«No quiero ir a África.» Nunca se lo dijo a Maou, ni a la abuela Aurelia, ni a nadie. Al contrario, lo quiso con gran intensidad, hasta arder en deseos, no era ya capaz de conciliar el sueño, en Marsella, en el pisito de la abuela Aurelia. Ardía en deseos, presa de una febril agitación, en el tren que circulaba hacia Burdeos. Ya no quería oír voces, ni ver caras. Era preciso cerrar los ojos, taparse los oídos para que todo resultara fácil. Quería ser alguien distinto, fuerte, que no hablara, llorara o tuviera el corazón palpitante, ni dolores en el vientre.

Hablaría inglés, tendría dos arrugas verticales en el entrecejo, como un hombre, y Maou dejaría de ser su madre. El hombre que esperaba allí, al final del viaje, no sería su padre jamás. Era un desconocido que había escrito unas cartas para que fueran a reunirse con él en África. Era un hombre sin mujer y sin hijo, un hombre al que no conocían, no habían visto nunca, así es que ¿por qué los esperaba? Tenía un nombre, un bello nombre, es cierto, se llamaba Geoffroy Alien. Pero cuando llegaran allí, a la otra punta del viaje, pasarían muy deprisa por el muelle y él no vería nada, no reconocería a nadie, no tendría más remedio que volver a su casa de vacío.

En cubierta, en medio de la noche, se puso a soplar el viento. El viento del océano soplaba bajo las puertas, abofeteaba la cara. Fintan caminaba contra el viento, hacia proa. Las lágrimas de sus ojos eran saladas como las salpicaduras de las olas. Brotaban ahora en libertad debido al viento que arrancaba los pedazos de tierra. La vida en Marsella, en el apartamento de la abuela Aurelia, y antes de eso, la vida en San Martín, la partida al otro lado de las montañas, hacia el valle del Stura, hasta Santa Anna. El viento soplaba, barría, hacía saltar las lágrimas. Fintan caminaba por cubierta, siguiendo la pared metálica, cegado por las bombillas eléctricas, por el negruzco vacío del mar y el cielo. No sentía el frío. Con los pies desnudos, avanzaba aferrándose a la borda, hacia la cubierta ahora desierta de las primeras. Al pasar frente a los camarotes, veía siluetas en las ventanas, a través de las cortinas de muselina, oía voces de mujeres, de risas, música. Al fondo de la cubierta se hallaba el gran salón de las primeras, con gente todavía sentada en las mesas, en sillones rojos, hombres fumando, jugando a las cartas. Delante estaba la cubierta de carga, con las escotillas cerradas, el mástil, el castillo de proa iluminado por una lámpara amarilla, con el agresivo viento y las olas rompiendo en una nube de vapor que brillaba sobre los charcos, como las rachas de la lluvia sobre una carretera. Fintan se pegó con la espalda a la pared, entre las ventanas del salón, y se dedicó a mirar sin moverse, casi sin respirar. Con tanto tiempo de pie, tanto tiempo mirando, tenía la impresión de caer hacia adelante, de que el buque se hundía hacia el fondo del mar. El negruzco vacío del océano y el cielo se le subía a los ojos. Un marinero holandés, llamado Christof, que vino a cubierta por casualidad, descubrió a Fintan en el momento en que iba a desmayarse. Se lo llevó en brazos hasta el salón, y una vez que el segundo de a bordo lo hubo interrogado lo devolvieron al camarote de Maou.

Maou nunca había conocido una felicidad semejante. El Surabaya era un buque agradable, con cubiertas protegidas por donde se podía pasear, tumbarse en una chilena para leer un libro y soñar. Se podía ir y venir con entera libertad. El señor Heylings, el segundo de a bordo, era un hombre alto y fuerte, de tez bastante rojiza, casi calvo, que hablaba francés con soltura. Tras la aventura nocturna de Fintan trabó amistad con el muchacho. Se lo llevó con Maou a visitar la sala de máquinas. Estaba muy orgulloso de las máquinas del Surabaya, de las viejas turbinas de bronce que giraban despacio haciendo un ruido que él comparaba al de un reloj de pared. Les explicó el funcionamiento de los rodajes y las bielas. Fintan se quedó un buen rato admirando las válvulas, que se elevaban alternativamente, y, a través de las lumbreras, los dos ejes de las hélices.

Hacía días que el Surabaya avanzaba por el océano. Un atardecer, el señor Heylings se llevó a Maou y Fintan al puente de mando. Un rosario de islas negras estaba prendido en el horizonte. «Mira: Madeira, Funchal.» Eran nombres mágicos. El barco se aproximaría durante la noche.

