«Ven, cariño, ven a tomar algo.»

«No tengo hambre, Maou.»

«Que sí, que tienes que probar algo.»

La música inundaba el salón. Era un gramófono de respetable tamaño que hacía sonar discos de jazz, se oía la ronca tesitura de la voz de Billie Holiday cantando Sophisticated Lady.

Los ingleses formaban una especie de muralla alrededor de los esposos Metcalfe. Maou se escurrió hasta el ambigú, arrastrando a Fintan de la mano. Parecía una cría. Los hombres la miraban, Gerald Simpson le susurraba comentarios al oído. Ella se reía. Se había bebido ya varias copas de champán. A Fintan le daba vergüenza.

Maou le dio un plato de cartón que contenía una curiosa fruta de un verde descolorido, cortada en dos alrededor de su obsceno hueso.

«Prueba, cariño. Después te diré lo que es. Prueba, verás que rico.»

Le brillaban los ojos. Se había recogido en un moño su hermoso pelo con unas mechas revueltas en la nuca; lucía unos pendientes rojos. Sus desnudos hombros eran del color del alajú.

«Ya verá, Onitsha es una pequeña ciudad tranquila, agradable. Allí pasé una breve estancia antes de la guerra. Es un lugar en el que tengo a uno de mis mejores amigos, el doctor Charón. ¿Su marido ha tenido ocasión de hablarle de él?»

El odioso Simpson peroraba con un vaso de champán a la altura de su delgada nariz, como si sorbiera las burbujas por ella.

«Ah, el Níger, el río más grande del mundo», exclamaba Florizel con la cara más colorada que un tomate.

«Disculpe, ¿no es más bien el Amazonas?» El señor Simpson se había medio vuelto hacia el belga, con gesto sarcástico. «Quiero decir, el más grande de África», corregía Florizel. Y se alejaba sin escuchar a Simpson que decía, con su voz chirriante: «Tampoco, es el Nilo.» Un oficial inglés gesticulaba: «…cazando gorilas, en las colinas de Oban, en el Camerún alemán, tengo toda una colección de calaveras en mi casa, en Obudu…» Las voces resonaban en inglés, holandés, francés. Una algazara que se disparaba a rachas, recaía, volvía a subir.

Con la punta de la cuchara, Fintan probaba la descolorida fruta, asqueado, al borde de la náusea. «Prueba, cariño, verás qué rico.» Los oficiales ingleses se apretujaban contra la mesa, comían ensalada, los aperitivos, se bebían los vasos de champán. Las sudorosas mujeres se abanicaban. El motor del ventilador emitía su ruido de avión, y el gramófono difundía una pieza de jazz de Nueva Orleans. Por encima de todo esto, cada tanto, la carcajada del señor Heylings, su voz de ogro. Luego se puso alguien a tocar el piano al otro extremo del salón. El italiano bailaba con su enfermera. El señor Simpson tomó del brazo a Maou, estaba un poco borracho. Con su voz aguda, casi sin acento, contaba chascarrillos. Llegaron otros ingleses. Se divirtieron parodiando voces de negros, diciendo gansadas en pidgin. El señor Simpson señalaba al piano:

«Big black fellow box spose white man fight him, he cry too mus!»

Fintan tenía en la lengua el gusto insípido de la fruta verde. Olía a tabaco rubio en todo el salón. Maou se reía, también estaba borracha. Le brillaban los ojos, le brillaban los desnudos hombros a la luz de las guirnaldas. El señor Simpson la agarraba por el talle. Había cogido una flor roja de la mesa, simulaba ofrecérsela, y:

«Spose Missus catch di grass, he die.»

Las carcajadas formaban un extaño eco, como un ladrido. Ya se había improvisado un círculo alrededor del terrible señor Simpson. Se unieron hasta los esposos Metcalfe para oír las ocurrencias en pidgin. El inglés señalaba un huevo que había cogido en la mesa del ambigú.

«Pickanniny stop along him fellow!» Otros gritaban: «Maiwot!, Maiwot!.»

Fintan salió de allí. Avergonzado. Le hubiera gustado arrastrar a Maou con él hasta la cubierta. De pronto, sintió el movimiento. Era apenas perceptible, un ligero balanceo, la vibración amortiguada de las máquinas, el estremecimiento del agua que corría abrazando el casco. Afuera la noche era negra, las guirnaldas de bombillas colgadas en los palos de carga brillaban como estrellas.

