El buque Surabaya era un arcón de acero que arramblaba los recuerdos, los devoraba. No cejaba el ruido de las máquinas. Fintan se imaginaba las bielas y los ejes reluciendo en el vientre del buque, y las dos hélices que, girando en sentido contrario, desmenuzaban las olas. Todo era arramblado. Iban quizás al otro confín del mundo. Iban a África. De allí eran esos nombres que llevaba oyendo desde siempre, Maou los pronunciaba despacio, esos nombres familiares y tremendos, Onitsha, Níger. Onitsha. Muy lejos, en el otro confín del mundo. Ese hombre que estaba a la espera. Geoffroy Alien. Maou enseñó las cartas. Las leía como quien recita una plegaria, o una lección. Se paraba, miraba a Fintan con unos ojos que brillaban de impaciencia. Cuando estéis en Onitsha. Os espero a los dos, os quiero. Ella decía: «Tú padre ha escrito, tu padre dice…» Ese hombre que se llama igual. Os espero. Entonces cada giro de hélice en el agua negruzca del océano quería decir eso, repetía esos nombres, tremendos y familiares, Geoffroy Alien, Onitsha, Níger, esas palabras cariñosas y amenazadoras, os espero, en Onitsha, a orillas del río Níger. Soy tu padre.

Allí estaban el sol y el mar. El Surabaya parecía inmóvil en la mar infinitamente llana, inmóvil como un castillo de acero frente al cielo casi blanco, sin un pájaro, mientras el sol se hundía en el horizonte.

Inmóvil como el cielo. Pasaban días y días con tan sólo este severo mar, el aire que se movía a la velocidad del buque, el progresivo avance del sol sobre las planchas de chapa, una mirada que se desplomaba sobre la frente, sobre el pecho, que abrasaba en lo más profundo del cuerpo.

De noche Fintan no podía conciliar el sueño. Sentado en la cubierta, en el sitio donde estuvo a punto de perder el conocimiento la primera velada, miraba el cielo al acecho de las estrellas fugaces.

El señor Botrou mencionó la existencia de lluvias de estrellas. Pero el cielo se mecía despacio frente al mástil del buque, y nunca se desprendía de él ninguna estrella.

Maou venía a sentarse a su lado. Se sentaba en la cubierta misma, con la espalda apoyada en la pared del salón, la falda azul cubriéndole las rodillas, formando con sus brazos desnudos un círculo alrededor de las piernas. No hablaba. También miraba la noche. Puede que no viera las mismas cosas. En el salón, los pasajeros fumaban, hablaban alto. Los oficiales ingleses jugaban a los dardos.

Fintan miraba el perfil de Maou, como cuando el buque se deslizaba por el estuario el día de la partida. Ella era tan joven. Se había recogido su hermoso pelo castaño en una sola trenza detrás de la cabeza. Le encantaba ver cómo se clavaban en el pelo esos grandes alfileres negros, brillantes. El sol marino le había tostado la cara, los brazos, las piernas. Una tarde, al ver llegar a Maou, la señora Botrou exclamó: «¡Aquí viene la africana!» Sin saber por qué, Fintan percibió que su corazón latía más deprisa, de gozo.

Una mañana, el señor Heylings lo llamó otra vez a la toldilla para mostrarle nuevas formas negras en el horizonte. Pronunció nombres mágicos: «Tenerife, Gran Canaria, Lanzarote.» Con la ayuda de los gemelos, Fintan vio temblar las montañas, el cono del volcán. Había nubes enganchadas en las cumbres. Valles verde oscuro sobre el mar. Las columnas de humo de los buques ocultos en el seno de las olas. Todo el día estuvieron allí las islas, a babor, igual que una manada de ballenas petrificadas. Incluso unas aves se llegaron hasta popa, unas gaviotas chillonas que volaban suavemente sobre cubierta y miraban a los hombres. La gente les tiraba pan para verlas caer en picado bruscamente. Luego volvieron a desaparecer, y las islas no eran más que algunos puntos apenas perceptibles en el horizonte. El sol se puso envuelto en una gran nube roja.