Cuando el sol entraba en contacto con el mar, todo el mundo, salvo algunos escépticos, se iba a proa, por donde las primeras, con la ilusión puesta en el rayo verde. Pero cada tarde sucedía lo mismo. En el último instante, el sol se ahogaba en una bruma que parecía surgir del horizonte para eclipsar el milagro.

Eran las veladas que prefería Maou. Ahora que el buque se acercaba a las costas de África reinaba una languidez en el aire, con el crepúsculo, un soplo tibio que acariciaba la cubierta y satinaba el mar. Sentados en chilenas contiguas, Maou y Fintan se hablaban bajito. Era la hora del paseo. Los pasajeros iban y venían, se saludaban. Los Botrou, con quienes compartían mesa en las comidas, una pareja de comerciantes instalada en Dakar. La señora O'Gilvy, mujer de un oficial inglés destinado en Acra. Una joven enfermera francesa llamada Geneviève, y un italiano engominado que era su galán. Una hermanita del Tesino, María, que se dirigía al centro de África, a Níger; tenía un rostro muy liso y ojazos verde agua, una sonrisa infantil. Maou no había conocido antes gente así. Jamás se había imaginado poder un día coincidir con ellos, compartir su aventura. Le dirigía la palabra a todo el mundo, con entusiasmo, tomaba tés, se iba al salón de las primeras después de cenar, se sentaba en aquellas mesas tan blancas en que brillaba la vajilla de plata y los vasos tintineaban al ritmo de las válvulas de bronce.

Fintan escuchaba la cantarína voz de Maou. Le encantaba su acento italiano, pura música. Se quedaba dormido en la silla. El espigado señor Heylings lo cogía en brazos, lo acostaba en la estrecha cama. Al abrir de nuevo los ojos, veía las seis ranuras encima de la puerta del camarote brillando misteriosamente como la primera noche en el mar.

Sin embargo, no se dormía. Con los ojos bien abiertos en la penumbra, se quedaba esperando a Maou. El buque arfaba pesadamente, provocando el crujido de las cuadernas. Entonces Fintan podía hacer memoria. Los detalles del pasado no habían desaparecido. Se hallaban agazapados en la oscuridad, bastaba con fijarse bien, con escuchar bien, y allí estaban. Los herbazales del valle del Stura, los ruidos del verano. Las carreras hasta el río. Las voces de los niños, que gritaban: ¡Gianni! ¡Sandro! ¡Sonia! Las gotas de agua fría por la piel, la luz que se engarzaba en el pelo de Esther. En San Martín, más lejos todavía, el ruido del agua que caía en cascada, el arroyo que galopaba por la calle mayor. Todo ello regresaba, penetraba en el estrecho camarote, poblaba el aire pesado y gris. Luego el buque arrojaba todo a las olas, lo trituraba todo en su estela. La vibración de las máquinas era más poderosa que esos recuerdos; se debilitaban y enmudecían.

Luego se oían risas en el pasillo, la voz clara de Maou, la voz grave y lenta del holandés. Decían: ¡Sss!… La puerta se abría. Fintan apretaba los párpados. Olía el perfume de Maou, escuchaba el fruncimiento de las telas mientras se desvestía en la penumbra. ¡Qué bien se estaba con ella, tan cerca de ella día y noche! Aspiraba el aroma de su piel, de su pelo. Antes, en la habitación, en Italia. De noche, las ventanas cegadas con papel azul, el fragor de los aviones americanos que iban a bombardear Génova. Se apretaba contra Maou, en la cama, escondía la cabeza entre su pelo. Oía su aliento, el ruido de su corazón. Cuando ella se dormía se sentía algo suave, ligero, una corriente de aire, un hálito. Eso es lo que aguardaba con impaciencia.

Se acordaba de cuando la vio desnuda. Fue en el verano, en Santa Anna. Los alemanes estaban muy cerca, se oía el estruendo de los cañones en el valle. En la habitación estaban bajadas las persianas. Hacía calor. Fintan abrió la puerta sin hacer ruido. En la cama estaba acostada Maou, desnuda del todo encima de la sábana. Su cuerpo era inmenso y blanco, delgado, con las costillas marcadas, las negras matas de las axilas, los oscuros botones de los senos, el triángulo del pubis. Reinaba el mismo aire gris que en el camarote, el mismo agobio. De pie ante la puerta entreabierta, Fintan se quedó mirando. Recordaba que le ardía la cara, como si ese cuerpo blanco irradiara calor. Dio luego dos pasos hacia atrás, sin respirar. En la cocina zumbaban las moscas contra los cristales. Además una columna de hormigas recorría la pila, y el grifo de cobre goteaba. ¿Por qué se acordaba de todas estas cosas?