ONITSHA

Fintan acechaba los relámpagos. Sentado en la veranda, miraba el cielo por la parte del río, donde venía la tormenta. Cada atardecer igual. Con el crepúsculo, el cielo se oscurecía al oeste, hacia Asaba, por encima de la isla Brokkedon. Desde lo alto de la terraza, Fintan podía vigilar toda la extensión del río, las desembocaduras de los afluentes, Anambara, Omerun, y la gran isla llana de Jersey, cubierta de cañas y árboles. Más abajo, el río iba formando una lenta curva hacia el sur, tan vasta como un brazo de mar, con las inciertas manchas de los islotes, que semejaban balsas a la deriva. La tormenta se arremolinaba. Había en el cielo sangrientas cicatrices, desgarrones. Al poco, con gran rapidez, el negro nubarrón remontaba el río, espantando bandadas de ibis todavía clareadas por el sol.

La casa de Geoffroy estaba situada en un cerro que dominaba el río, un poco más arriba de la ciudad de Onitsha, como en el corazón de un inmenso cruce de cursos de agua. En aquel momento resonaban los primeros truenos, pero aún muy atrás, por la parte de las colinas de Ihni y Munshi, en la selva. El fragor sacudía el suelo con violencia. Hacía mucho calor, mucho bochorno.

La primera vez, Maou estrechó a Fintan contra su pecho, tan fuerte que él sintió en su oído los latidos de su corazón. «Tengo miedo, cuenta conmigo, Fintan, cuenta los segundos…» Le explicó que el ruido corría para atrapar la luz a trescientos treinta y tres metros por segundo. «Cuenta, Fintan, uno, dos, tres, cuatro, cinco…» Antes de llegar a diez, el trueno retumbaba bajo tierra, repercutía en toda la casa, hacía temblar el piso bajo los pies. «Tres kilómetros», decía Fintan. Acto seguido nuevos fulgores rasgaban el cielo, hacían visible con nitidez el agua del gran río, las ondas, las islas, el negro contorno de las palmeras. «Cuenta, uno, dos, no, más despacio, tres, cuatro, cinco…»

Los relámpagos se multiplicaban, surgían entre las nubes, y empezaba a descargar la lluvia, primero un tamborileo espaciado en el techo de chapa, como si rodaran pequeños guijarros por las acanaladuras, y el ruido crecía, se volvía estrepitoso, aterrador. Fintan sentía que se le aceleraba el pulso. Al abrigo de la veranda, miraba la oscura cortina que remontaba el río, igual que una nube, y el fulgor de los relámpagos ya no iluminaba ni las orillas ni las islas. Todo quedaba a merced del agua del cielo, del agua del río, todo quedaba anegado, diluido.

Paralizado en la veranda, Fintan no podía apartar la vista. Aterido, tembloroso. Le costaba respirar, como si la nube le atravesara el cuerpo, le inundara los pulmones.

El estrépito lo invadía todo, hasta el fondo del cielo. El agua se precipitaba desde el techo de chapa en poderosos chorros bombeados como la sangre, se escurría por la tierra, corría colina abajo hacia el río. Agua cayendo, agua fluyendo, eso era todo.

Unos gritos atravesaban el estrépito, sacaban a Fintan de su estupor. Unos niños corrían por el jardín, por la carretera, con sus cuerpos brillando a la luz de los relámpagos. Gritaban el nombre de la lluvia: Ozoo! Ozoo!… Otras voces llegaban desde el interior de la casa. Elijah, el cocinero, y Maou recorrían la casa con cubos en la mano para achicar agua. El techo de chapa tenía fugas por todas parte. Las chapas oxidadas de la veranda se curvaban bajo el peso del agua, y la lluvia saltaba a las habitaciones, color sangre. Geoffroy apareció en la veranda empapado de los pies a la cabeza, con el torso desnudo, mechones de su pelo gris pegados a la frente y los espejuelos de las gafas empañados. Fintan lo miraba perplejo. «Entra, no te quedes afuera.» Maou arrastraba a Fintan hasta la parte trasera de la casa, hasta la cocina, la única pieza a salvo del agua. Ella tenía la mirada vacía. Sus ropas también estaban empapadas, parecía aterrada. Fintan la estrechaba contra él. Contaba por ella, despacio, tras cada cegador destello. «Uno, dos, tres, cuatro…» Un instante después no pudo llegar hasta tres: el estruendo del trueno sacudió la tierra y la casa, todo cuanto era de vidrio, dio la impresión de hacerse añicos. Maou se apretó la cara con las manos, se presionó los ojos con las palmas de las manos.

