Okawho está de pie junto a la piedra. En su rostro brilla el mismo signo.

Luego cae la noche. Okawho improvisa un abrigo de circunstancias contra la lluvia.

Las estrellas rotan despacio alrededor de las piedras negras.

Al alba reanudan la marcha a lo largo del río. Una canoa de pescador los conduce a la orilla derecha del Cross, un poco por encima de los monolitos. Allí hay un arroyo medio cegado por los árboles arrastrados por la última crecida.

«Ite Brinyan», dice Okawho. Ese es Atabli Inyang, el lugar donde se encuentra el lago de vida. Geoffroy sigue a Okawho, que se introduce en el agua hasta la cintura, abre a machetazos un camino entre las ramas. Cruzan el agua negruzca, casi fría. Caminan luego sobre unas peñas. El sol está en lo alto del cielo, Okawho se ha desvestido para que el ramaje no lo frene. Su negro cuerpo brilla como el metal. Brinca hacia adelante, va abriendo el paso. Geoffroy marcha detrás con dificultades. Su ronco jadeo resuena en el silencio de la selva. El sol abrasa en su interior, después de tantos días, el sol abrasa en el centro de su cuerpo, sobrenatural mirada.

¿Qué he venido a buscar? se dice Geoffroy, y no es capaz de encontrar una respuesta. Debido al cansancio y al ardor de este sol en el fondo de su cuerpo, se le ha nublado todo atisbo de razón. Sólo importa avanzar, seguir a Okawho por este laberinto.

Poco antes del crepúsculo, Geoffroy y Okawho llegan a Ite Brinyan. El angosto arroyo que han seguido durante la jornada, rompiendo con esfuerzo los cerrojos de los árboles, atravesando un caos de rocas apiladas, a lo largo de lo que a veces no era más que un corredor en plena selva, se abre de pronto a la manera de una gruta que se mudara en una inmensa sala subterránea. Se hallan frente a un lago que refleja el color del cielo.

Okawho se detuvo en una peña. Hay en su semblante una expresión que Geoffroy jamás había visto en ningún otro rostro. Tal vez en una máscara; algo sobrehumano y lleno de dureza. Los ojos silueteados por un fino trazo que vacía la mirada y dilata las pupilas.

No hay el menor signo de vida, ni en el agua ni en la selva que rodea el lago. Reina tal silencio que Geoffroy cree oír el flujo de la sangre en sus arterias.

A continuación Okawho se introduce con parsimonia en la lóbrega agua. Al otro lado de la bahía los árboles forman un impenetrable muro. Algunos árboles son tan altos que la luz del sol sigue engarzada en sus copas.

Ahora Geoffroy oye el ruido del agua. Un suspiro entre los árboles, entre las piedras. Siguiendo los pasos de Okawho, Geoffroy se introduce en el lago y avanza despacio hacia la fuente. En medio de los bloques de gres negro mana una cascada.

«Es Ite Brinyan, el lago de vida.» Ha dicho Okawho en voz baja. O quizá Geoffroy ha creído oírlo. Se estremece ante el agua, que brota como en el instante primero del universo. Hace frío. Del bosque llega un soplo, un aliento.

En la copa de sus manos, Okawho coge agua y se lava la cara. Geoffroy cruza el lago, resbala en las rocas. El peso de la ropa empapada le impide subir a la orilla. Okawho le tiende la mano y lo ayuda a encaramarse a las rocas que rodean la fuente. Allí Geoffroy se lava la cara, bebe con detenimiento. El agua fría aplaca el ardor del centro de su cuerpo. Piensa en el bautismo, nunca en adelante volverá a ser el mismo.

Cae la noche. Es muy grande el silencio, perturbado tan sólo por la voz de la fuente. Geoffroy se echa sobre las piedras, aún calientes por la luz del sol. Tras tantas adversidades y fatigas, le parece haber alcanzado por fin su meta. Antes de morir piensa en Maou, en Fintan. Este es el sitio al que habrá que traerlos para escapar de Onitsha, huir de la traición. Aquí podrá escribir su libro, culminar sus indagaciones. Como la reina de Meroe, por fin ha encontrado el lugar de la vida nueva.

Al amanecer Geoffroy descubre el árbol. No lo había reconocido, debido tal vez a la oscuridad de la noche. Lo tenía encima y no lo sabía. Es un árbol inmenso, de tronco escindido, que despliega sus ramas sobre el agua a la altura de la fuente. Okawho ha dormido un poco más arriba, en las raíces. En tierra, cerca del tronco, hay un altar primitivo: tinajas rotas, calabazas, una piedra negra.

