Maou odió esta ciudad desde el primer instante. «¡Mira, Fintan, mira a esa gente! ¡Hay gendarmes por todas partes!» Señalaba a los funcionarios vestidos con trajes almidonados, que llevaban el casco como si fueran de verdad gendarmes. Tenían chalecos y relojes de oro, como en el siglo pasado. También había comerciantes europeos en pantalones cortos, con las mejillas mal afeitadas y una colilla en la comisura de los labios. Y gendarmes senegaleses, de pie, plantados con arrogancia, que vigilaban a la hilera de sudorosos estibadores. «Y este olor, este cacahuete, se agarra a la garganta, no se puede respirar.» Había que moverse, alejarse de los muelles. Maou cogía a Fintan de la mano, tiraba de él hacia los jardines seguida por una retahila de niños mendigos. Interrogaba a Fintan con la mirada. ¿Detestaba también él esta ciudad? Pero era tal la fuerza que radicaba en este olor, en esta luz, en estos rostros sudorosos, en los gritos de los niños; era una especie de vértigo, un campaneo, no quedaba ya espacio para los sentimientos.

El Surabaya era un asilo, una isla. La vuelta devolvía al refugio del camarote, la asfixiante atmósfera gris y la sombra, al ruido del agua al fondo del pasillo, en el cuarto de la ducha. No había ventanas. África, tras tantos días de mar, imprimía mayor fuerza a las pulsaciones.

En los muelles de Dakar no había más que barriles de aceite, y el olor hasta el corazón del cielo; Maou decía que le daban ganas de vomitar. «¡Ah!, ¿por qué este olor tan intenso?» El buque descargaba mercancías, se oía el rechinar del palo, los gritos de los estibadores. De todos modos, cuando salía, Maou se protegía con su sombrilla azul. El sol abrasaba la cara, abrasaba las casas, las calles polvorientas. El señor y la señora Botrou debían tomar el tren para San Luis. Dakar era la caja de resonancia del ruido de los camiones y los autos, las voces infantiles, los aparatos de radio. El cielo estaba henchido de gritos. Y ese olor que no cesaba nunca, semejante a una nube invisible. Hasta las sábanas, la ropa, la misma palma de las manos estaban impregnadas de él. Cielo amarillo, cielo cerrado sobre la gran ciudad, el peso del calor en esta tarde avanzada. Y de repente, como una fuente, delgada, aguda, la voz del almuédano que convocaba a la oración por encima de los tejados de chapa.

Maou ya no aguantaba en el barco. Decidió acompañar a los Botrou hasta San Luis. En la habitación del hotel, mientras suponía a Fintan ocupado jugando en el jardín, Maou se lavaba. Lo hacía de pie, desnuda del todo en la tina de agua fría, en medio del enlosado rojo sangre, y se estrujaba una esponja encima de la cabeza. Las persianas de las altas ventanas filtraban una claridad gris, como antes en la habitación de Santa Anna. Fintan entró con sigilo, miraba a Maou. Era una imagen a la vez muy bella e inquietante, el cuerpo delgado y pálido, las costillas salientes, los hombros y las piernas tan morenos, los senos con pezones de color ciruela, y el ruido del agua que caía en cascada por ese cuerpo de mujer en la penumbra de la habitación, un ruido muy suave de lluvia mientras las manos elevaban la esponja y la exprimían encima de la cabellera. Fintan se quedaba paralizado. El olor a aceite lo invadía todo, incluso esta habitación, había impregnado el cuerpo y el pelo de Maou, tal vez para siempre.

Así es que esto era África, esta violenta y calurosa ciudad, un cielo amarillo donde latía la luz como un pulso secreto. Antes de que regresaran a Dakar, los Botrou invitaron a Maou y a Fintan a Gorea, para visitar el fuerte. En la rada, el bote se deslizaba hacia la oscura línea de la isla. La fortaleza maldita donde los esclavos aguardaban su viaje hacia el infierno. En el centro de las celdas había un canalillo para que corrieran los orines. En las paredes, las argollas donde enganchaban las cadenas. Así es que África era esto, esta sombra cargada de dolor, este olor a sudor en el fondo de las mazmorras, este olor a muerte. Maou sentía repulsión, vergüenza. No quería quedarse en Gorea, quería volver lo antes posible hacia Dakar.

