Marima, cómo me gustaría que sintieras lo que siento. ¿Acaso para ti África es un mero nombre, una tierra como cualquier otra, un continente del que se habla en los periódicos y los libros, un lugar que se cita porque está en guerra? En Niza, en tu habitación de la ciudad universitaria con su nombre angelical, estás al margen, no hay nada que preserve el hilo. Cuando estalló la guerra civil, hace un año, y empezó a hablarse de Biafra, ni siquiera tenías muy claro dónde estaba, no acababas de entender que era la tierra donde has nacido.

No obstante, has tenido que sentir un escalofrío, un estremecimiento, como si algo muy antiguo y secreto se hiciera pedazos en tu interior. Puede que hayas recordado lo que un día te escribí, por tu cumpleaños, en una carta que te envié desde Inglaterra, que allí, en Onitsha, uno pertenece a la tierra en que fue concebido, y no a aquella que lo vio nacer. En tu habitación de la ciudad universitaria, desde donde se ve muy bien el mar, al mirar el tormentoso cielo, tal vez has pensado que se trataba de la misma lluvia que caía sobre las ruinas de Onitsha.

Me hubiera gustado decirte más, Marima. Me hubiera gustado ir allí, como Jacques Languillaume, que murió a los mandos del Superconstellation intentando franquear el bloqueo para llevar medicinas y víveres a los insurrectos, estar allí como el padre James en Ututu, tan cerca de Aro Chuku. Me hubiera gustado estar en Aba cercada, no en testigo, sino para tender la mano a los que caen, dar de beber a los moribundos. Me he quedado aquí, lejos de Onitsha. Puede que me haya faltado valor, puede que no haya sabido actuar, que de todos modos fuera demasiado tarde. Desde hace un año no he dejado de pensar en ello, no he cesado de ver en mi mente todo lo que iban arrancando y destruyendo. Los periódicos, las noticias de la BBC son lacónicos. Las bombas, las aldeas arrasadas, los niños que mueren de hambre en los campos de batalla se despachan en unas pocas líneas. En Umahia, Okigwi, Ikot Ekpene, las fotos de los niños fulminados por el hambre, sus caras hinchadas, sus ojos agrandados. La muerte tiene un nombre sonoro y aterrador, Kwashiorkor. Es el nombre que le han asignado los médicos. Antes de morir, a los niños les cambia el color del pelo, su piel reseca se cuartea igual que el pergamino. Por el control de algunos pozos de petróleo se han cerrado para ellos las puertas del mundo, las puertas de los ríos, las islas del mar, las riberas. Sólo les queda la selva, vacía y en silencio.

No he olvidado nada, Marima. Ahora mismo, desde tan lejos, aspiro el olor del pescado frito al borde del río, el olor del ñame y el fufú. Cierro los ojos y tengo en la boca el dulcísimo sabor de la sopa de cacahuete. Aspiro el lento aroma de las humaredas que se elevan al atardecer sobre el herbazal, oigo los gritos de los niños. ¿Es que todo ello ha de desaparecer para siempre?

Ni un solo instante he dejado de ver Ibusun, el herbazal, los techos de chapa que el sol recalienta, el río con las islas, Jersey, Brokkedon. Incluso lo que había olvidado ha vuelto a aflorar en el momento de la destrucción, como esa apresurada secuencia de imágenes que al parecer entrevén los ahogados en el momento de hundirse. A ti te lo doy, Marima, a ti que no has tenido el menor conocimiento de ello, a ti que naciste en esa tierra roja donde ahora corre la sangre, y que sé que no volveré a ver.

Primavera de 1969

El tren circula hacia el sur en la fría noche. Fintan tiene la extraña impresión de estar de vacaciones, como si viniera del corazón del invierno y, a la llegada, el alba fuera a ser cálida y húmeda, penetrada del ruido de los insectos y los olores de la tierra. En el último trayecto en moto entre Bath y Bristol, la carretera estaba obstruida por amontonamientos de nieve. En el parque del colegio, los desnudos árboles estaban rígidos por el hielo. Hacía tanto frío que, pese a los periódicos que llevaba doblados bajo la ropa, Fintan tenía la sensación de que el viento le perforaba el pecho. Pero el cielo estaba azul. La naturaleza se mostraba muy hermosa, muy pura y hermosa.

Todo se decidió con gran celeridad. Fintan llamó por teléfono, dijo a Maou maquinalmente, como siempre: «Hola, ¿qué tal?» Maou tenía una voz muy rara, ahogada. Ella, que no quería nunca dramatizar lo más mínimo a propósito de la enfermedad de Geoffroy, le contestó: «Mal, fatal. Está muy débil, ya no come ni bebe. Está a punto de morir.»