Geoffroy dedica toda la mañana a explorar el entorno de la fuente en busca de otros indicios. Pero no hay nada. Okawho se impacienta, quiere regresar esta misma tarde. Bajan el arroyo de nuevo hasta el río Cross. En la orilla, a la espera de una canoa, construyen un abrigo.

Durante la noche, un ardor múltiple que le atormenta el cuerpo despierta a Geoffroy. El haz de la linterna le muestra el suelo plagado de pulgas, tan numerosas que la tierra parece desplazarse. Okawho y Geoffroy se refugian en la playa. Al despuntar el día Geoffroy tirita de fiebre, no puede moverse. Orina un líquido negruzco, color sangre. Okawho le pasa la mano por la cara y dices «Es el mbiam. El agua es mbiam.»

Hacia el mediodía se detiene una canoa motora. Okawho traslada a cuestas a Geoffroy y lo instala bajo una lona para protegerlo del sol. La canoa se desliza río abajo a gran velocidad, hacia Itu. El cielo es inmenso, de un azul casi negruzco. Geoffroy siente el fuego que se ha reavivado en el centro de su cuerpo, y el frío del agua que asciende en oleadas y lo invade por completo. Piensa: todo ha terminado. No existe el paraíso.

Cuando sintió que había llegado el momento, Oya abandonó el dispensario y caminó hasta el río. Era el alba, no había todavía nadie en las laderas, Oya estaba inquieta, buscaba un sitio, como hiciera la gata tricolor, en el jardín de Sabine Rodes, antes de parir. En el embarcadero encontró una canoa. La desamarró y, estribada en la larga pértiga, se dio impulso hacia el centro del agua, en dirección a Brokkedon, Se sentía apremiada. Ya dolorosas oleadas le dilataban el útero. Al encontrarse encima del agua se le pasó el miedo, y el dolor resultaba más soportable. Todo le venía de estar enclaustrada en la blanca sala del dispensario, con todas aquellas mujeres enfermas y el olor a éter. El río estaba en calma, la bruma se enzarzaba en los árboles, se veían bandadas de aves blancas. Enfrente no se distinguía el pecio, inmerso en la bruma, confundido con la isla por su camuflaje de cañas y árboles.

Lanzó la canoa a través de la corriente, concentrando en la pértiga todas sus fuerzas para tomar impulso, y la canoa siguió su derrota por el empuje adquirido, un poco atravesada. Oya sufrió un acceso de violentos espasmos. Tuvo que sentarse, con las manos aferradas a la pértiga. La corriente la arrastraba hacia abajo, y tuvo que servirse de la pértiga como si fuera una rama. El dolor se acompasaba al movimiento de sus brazos, descargaba su peso sobre el agua. Consiguió atravesar la corriente. Se dejó ir un poco, entre gemidos, vencida hacia adelante, mientras la canoa se deslizaba suavemente bordeando los cañaverales de Brokkedon. Ahora se encontraba en la zona tranquila, tropezaba con las cañas espantando a miríadas de mosquitos. La proa de la canoa chocó por fin con el pecio. Oya hundió la pértiga en el cieno para inmovilizar la canoa, y comenzó a subir la vieja escalera de hierro hasta cubierta. El dolor la obligó a detenerse, para respirar, con las manos aferradas al herrumbroso pasamanos. Aspiraba el aire profundamente, con los ojos cerrados. Al abandonar el dispensario, dejó en el armario el vestido azul de la misión, y partió con la camisa blanca, ahora toda empapada de sudor y manchada de barro. Pero conservó el crucifijo de estaño. Por la mañana, antes del alba, rompió aguas, y se enroscó una sábana a la altura de los riñones.

Muy despacio, a cuatro patas, se desplazó por la cubierta, hasta la escalera que conducía a los devastados salones. Allí, junto al cuarto de baño, estaba su refugio. Oya desató la sábana y la extendió en el suelo, se tumbó encima. Palpó en busca de los tubos que colgaban de las paredes. Una pálida luz entraba por las aberturas del casco, a través del ramaje de los árboles. El agua del río corría bordeando el pecio, provocando una continua vibración que penetraba en el cuerpo de Oya y se sumaba a la onda de su dolor. Con los ojos abiertos dirigidos a la luz, Oya esperó que llegara el momento, mientras cada ola de dolor le sacudía el cuerpo y la forzaba a apretar las manos a la vieja cañería oxidada que tenía encima. Se acompañaba con una canción que no era capaz de oír, una larga vibración igual al movimiento del río que bajaba rozando el casco.