La canoa se desliza despacio sobre el agua del río, Okawho no dice nada, está habituado al silencio, Oya ha recostado a su hijo en la proa de la canoa, bajo la protección de un techo de ramas que cubrió con la tela azul. El sol se eleva en el cíelo con lentitud, cruza el río como sobre un inmenso arco invisible. Un día tras otro navegan hacia el estuario. El río es tan vasto como el mar. Ya no hay orilla ni tierra, sólo islas desperdigadas, verdaderas balsas entre los remolinos del agua. Precisamente a la isla de Bonny enviaron las grandes compañías petroleras, Gulf, British Petroleum, a sus prospectores para sondar el fango del río, Sabine Rodes los vio llegar un día al embarcadero, unos curiosos gigantes de tez rojiza ataviados con gorras y camisas de colores. Nadie había visto nunca gente así en el río. Comentó a Okawho, aunque puede que hablara solo: «El fin del imperio.» Los extranjeros se instalaron en el sur, en Nun River, Ughelli, Ignita, Apara, Afam. Todo va a cambiar. Los oleoductos van a correr a través del manglar, en la isla de Bonny surgirá una ciudad nueva, llegarán los cargueros más grandes del mundo, se erigirán altísimas chimeneas, cobertizos, gigantescos depósitos,

La canoa se desliza por el agua color orín. Las nubes penden sobre el mar formando una tenebrosa bóveda, Oya está de píe, esperando la lluvia. La cortina avanza por el río, disuelve las orillas. Se acabaron los árboles, las islas; no quedan más que el agua y el cielo fundidos en la itinerante nube. Oya se desviste, está de pie en la proa con su hijo ceñido a la cintura, su mano izquierda agarra la larga pértiga apoyada en el estrave. Okawho imprime más energía a la pagaya, se internan en la cortina de agua. Luego pasa la tormenta, remonta el río hacia la selva, los herbazales, las lejanas colinas. Al caer la noche, una luz roja que brilla en el horizonte, hacia el mar, guía a los viajeros como una constelación.

El 28 de noviembre de 1902 Aro Chuku cayó en poder de los ingleses sin ofrecer apenas resistencia. Al despuntar el día, las tropas del teniente coronel Montanaro tomaron contacto con los otros tres cuerpos expedicionarios en medio de la sabana, a cierta distancia del oráculo. Con el frescor de la mañana, el cielo azulísimo, aquello parecía más bien una jornada campestre. Los soldados negros, ibos, ibibios, yorubas, que inicialmente habían acogido con gran aprensión esta expedición contra el oráculo, el Long Juju, se tranquilizan al ver despejada la extensión de la sabana. La sequía ha resquebrajado la tierra, la hierba amarillenta está tan seca que una chispa podría convertir la pradera en una hoguera.

Con gran sigilo, guiadas por los exploradores de Owerri, las tropas de Montanaro marchan hacia el norte, acampan al borde de un pequeño afluente del río Cross. El oráculo está ya tan cerca que, al atardecer, los soldados vislumbran el humo de las casas y oyen el sordo percutir de Ekwe, el gran tambor de guerra. Por la noche comienzan a correr extrañas historias en el campamento de los mercenarios. Cuentan que ha hablado el oráculo ofa,, anunciando la victoria de los aros y la derrota y la muerte de todos los ingleses. Puesto al corriente de tales habladurías, Montanaro, temiendo una deserción masiva, decide atacar Aro Chuku cinco días más tarde, el 2 de diciembre. Tras dar orden de cercar el oráculo, entran en acción los cañones acarreados a través de la sabana. Al alba del 3 de diciembre, cuando aún no se ha mostrado ni un solo enemigo, la primera facción de Montanaro, armada con ametralladoras Maxim y fusiles milimétricos, ataca la aldea. Algunos disparos dan la réplica, mueren unos pocos mercenarios. Los aros, tras agotar la pólvora, se exponen a una salida armados tan sólo con lanzas y espadas, y caen abatidos por las ráfagas de las Maxim.

Hacia las dos de la tarde, bajo un sol resplandeciente, las tropas del teniente coronel Montanaro entran en el recinto del palacio de Oji, rey de Aro Chuku. Entre las ruinas del palacio de adobe, despanzurrado por los obuses, aparecía vacío el trono cubierto de pieles de leopardo. Junto a él permanece un niño de diez años escasos; dice ser Kanu Oji, el hijo del rey, y que su padre yace muerto bajo los escombros. El niño, inmóvil e impasible pese al miedo que le dilata los ojos, ve cómo las tropas se adueñan de los restos del palacio, saquean los objetos y las joyas rituales. Sin derramar una lágrima, sin expresar la menor queja, parte a unirse al grueso de los prisioneros concentrados ante las ruinas del palacio, mujeres, viejos, esclavos, todos enjutos y famélicos.

