Avanzaban hacia las lagunas, el cabo Palmas, Cavally, Grand Bassam, el cabo Three Points. Las nubes surgían de la oscurra tierra, cargadas de arena e insectos. Una mañana, el señor Heylings trajo a Fintan, en una gran hoja de papel, un fasmo, inmóvil y fabuloso.

Al alba entraba el Surabaya en la bahía de Takoradi.

La carreta avanzaba por la carretera directamente hacia el mar. Maou estaba sentada bien derecha, protegida por su sombrero de paja, llevaba su vestido de gasa y calzaba sus zapatillas de tenis blancas. Fintan admiraba su atezado perfil, sus brillantes piernas broncíneas. En la parte delantera del carromato, el cochero empuñaba las riendas de un caballo tocado por el huélfago. De vez en cuando se volvía para mirar a Maou y Fintan. Era un gigante negro, un ghanés que lucía un nombre magnífico: se llamaba Yao. El inglés Simpson había insistido en discutir en pidgin el precio del viaje. «Ya sabe usted, con esta gente…» Maou no quiso que los acompañara. Prefería estar sola con Fintan. Era la primera vez que se internaban en África.

La carreta avanzaba despacio por la carretera sin curvas, levantando tras ella una nube de polvo rojo. A cada lado se extendían inmensas plantaciones de cocoteros, chozas con crios saliendo.

Luego se produjo el ruido. Fintan lo oyó el primero, entre el martilleo de los cascos del caballo y el chirrido de chatarra del carromato. Un ruido poderoso y suave, como el viento entre los árboles.

«¿Lo oyes? Es el mar.»

Maou intentó ver algo entre los troncos de los cocoteros. Y de improviso, llegaron. La playa se abrió ante ellos, deslumbrante de blancura, con largas olas que iban a dar una tras otra a una alfombra de espuma.

Yao detuvo la carreta al abrigo de los cocoteros, amarró el caballo. Ya corría Fintan por la playa, arrastrando a Maou de la mano. El viento abrasador los sitiaba, hacía ondear el amplio vestido de Maou, amenazaba con llevarse su sombrero. Ella reía a carcajadas.

Juntos corrieron hasta el mar, sin parar siquiera a descalzarse, hasta que sintieron la espumosa agua entre las piernas. En un instante se empaparon de pies a cabeza. Fintan retrocedió para quitarse la ropa. Colocó una rama encima para que no se la llevara el viento. Maou se quedó vestida. Se limitó a quitarse las zapatillas de tenis y tirarlas hacia atrás, a la arena seca. Las olas venían de alta mar, se deslizaban rugiendo y rechinaban al cubrir la arena de la playa, arrojaban su agua crepitante que se retiraba lamiendo las piernas. Maou gritaba: «¡Atención! ¡Dame la mano!» Juntos caían en la ola recién llegada. El vestido blanco de Maou se le pegaba el cuerpo. Sostenía en la mano el sombrero de paja como si lo hubiera pescado. Jamás había experimentado ebriedad, libertad semejantes.

La playa, inmensa y vacía hacia el oeste, con la sombría línea de los cocoteros que llegaba hasta el cabo. Por el otro lado, las canoas de los pescadores estaban volcadas en la arena, como si fueran troncos arrojados por el temporal. Los niños corrían a lo lejos por la playa, sus chillidos perforaban el ruido del mar.

Al amparo de los cocoteros, junto a la carreta, aguardaba Yao fumando. Cuando Maou se sentó en la arena para secarse el vestido y el sombrero, se le acercó. Su rostro expresaba una cierta desaprobación. Señaló el lugar en el que Fintan y ella se habían bañado y dijo en pidgin:

«Ahí murió el año pasado una señora inglesa. Se ahogó.»

Maou se lo explicó a Fintan. Parecía espantada. Fintan miró el mar bellísimo, chispeante, las olas oblicuas que resbalaban por el espejo de la arena. ¿Cómo era posible encontrar ahí la muerte? Eso quería decir su mirada. Eso pensaba Maou.

Trataron de seguir en la playa. El alto Yao se volvió a la sombra de los cocoteros para sentarse a fumar. Ya sólo se oía el ruido de las olas erosionando los arrecifes, la crepitación del agua sobre la arena. El abrasador viento agitaba las palmeras. El cielo era de un azul intenso, cruel, daba vértigo.

En un momento preciso pasó una bandada de pájaros cruzando las olas muy cerca de la espuma. «¡Mira!», dijo Maou. «Son pelícanos.» Había algo terrible y mortal en esta playa ahora. Al secarse, el sombrero de Maou parecía un pecio.