Fintan anunció su baja al director del colegio. No sabía cuándo regresaría. Jenny lo acompañó a la estación. Allí estaba, bien firme en el andén, con sus mejillas sonrosadas, sus ojos azules; tenía en verdad todo el aspecto de una buena chica. Fintan estaba conmovido, pensaba que quizá no volviera a verla nunca más. El tren se puso en marcha, ella besó a Fintan muy fuerte en los labios.

En la noche, cada sacudida de los bogies sobre las agujas lo acerca a Opio. Es el tren que ha cogido todos los veranos en dirección al sur para reunirse con Marima y Maou, para ver a Geoffroy de nuevo. Medir en sus semblantes el tiempo transcurrido. Ahora todo es distinto. Es como una luz que deja de brillar. Geoffroy se muere.

Fintan piensa en la estrecha carretera que sube desde Valbonne, a la clara luz de la mañana. La casa está en equilibrio al fondo de un vallejo, en lo alto de los bancales En la parte baja del terreno se encuentra, en estado casi ruinoso, el gallinero. Maou, al llegar, instaló series de gallinas y pollos, llegó a tener más de cien. Una vez que cayó enfermo Geoífroy, dejó de ocuparse de la cría, ya no le queda más que una decena de gallinas. Varias son viejas y estériles. Son apenas útiles para vender algunos huevos a los vecinos. Está también esa vieja gallina negra de despeluzadas plumas que sigue como un perro a Maou por todas partes y le salta al hombro, e intenta picotearle su diente de oro.

Maou sigue siendo bella. Su pelo es gris, el sol y el viento le han surcado de arrugas las comisuras de los ojos, de los labios. Se le han endurecido las manos. Dice que se ha transformado en lo que siempre quiso ser, una campesina italiana. Una mujer de Santa Anna.

Ya no escribe por la tarde en sus cuadernos escolares esos largos poemas que recuerdan cartas. Cuando Geoffroy y ella partieron hacia el sur de Francia con Marima, hace más de quince años, Maou entregó todos sus cuadernos a Fintan, en un sobre grande. En el sobre anotó las ninnenanne que tanto gustaban a Fintan, la de la Befana y el Uomo nero, la del puente del Stura. Fintan fue leyendo todos los cuadernos, uno tras otro, durante un año. Después de tanto tiempo aún se sabe páginas de memoria.

Por medio de uno de esos cuadernos, Fintan descubrió el secreto del nacimiento de Marima, su anuncio por la mantis religiosa, y su pertenencia al río a orillas del cual había sido concebida. Hurgando bien en su memoria logró dar incluso con el día en que ocurrió, durante las lluvias.

En el cuarto, con las persianas echadas para evitar la luz de la tarde, Geoffroy está tendido en la cama. Su macilento rostro está ya minado por una muerte cada vez más próxima.

Hace mucho que la esclerosis se ha adueñado de su cuerpo y no puede moverse. No oye los ruidos del exterior, el ruido del viento entre las zarzas, el ruido de la tierra seca que azota las persianas. Una cubierta de plástico, en algún sitio, que aletea.

Lo han devuelto del hospital porque no hay esperanza. La vida aminora su marcha, a pesar del gota a gota que dosifica el suero en su vena. La vida es un agua que se escurre. Maou fue quien decidió que lo devolvieran a casa. Sigue esperando, contra toda razón. Mira el rostro de depurados rasgos, la sombra que pesa sobre los párpados. El hálito es tan liviano que una nimiedad puede anularlo.

Por la mañana viene la enfermera a ayudarla a lavar a Geoffroy, a cambiar los pañales de protección. Baña las úlceras y las escaras con una solución de bórax. Los ojos se mantienen cerrados, los párpados pegados. A veces se forma una lágrima fugitiva en el ángulo interno del ojo, se engarza en las cejas, brilla a la luz. Los ojos parpadean, algo resbala por la cara, una onda, una nube. Cada día Maou habla con Geoffroy. Con el paso del tiempo ya no está muy segura de qué le cuenta. No dice nada importante, habla, eso es todo. Por la tarde llega Marima. Se sienta en la silla de rejilla, junto al lecho, y también habla a Geoffroy. Su voz es muy fresca, tan joven. Puede que la oiga Geoffroy, allí, en esa lejanía donde se desliza su espíritu y se desprende de su cuerpo. Igual que antes, en San Remo, cuando escuchaba la voz de Maou, la música de su desvanecida dicha. «I am so fond of you, Marilu…»