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Jimmy no se movió.

– Los Who. Cuando hubo esa desbandada en Cincinnati, lo superaron. Y los Rolling Stones, cuando el Ángel del Infierno mató a un tío en su concierto. Siguen tocando. Entiendo que quieras desaparecer por un tiempo, un año o dos…

Jimmy desvió la mirada hacia la derecha.

– Debería irme.

Se puso en pie.

– ¿Piensas desaparecer otra vez? -preguntó ella.

Él vaciló y luego se metió la mano en el bolsillo. Sacó una tarjeta y se la dio. Sólo había diez dígitos.

– No tengo una dirección ni nada, sólo un número de móvil.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta. Grace no lo siguió. En circunstancias normales, lo habría presionado, pero al final su visita fue un aparte, un aparte no muy importante tal y como estaban las cosas. Su pasado ejercía una atracción especial, nada más. Sobre todo ahora.

– Cuídate, Grace.

– Tú también, Jimmy.

Se quedó sentada en la leonera, sintiendo que el cansancio empezaba a pesarle en los hombros, y se preguntó dónde estaría Jack en esos momentos.

En efecto, condujo Mike. El asiático les llevaba un minuto de ventaja, pero lo bueno de su intrincada urbanización llena de calles sin salida, casas unifamiliares y jardines frondosos -esa maravillosa y serpenteante zona residencial- era que en realidad sólo había una vía de entrada y salida.

En esa parte de Ho-Ho-Kus, todas las calles conducían a Hollywood Avenue.

Charlaine puso al corriente a Mike lo más rápido que pudo. Se lo contó casi todo, cómo había mirado por la ventana, había visto al hombre y se había olido algo raro. Mike no la interrumpió. Su historia tenía lagunas considerables. Por ejemplo, para empezar, omitió el motivo por el que estaba mirando por la ventana. Mike debió de notar esas lagunas, pero en ese momento las pasó por alto.

Charlaine observó su perfil y se retrotrajo al día en que se conocieron. Ella estaba en primero en la Universidad de Vanderbilt. Había un parque en Nashville, no lejos del campus, con una reproducción del Partenón de Atenas. Construido originariamente en 1897 para la Exposición Internacional, se consideraba que la estructura era la imitación más realista del mundo de las famosas ruinas de la Acrópolis. Si alguien quería ver cómo era el Partenón en su momento de máximo esplendor, iba a Nashville, Tennessee.

Estaba ella allí sentada un cálido día de otoño, con sólo dieciocho años, contemplando el edificio, imaginando cómo debía de ser la vida en la Antigua Grecia, cuando una voz dijo:

– No sirve, ¿verdad?

Se volvió. Mike tenía las manos en los bolsillos. Estaba guapísimo.

– ¿Perdón?

Él se acercó un paso, con un asomo de sonrisa en los labios, moviéndose con una seguridad que a ella le gustó. Mike señaló la enorme estructura con la cabeza.

– Es una réplica exacta, ¿no? La miras, y eso es lo que veían los grandes filósofos como Platón y Sócrates, y sólo se me ocurre pensar -se interrumpió y encogió de hombros-: ¿No hay nada más?

Ella le sonrió. Vio que él abría los ojos y supo que la sonrisa había surtido efecto.

– No deja nada a la imaginación -dijo ella.

Mike ladeó la cabeza.

– ¿A qué te refieres?

– Ves las ruinas del auténtico Partenón e intentas imaginar cómo fue. Pero la realidad, que es esto, nunca estará a la altura de lo que evoca la mente.

Mike movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento mientras lo pensaba.

– ¿No te parece? -preguntó ella.

– Yo tenía otra teoría -dijo Mike.

– Me gustaría oírla.

Se acercó más y se agachó.

– No hay fantasmas.

Ahora fue ella quien ladeó la cabeza.

– Necesitas la historia. Necesitas a la gente en sandalias paseándose por ahí. Necesitas los años, la sangre, las muertes, el sudor de… ¿cuánto?… cuatrocientos años antes de Cristo. Sócrates nunca rezó ahí dentro. Platón no discutió junto a sus puertas. Las reproducciones no tienen fantasmas. Son cuerpos sin alma.

La joven Charlaine volvió a sonreír.

– ¿Eso se lo dices a todas?