«¿Dónde está el oráculo? ¿Long Juju?» pregunta Montanaro.

Kanu Oji conduce a los oficiales ingleses a lo largo de un riachuelo, hasta una especie de caleta rodeada de grandes árboles. Allí, en un barranco denominado Ebritum, encuentran el oráculo que ha abrazado todo el oeste africano: una gran fosa ovalada de unos setenta pies de profundidad, sesenta yardas de largo y cincuenta de ancho.

Al borde del torrente, Montanaro y los demás oficiales superan dos barreras de espinos abatiéndolas a golpes de sable. En un claro, el agua se divide formando una isla rocosa. En la isla se erigen dos altares, uno rodeado de fusiles clavados en tierra, con las culatas coronadas de cráneos humanos. El otro, en forma de pirámide, presenta las últimas ofrendas: jarras de vino de palma, panes de cazabe. En la cima de la roca, una choza de cañas con la techumbre cubierta de cráneos. Un silencio de muerte se cierne sobre el oráculo.

Montanaro ordena demoler los altares con los picos. Bajo el montón de piedras no encuentran nada. El ejército pega fuego a las casas de la aldea, termina de arrasar el palacio de Oji. El niño ve arder la casa de su padre. Su terso rostro no expresa odio ni tristeza. En su frente y en sus mejillas brilla el signo itsi, el sol y la luna y las plumas de las alas y la cola del halcón.

Los últimos guerreros aros son trasladados en calidad de prisioneros de guerra a Calabar. Montanaro manda cavar una gran fosa donde arrojan los cuerpos de los enemigos abatidos, así como los cráneos que ornaban los altares. El resto de la población, mujeres, niños, viejos, forma una larga columna que se pone en marcha hacia Bende. Desde allí, los últimos aros se reparten entre las aldeas del sureste, Owerri, Aboh, Osomari, Awka. Aro Chuku, el oráculo, ha dejado de existir. Sólo sigue vivo, en el rostro de los niños primogénitos, el signo itsi.

No se los llevan como esclavos, no van encadenados, tal es el privilegio de los umundri, los hijos de Ndri. En memoria del pacto, del primer sacrificio, cuando de los cuerpos de los niños brotaron las primeras cosechas nutricias.

Los ingleses no saben nada de esta alianza. Los hijos de Ndri inician su vida errante, mendigando el alimento en los mercados, de población en población, viajando en las largas canoas de pesca. Así ha crecido Okawho, hasta su encuentro con Oya, que lleva en su seno el último mensaje del oráculo, a la espera del día en que todo pueda renacer.

En el catre de tijera, Geoffroy escucha la respiración de Maou. Y cierra los ojos. Sabe que no verá ese día. La ruta de Meroe se ha perdido en la arena del desierto. Todo se ha desvanecido, salvo los signos itsi en las piedras y en el rostro de los últimos descendientes del pueblo de Amanirenas. Pero ya no se impacienta. El tiempo no tiene fin, como el curso del río. Geoffroy se inclina sobre Maou y le susurra en el oído, igual que antes, las palabras que la hacían sonreír, su canción: «I am so fond of you, Marilu.» Aspira su olor nocturno, dulce y lento, escucha la respiración de Maou, que duerme, y de pronto es lo más importante del mundo.

Llovía a cántaros sobre Port Harcourt cuando el chófer del señor Rally aparcó el V 8 verde en el muelle, frente a las oficinas de la Holland África Line, como hiciera Geoffroy, hacía más de un año, para esperar a Maou y a Fintan a la bajada del barco. Pero esta vez no estaba atracado el Surabaya. Era un barco mucho más grande y moderno, un carguero portaconteedores que no precisaba que nadie le quitara la herrumbre, y que se llamaba el Amstelkerk. El chófer apagó el contacto, y Geoffroy salió del V 8 con la ayuda de Maou y Fintan. El coche ya no le pertenecía. Unos días antes se lo había vendido al señor Shakxon, el individuo que iba a ocupar su puesto en las oficinas de la United África. Al principio Geoffroy estaba indignado: «Este coche es mío, ¡prefiero dárselo a Elijah antes que vendérselo a ese… a ese Shakxon!» El residente Rally intervino, con sus maneras de gentleman. «Se lo compra a buen precio, y a él le será de gran utilidad, que es como decir a toda nuestra comunidad, ¿me comprende?» Maou le dijo: «Si se lo regalas a Elijah, se lo volverán a quitar, no le sacará ningún provecho. Ni siquiera sabe conducir.» Geoffroy acabó cediendo, con la condición de que Rally se encargara de la transacción y él pudiera disponer del auto para llegar hasta el barco que los trasladaría a Europa. El residente incluso le ofreció su chófer: Geoffroy no estaba en condiciones de conducir.