A proa, los marineros holandeses se afanaban, recogían las amarras. En el puente de mando estaba de pie el segundo Heylings, su uniforme blanco relucía en la oscuridad.

Fintan corrió hasta el final de la cubierta, para ver la proa del buque. La cubierta de carga se elevaba lentamente con el oleaje. Iban pasando las señales luminosas de las balizas, verdes a babor, rojas a estribor, un destello cada cinco segundos, y el viento marino soplaba ya, entrechocaba las guirnaldas de bombillas transmitiendo aquel frescor tan suave y poderoso que hacía palpitar el corazón. En medio de la noche se prolongaba el ruido de la fiesta, el sonido acidulado del piano, las voces chillonas de las mujeres, las carcajadas, los aplausos. Pero lejos, marginado por el viento, el oleaje, y el Surabaya avanzaba, dejaba tierra atrás, en ruta hacia otros puertos, otros estuarios. Se dirigían a Port Harcourt, Calabar, Victoria.

Asomándose a la borda Fintan divisó las luces de Cotonu, ya irreales, difuminadas en el horizonte. Discurrían las invisibles islas, llegaba hasta el buque el aterrador bramido del mar en los arrecifes. El estrave remontaba con lentitud el curso de las olas.

Entonces, en la cubierta de carga oscurecida por el resplandor de los farolillos venecianos, Fintan descubrió a los negros instalados para el viaje. Mientras los blancos estaban en la fiesta del salón de las primeras, subieron a bordo en silencio, de uno en uno, hombres, mujeres y niños, transportando sus fardos sobre la cabeza, por la plancha que hacía las veces de portalón. Bajo la vigilancia del cabo, ocuparon de nuevo su sitio en la cubierta, entre los contenedores oxidados, apoyados en las cuadernas de la borda, y aguardaron la hora de salida sin hacer ruido. Tal vez lloró algún niño, puede que el viejo del rostro macilento, el del cuerpo cubierto de harapos cantara su melopea, su plegaria. Pero la música del salón anuló sus voces, y tal vez oyeron las burlas del señor Simpson cuando imitaba su lengua, y a los ingleses que gritaban: «Maiwot!, Maiwot!» y aquello de «Pickaninny stop along him fellow!»

Fintan experimentó tal irritación, tanto bochorno a cuenta de ello que lo asaltaron deseos de regresar al salón de las primeras. Era como si, en plena noche, lo mirara cada negro con el brillo de una mirada cargada de reproches. Pero la idea de volver a la gran sala repleta de ruido y olor a tabaco rubio resultaba insoportable.

Entonces Fintan bajó al camarote, encendió la lamparilla, y abrió el cuadernillo escolar en el que rezaba, en grandes letras negras, UN LARGO VIAJE. Y se puso a escribir pensando en la noche, mientras el Surabaya se deslizaba hacia alta mar abarrotado de bombillas y música como un árbol de Navidad, levantando con lentitud el estrave, inmenso cachalote de acero, llevando hacia la bahía de Biafra a los viajeros negros, ya dormidos.

El martes 13 de abril de 1948, exactamente un mes después de dejar el estuario del Gironda, el Surabaya entraba en la rada de Port Harcourt, un gris y lluvioso atardecer de pesados nubarrones enganchados al litoral. En el muelle estaba aquel desconocido, alto y delgado, con gafas de acero caladas en su nariz aguileña, el pelo ralo entreverado de mechones grises, vestido con un extraño impermeable militar de caída hasta los tobillos, que dejaba a la vista un pantalón caqui y aquellos zapatos negros y brillantes que Fintan ya había observado en los pies de los oficiales ingleses a bordo del barco. El hombre besó a Maou, se acercó a Fintan y le estrechó la mano. Un poco por detrás de las dependencias de la aduana había un voluminoso Ford V 8 verde esmeralda, abollado y herrumbroso, con el parabrisas agrietado. Maou montó delante junto a Geofroy Alien, y Fintan se instaló en el asiento trasero entre los paquetes y las maletas. Los cristales chorreaban de lluvia. Relampagueaba, caía la noche. El hombre se giró hacia Fintan, le dijo: «¿Vas cómodo, boy?» El Ford comenzó a rodar por la pista, en dirección a Onitsha.