– De hecho, es nuevo. Lo estoy probando. ¿Funciona?

Ella levantó la mano, con la palma hacia abajo, y la movió hacia un lado y hacia el otro.

– Más o menos.

Desde ese día Charlaine no había vuelto a estar con otro hombre. Durante años volvieron al Partenón falso para celebrar su aniversario. Ése había sido el primer año que no iban.

– Allí está -dijo Mike.

El Ford Windstar se dirigía hacia el oeste por Hollywood Avenue para coger la Carretera 17. Charlaine hablaba otra vez con una telefonista del 911. Por fin la tomaba en serio.

– Hemos perdido el contacto por radio con el agente en el lugar de los hechos -dijo.

– Va a tomar la Carretera Diecisiete dirección sur por la salida de Hollywood Avenue -informó Charlaine-. Conduce un Ford Windstar.

– ¿Matrícula?

– No la veo.

– Tenemos agentes acudiendo a los dos sitios. Ya pueden abandonar la persecución.

Charlaine apartó el teléfono.

– ¿Mike?

– De acuerdo.

Charlaine se reclinó en el asiento y pensó en su propia casa, en los fantasmas, en los cuerpos sin alma.

Eric Wu no se sorprendía fácilmente.

Cuando vio que lo seguían la mujer de la casa y ese hombre que supuso que era su marido… Desde luego nunca lo habría previsto. Se preguntó cómo afrontarlo.

Esa mujer.

Ella le había tendido la trampa. Lo estaba siguiendo. Había llamado a la policía. Habían enviado a un agente. Wu sabía que volvería a llamar.

Sin embargo, había contado con poner suficiente distancia entre él y la casa de Sykes antes de que la policía respondiera a su llamada. Cuando se trataba de rastrear vehículos, la policía distaba mucho de ser omnipotente. Bastaba con ver lo sucedido con el francotirador de Washington unos años atrás. Tenían centenares de agentes. Tenían controles de carretera. Y durante un tiempo vergonzosamente largo fueron incapaces de encontrar a los dos aficionados.

Si Wu lograba alejarse unos cuantos kilómetros, estaría a salvo.

Pero ahora tenía un problema.

Esa mujer otra vez.

Esa mujer y su marido lo seguían. Comunicarían a la policía hacia dónde iba, en qué carretera estaba, qué dirección tomaba. No conseguiría poner distancia suficiente entre él y las autoridades.

Conclusión: Wu tenía que detenerlos.

Vio el cartel del centro comercial Paramus Park y tomó la salida que pasaba por encima de la autopista. La mujer y su marido lo siguieron. Era ya entrada la noche. Las tiendas estaban cerradas, el aparcamiento vacío. Wu entró. La mujer y su marido mantuvieron la distancia.

Eso estaba bien.

Porque había llegado el momento de desafiarlos.

Wu tenía una pistola, una Walther PPK. No le gustaba usarla. No porque se anduviera con remilgos. Simplemente prefería utilizar las manos. Con la pistola se defendía; con las manos era un experto. Las controlaba perfectamente. Formaban parte de él. Con una pistola había que confiar en la mecánica, en una fuente exterior. Eso a Wu no le gustaba.

Pero entendía la necesidad.

Detuvo el coche. Comprobó que la pistola estaba cargada. No había echado el seguro del coche. Abrió, salió del vehículo y apuntó.

– ¿Qué coño está haciendo? -preguntó Mike.

Charlaine vio el Ford Windstar entrar en el aparcamiento del centro comercial. No había más coches. El aparcamiento estaba bien iluminado, bañado por el resplandor fluorescente de los centros comerciales. Vio más adelante establecimientos de Sears, Office Depot, Sports Authority.

El Ford Windstar se detuvo.

– No te acerques -dijo ella.

– Estamos en un coche cerrado, con el seguro puesto -dijo Mike-. ¿Qué puede hacernos?

El asiático se movía con desenvoltura y agilidad, y sin embargo también lo hacía con calma, como si hubiera planeado con cuidado cada movimiento de antemano. Era una combinación extraña, esa manera de moverse, casi inhumana. Pero en ese momento se hallaba junto al coche, totalmente inmóvil. Levantó un brazo, sólo el brazo, el resto permaneció tan quieto que parecía una ilusión óptica.