Por la noche Fintan ardía de fiebre. Maou le pasaba las manos por el rostro, frescas, leves. «Bebe tu quinina, bellino, bebe.» El sol seguía abrasando, también de noche, hasta en el fondo del camarote sin ventanas. «A abuela Aurelia quiero volver a verla, ¿cuándo regresaremos a Francia?» Fintan deliraba un poco. En el camarote perduraba el olor acre a cacahuete, y la sombra de Gorea. Había un rumor ahora, el rumor de África. Los insectos revoloteaban alrededor de las lámparas. «Y Christof, ¿se va a morir?»

Se reanudó el ruido de las máquinas, el largo movimiento del oleaje, los crujidos de las cuadernas cada vez que el estrave franqueaba una ola. Era de noche, avanzaban hacia otros puertos, Freetown, Monrovia, Takoradi, Cotonu. Con el movimiento del buque sentía Maou que la fiebre se marchaba, se alejaba gradualmente. Fintan seguía inmóvil en la litera, escuchaba la respiración de Maou, la respiración del mar. El ardor que experimentaba en el fondo de los ojos, en el centro del cuerpo, era el sol suspendido sobre la isla de Gorea, en medio del cielo amarillo, el sol maldito de los esclavos encadenados en sus jaulas, azotados por los capataces de las plantaciones de cacahuete. Se deslizaban suavemente, se alejaban, avanzaban hacia el otro lado del crepúsculo.

Al alba sintieron aquel ruido extraño, inquietante, en la cubierta de proa del Surabaya. Fintan se incorporó para escuchar. Por la puerta entornada del camarote, tras recorrer el pasillo aún iluminado por las bombillas eléctricas, llegaba el ruido, amortiguado, monótono, irregular. Golpes asestados a lo lejos, en el casco del buque. Al poner la mano en la pared del pasillo podían sentirse las vibraciones. Fintan se vistió a todo correr y, descalzo, salió al encuentro del ruido.

En cubierta ya había gente, ingleses vestidos con sus chaquetas de lino blanco, señoras provistas de velos, sombreros. El sol brillaba con fuerza sobre el mar. Fintan caminaba por la cubierta de las primeras; hacia la proa del buque, desde donde podían verse las escotillas. De improviso, como quien se asoma al balcón de un edificio, Fintan descubrió el origen del ruido: toda la cubierta de proa del Surabaya estaba ocupada por negros agachados que martilleaban las escotillas, el casco y las cuadernas para quitar la herrumbre.

El sol salía sobre la costa africana, en el horizonte, inmerso en una especie de halo arenoso. Ya el aire caliente alisaba el mar. Aferrados a la cubierta y a las cuadernas, como a lomos de un animal gigante, los negros descargaban golpes irregulares con sus martillitos puntiagudos. El ruido retumbaba, se apoderaba del buque entero, aumentaba su amplitud sobre el mar y por el cielo, y parecía penetrar la franja de tierra allá en el horizonte, como una dura y pesada música, una música que inundara el corazón y no se pudiera olvidar.

Maou se reunió en cubierta con Fintan. «¿Para qué hacen eso?», preguntó Fintan. «Pobre gente», respondió Maou. Le explicó que los negros se dedicaban a desoxidar el barco para pagar su viaje y el de sus familias hasta el siguiente puerto. Los golpes resonaban con arreglo a un ritmo incomprensible, caótico, como si ellos fueran ahora los encargados de impulsar el Surabaya en medio de este mar.

Iban hacia Takoradi, Lomé, Cotonu, iban hacia Conakry, Sherbro, Lavannah, Edina, Manna, Sinu, Acra, Bonny, Calabar… Maou y Fintan permanecían largas horas en cubierta, mirando la interminable costa, esa oscura tierra que se divisaba en el horizonte y daba paso a estuarios desconocidos, vastísimos, que trasladaba el agua dulce de los ríos hasta el corazón del mar, con troncos y balsas de hierba enmarañados como un montón de serpientes, cual islas emergentes ribeteadas de espuma, cuando el cielo se inundaba de pesadísimos pájaros que volaban sobre la popa del buque, inclinando la cabeza, barriendo con su acerada mirada el buque y los extraños pasajeros que rozaban sus dominios.