Hacía tanto calor en el camarote sin ventana que Fintan no podía parar en su litera. En compañía de Maou iba a sentarse a cubierta. Miraban el balanceo de las estrellas. Cuando notaba que lo ganaba el sueño, reclinaba la cabeza en el hombro de Maou. Al alba se despertaba en el camarote. El frescor de la mañana cruzaba la puerta. La bombilla eléctrica seguía brillando en el pasillo. Christof era el encargado de apagar las luces en cuanto se levantaba. La trepidación de las máquinas parecía más cercana. Una especie de trabajo, de jadeo. Los dos árboles engrasados giraban en sentido contrario en el vientre del Surabaya. Bajo su cuerpo desnudo, Fintan sentía la sábana empapada. Soñaba que se había orinado en la cama, y la inquietud lo despertaba. Pero tenía todo el cuerpo cubierto de minúsculos botones transparentes que se despellejaba con las uñas. Era terrible. El sufrimiento y el miedo le hacían lloriquear. El doctor Lang, reclamado por Maou, se inclinó sobre la litera, examinó sin tocarlo el cuerpo de Fintan, y se limitó a decir, con un inequívoco acento alsaciano: «La sarna beduina, querida señora.» En la farmacia de a bordo, Lang encontró una botella de talco. Maou espolvoreaba los botones de Fintan, les pasaba la mano con mucha suavidad. Al final, se reían los dos. Sólo era eso. Maou decía: «¡Una enfermedad de gallinas!…»

Los días eran larguísimos. Debido tal vez a la luz del verano, o al horizonte, tan lejano, sin nada que atrajera la mirada. Era como esperar, hora tras hora, hasta no saber muy bien qué se espera. Maou permanecía en el comedor, después del desayuno, frente a la gruesa luna que enturbiaba el color del mar. Escribía. Con la hoja blanca de papel bien desplegada en la mesa de caoba, el tintero encajado en el hueco reservado al vaso, la cabeza un poco inclinada, escribía. Adquirió el hábito de encenderse un cigarrillo, un Player's comprado en paquetes de cien en la tienda del auxiliar de a bordo, que dejaba consumirse solo en el borde del cenicero de cristal grabado con las iniciales de la Holland África Line. Eran historias, o cartas, no estaba muy segura. Palabras. Ella se ponía, sin saber dónde iría a parar, en francés, en italiano, incluso a veces en inglés, poco importaba. Simplemente le gustaba hacerlo, soñar contemplando el mar, con el suave humo que serpenteaba, escribir inmersa en el lento balanceo del buque que avanzaba sin descanso, hora tras hora, un día tras otro, hacia lo desconocido. Después el calor del sol abrasaba la cubierta, y había que marcharse al comedor. Escribir, escuchando el roce del agua contra el casco, como si remontaran un río sin fin.

Ella escribía:

«San Remo, la plaza a la sombra de los grandes árboles multiplicantes, la fuente, las nubes sobre el mar, los escarabajos en el aire caliente.

Siento el aliento en mis ojos.

En mis manos retengo la presa del silencio,

Espero el estremecimiento de tu mirada sobre mi cuerpo.

En un sueño, esta noche, te he visto al final del paseo de carpes, en Fiésole. Estabas como el ciego que busca su casa. Afuera, yo oía voces susurrar injurias, u oraciones.

Me acuerdo bien, me hablabas de la muerte de los niños, de la guerra. Los años que no han vivido abren clamorosas brechas en los muros de nuestras casas.»

Ella escribía:

«Geoffroy, estás en mí, estoy en ti. El tiempo que nos separó ya no existe. El tiempo me había borrado. En las huellas presentes en el mar, en los signos de espuma, he leído tu memoria. No puedo perder lo que veo, no puedo olvidar lo que soy. Por ti hago este viaje.»

Ella soñaba, el cigarrillo se consumía, la hoja iba escribiéndose. Los signos se enmarañaban, había grandes playas blancas. Una escritura inclinada, amanerada decía Aurelia, que abordaba las letras altas con una larga cola combada, y trazada hacia abajo los rabillos de las tes.

«Recuerdo bien la última vez que nos hablamos; en San Remo te referías al silencio del desierto, como si fueras a remontar el curso del tiempo, hasta Meroe, para encontrar la verdad, y yo ahora en el silencio y el desierto del mar, me parece que también remonto el tiempo para encontrar la razón de mi vida, allí, en Onitsha.»