis, pero no les va mal, supongo. Jack no quiere saber nada. No vota. Se niega a tocar el dinero. Llegó a un acuerdo para que el fideicomiso pase a la siguiente generación.