Se incorporó. El agua salada le había acartonado el vestido, el sol les despellejaba la cara. Fintan se puso otra vez la ropa. Tenían sed. Aprovechando un peñasco puntiagudo, Yao reventó un coco. Maou bebió primero. Se limpió la boca con la mano, pasó el coco a Fintan. El agua sabía acida. A continuación Yao desolló unos pedazos de carne empapados en leche. Chupaba los trozos. Su cara tenía a la sombra el brillo del metal negro.

Maou dijo: «Hay que regresar al barco ya.» En medio del viento caliente sentía escalofríos.

Cuando llegaron al Surabaya, Maou ardía de fiebre. A la caída de la noche, tiritaba en su litera. El médico de a bordo estaba ausente

«¿Qué me pasa, Fintan? Tengo tanto frío… no me quedan fuerzas.»

Le llenaba la boca el sabor de la quinina. Por la noche se levantó varias veces intentando vomitar. Fintan permanecía sentado junto a su litera, le sostenía la mano. «Se te pasará, ya verás como no es nada.» La miraba a la luz gris del pasillo. Escuchaba los chirridos de las defensas contra el muelle, el quejido de las amarras. En el camarote hacía un calor pesado, había mosquitos. Afuera, en cubierta, el fulgor de las tormentas con aparato eléctrico, las nubes entrechocándose en silencio. Maou terminó por quedarse dormida, pero Fintan no tenía sueño. Sentía cansancio, soledad. El sol seguía castigando en plena noche; le ardían la cara, los hombros. Apoyado en la borda, intentaba adivinar, más allá del espigón, la línea oscura donde rompían las olas.

«¿Cuándo llegaremos?» Maou no sabía. Ayer, antes de ayer, se lo preguntó al señor Heylings. Él habló de días, semanas. Había mercancías que descargar, otros puertos, días de espera. Fintan experimentaba ahora una creciente impaciencia. Quería llegar allá, a ese puerto, al término del viaje, al final de la costa africana. Quería parar, penetrar en la línea oscura de la costa, cruzar los ríos y las selvas, hasta Onitsha. Era un nombre mágico. Un nombre imantado. Imposible resistirse.

«Cuando estemos en Onitsha…» decía Maou. Era un nombre muy bello y misterioso, como una selva, como el meandro de un río. La abuela Aurelia tenía en su habitación de Marsella, presidiendo su cama abombada, un cuadro que representaba un claro en el bosque con una manada de ciervos descansando. Cada vez que Maou hablaba de Onitsha, Fintan pensaba que debía de ser algo así, como en este claro, con la luz verde filtrándose en el follaje de los grandes árboles.

«¿Estará él presente a la llegada del barco?»

Fintan no se expresaba jamás de otro modo cuando se refería a Geoffroy. No era capaz de articular la palabra «padre». Maou decía unas veces «Geoffroy» y otras lo llamaba por su apellido, Alien. Hacía tanto tiempo. Puede que ya no lo conociera.

Ahora Fintan la veía dormir, en la penumbra. Pasada la fiebre, tenía la graciosa cara arrugada de un niño. Sus cabellos enmarañados, empapados de sudor, formaban grandes tirabuzones negros.

Entonces, poco antes del alba, se reanudó el cansino, suavísimo movimiento. Fintan no se dio cuenta al principio de que era el Surabaya, que se iba. Se desplazaba con cuidado saliendo de los muelles, se dirigía al canal, a Cape Coast, Acra, Keta, Lomé, Petit Popo, se dirigían al estuario del gran río Volta, a Cotonu, Lagos, al agua fangosa del río Ogun, a las bocas que liberaban un océano de cieno, al estuario del río Níger.

Ya era de día. El casco del Surabaya vibraba con la impulsión de las bielas, el caluroso viento rechazaba el humo sobre popa, a Fintan le ardían los ojos de sueño. En cubierta, asomado a la borda, intentaba ver el mar gris, el mar ceniciento, la negra costa que huía hacia atrás envuelta en nubes de escandalosos pájaros. A proa, en la cubierta de carga, los krus, los ghaneses, los yorubas, los ibos, los dualas permanecían arrebujados en sus mantas, descansando la cabeza en sus bultos. Ya se habían despertado las mujeres; en cuclillas, daban de mamar a los niños de pecho. Lloriqueos infantiles. En sólo un instante los hombres irían a coger sus martillitos puntiagudos, y las cuadernas de hierro, los cuarteles de las escotillas, eternamente oxidados, empezarían a resonar como si el buque fuera un gigantesco tambor, un gigantesco cuerpo palpitando al son de los desordenados latidos de su corazón múltiple. Y Maou iba a volverse en su litera bañada en sudor, lanzaría un suspiro, puede que llamara a Fintan para que le diera un vaso de agua de la jarra que reposaba en la mesilla de caoba. Todo se prolongaba tanto, era tan lento, en este avance siguiendo el propio surco por el mar interminable, a la vez distinto y siempre igual.