Al cabo pasó la tormenta. Remontaba el curso del río en dirección a las colinas. Fintan regresó a la terraza. Las islas aparecían de nuevo, chatas y alargadas, verdaderos animales prehistóricos. Se alejó la noche, quedó la luz gris de un crepúsculo. Podía verse en el interior de la casa, se veían los herbazales, las palmas, el dibujo del río. De repente comenzó a hacer calor, y un aire inmóvil y agobiante. Surgía un vaho de la tierra empantanada. El fragor del trueno había desaparecido. Fintan escuchaba las voces, los gritos de los niños, las llamadas: «Aua! Aua!» También ladridos, a lo lejos, por donde la aldea.

Con la noche se pusieron a cantar los sapos. Maou se estremeció al oír que Geoffroy ponía en marcha el motor del V 8. Geoffroy gritó algo, iba a ver los cobertizos, la lluvia había invadido los almacenes de los docks.

Los niños se alejaron de la casa, se seguían oyendo sus voces pero, ocultos en la noche, no se los veía. Fintan bajó de la terraza y echó a andar por las empapadas hierbas. Los relámpagos quedaba ahora lejos, había de vez en cuando un fulgor sobre los árboles, pero ya no se oía el fragor del trueno. El lodo le absorbía ios pies. Fintan se quitó los zapatos y se los colgó del cuello por los cordones, como un salvaje.

Avanzó enmedio de la noche a través de aquel inmenso jardín. Maou estaba acostada en la hamaca, en el gran cuarto vacío. Tiritaba de fiebre, no podía mantener los ojos abiertos. La luz de la lámpara de petróleo de la mesilla le quemaba los párpados. La embargaba la soledad: un hueco en lo más profundo de sí misma que no lograba colmar. O tal vez todo era debido a la amibiasis que la había postrado dos meses después de su llegada a Onitsha. Experimentaba una extrema insensibilidad, una dolorosa lucidez. Sabía lo que llevaba dentro, la devoraba, y no podía hacer nada. Guardaba en su mente cada instante posterior a su llegada a Onitsha, la instalación en la gran casa vacía, apenas aquellas paredes de madera y aquel techo de chapa sostenido por el maderamen que resonaba a cada tormenta. Las hamacas, los catres individuales, amparados por el mosquitero, como en el dormitorio de un internado. Y sobre todo esa incómoda sensación, ese hombre que ahora era un extraño, su rostro endurecido, su pelo gris, su cuerpo delgado y el color de su piel. La felicidad soñada en la cubierta del Surabaya no existía aquí. Y luego qué mirada la de Fintan a su padre, una mirada cuajada de desconfianza y odio instintivo, y la fría cólera de Geoffroy cada vez que Fintan lo desafiaba.

Ahora, en el silencio de la noche poco a poco recobrado, tan sólo alterado por el estridor de los insectos y los alaridos de los sapos, Maou se mecía en su hamaca mientras miraba la luz de la lámpara. Cantaba a media voz en italiano, una cantilena infantil, un estribillo. Se interrumpía, retiraba las manos de la cara, decía una sola vez, sin elevar la voz:

«¿Fintan?»

Oía el eco de su voz en la casa vacía. Geoffroy estaba en el Wharf, Elijah se había marchado a su casa. Pero ¿Fintan? No se atrevía a bajar de la hamaca, andar hasta el pequeño cuarto al fondo del pasillo, ver en medio del cuarto la hamaca vacía colgada de las anillas sujetas en las paredes. Y la ventana abierta de par en par a la negra noche.

Lo recordaba bien, había centrado grandes esperanzas en esta nueva vida, Onitsha, este mundo desconocido, nada se parecería a lo vivido anteriormente, ni cosas, ni gente, ni olores, ni siquiera el color del cielo y el sabor del agua. Tal vez era por el filtro, el gran cilindro de porcelana blanca que Elijah llenaba cada mañana con agua del pozo, que tan fina y blanca salía luego por el grifo de latón. Después se puso enferma, creyó que iba a morirse de fiebre y de diarreas, y ahora el filtro la horrorizaba, el agua salía tan insípida; ella soñaba con fuentes, arroyos helados, como en San Martín.