En cuanto a Ibusun, el asunto fue más complicado. Cuando Shakxon exigió instalarse de inmediato en la casa, Fintan dijo: «¡Cuando nos marchemos la quemo!» Sin embargo, se impuso partir y despejarlo todo enseguida. Maou regaló muchas cosas, cajas de jabón, vajilla, provisiones. En el jardín de Ibusun se celebró una especie de fiesta, una kermesse. Por más que Maou aparentara jovialidad, todo era tristeza, pensó Fintan. Geoffroy, por su parte, se encerró en su despacho: clasificaba los papeles, los libros, quemaba sus notas como si fueran archivos secretos.

Las mujeres, envueltas en los armoniosos pliegues de sus largas vestiduras, formaban una cola delante de Maou y Marima. Ellas iban repartiendo, cada una con su lote, una cazuela, platos, jabón, arroz, mermelada, cajas de galletas, café, una sábana, un cojín. Los niños corrían en la veranda, entraban en la casa, sisaban cosillas, lapiceros, tijeras. Cortaron las cuerdas del columpio y el trapecio, se llevaron las hamacas. A Fintan no le hacía ninguna gracia. Maou se encogía de hombros: «Déjalos, ¿qué importa? Shakxon no tiene hijos.»

Hacia las cinco de la tarde concluyó la fiesta. Ibusun estaba vacío, más vacío que cuando se instaló Geoffroy, antes de la llegada de Maou. Estaba cansado. Se tumbó en el catre de tijera, el único mueble que quedaba en la habitación. Estaba pálido, la barba gris le cubría las mejillas. Con las gafas metálicas y las botas de cuero negro que calzaba, parecía un viejo soldado arrestado. Por primera vez Fintan sintió algo al mirarlo. Le apetecía quedarse a su lado, hablarle. Le apetecía mentirle, decirle que volverían, que empezarían de nuevo, que partirían río arriba hasta dar con la nueva Meroe, la estela de Arsinoe, las marcas dejadas por el pueblo de Osiris.

«Allá donde vayas iré contigo, seré tu ayudante, descubriremos los secretos, nos haremos sabios.» Fintan se acordaba de los nombres que había visto en los cuadernos de Geoffroy: Belzoni, Vivant Denon, David Roberts, Prisse d'Avennes, los colosos negros de Abu Simbel, descubiertos por Burckhardt. Por un instante brillaban los ojos de Geoffroy, como cuando vio la luz del sol dibujar las marcas itsitn la piedra de basalto, a la entrada de Aro Chuku. Luego se dormía, agotado, blanco como un muerto, con las manos heladas. El doctor Charon dijo a Maou: «Lleve a su marido a Europa, oblíguelo a comer. Aquí no acabará de reponerse.» Había que irse. Irse a Londres, o quizá a Francia, a Niza tal vez para estar más cerca de Italia. Una nueva vida esperaba. Fintan iría a la escuela. Tendría amigos de su edad, aprendería a jugar, a reír con ellos, a pegarse como suelen los críos, sin darse en la cara. Patinaría, montaría en bicicleta, comería patatas, pan blanco, bebería leche, jarabes, comería manzanas. Dejaría de tomar pescado en salazón, guindilla, llantén, okra. Se olvidaría del fufú, el ñame tostado, la sopa de cacahuete. Aprendería a andar con zapatos, a cruzar las calles rodeado de autos. Olvidaría el pidgin, no diría nunca más: «Da buk we yu bin gimmi a don los am.» Ya no espetaría «Chaka!» al borracho que va dando tumbos por la polvorienta carretera. No volvería a llamar «Nana» a la vieja Ugo, la abuela de Bony. Y ella no volvería a nombrarlo con ese dulce nombrecito que tanto le gustaba: Umu. En Marsella, la abuela Aurelia podría decirle otra vez bellino, abrazándolo muy fuerte, y llevarlo al cine. Era como si nunca se hubiera ido.

El último día en Ibusun, Fintan salió muy temprano, antes del alba, para correr una vez más descalzo por el gran herbazal. Cerca de los castillos de las termitas, aguardó a que apareciera el sol. Todo era tan vasto; el cielo lavado por las lluvias, invadido por las volutas de las nubes. El leve sonido del viento entre la hierba, los crujidos de los insectos, las voces agudas de las pintadas, bien escondidas en algún rincón entre los árboles. Fintan aguardó un largo rato, sin moverse.

Oyó incluso el cercano deslizamiento de una serpiente entre las hierbas, con su lento zumbido de escamas. Fintan le habló en voz alta, como hacía Bony: «Serpiente, estás en tus dominios, esta es tu casa, déjame pasar.» Cogió un poco de tierra roja y se embadurnó la cara, la frente, las mejillas.

Bony no se presentó. Después de la revuelta de los forzados no quería volver a ver a Fintan. Entre los fusilados en la reja por el destacamento del teniente Fry figuraban su hermano mayor y su tío. Un día se cruzaron en la carretera de Oraerun. Bony mostraba un semblante hermético, unos ojos indistintos tras los oblicuos párpados. No dijo palabra, ni le arrojó una sola piedra, ni le dirigió el menor insulto. Pasó, y a Fintan lo embargó el bochorno. También la rabia, y le asomaban lágrimas en los ojos, porque lo que habían hecho Simpson y el teniente Fry no era culpa suya. Los odiaba tanto como Bony. Dejó que se fuera. Pensó: «Si matara a Simpson, ¿me reconciliaría con Bony?» Entonces se llegó hasta la casa blanca cercana al río. Vio la reja deformada, donde corrió la sangre e impregnó el lodo. El gran boquete de la piscina semejaba una tumba inundada. El agua era fangosa, color sangre. Dos soldados armados con fusiles montaban guardia ante el portón. Pero la casa parecía extrañamente vacía, abandonada. De pronto comprendió Fintan que Gerald Simpson no tendría nunca su piscina. Después de lo ocurrido ya no vendría nadie a excavar la tierra. El gran boquete se inundaría de agua fangosa una estación tras otra, y los sapos se instalarían allí a cantar cada noche. Le dio la risa, una risa que era un modo de venganza. Simpson había perdido.

El grupo de árboles, en lo alto de la loma, se hallaba en soledad. Desde allí Fintan podía otear las casas de Omerun y, por todos los alrededores, las humaredas de las demás aldeas, que ascendían en el frío aire de la mañana. Era un día como cualquier otro en su comienzo. Se oían voces, ladridos de perros. El tintineo agudo del martillo del herrero, los sordos golpes de los mazos triturando el mijo. A Fintan le daba la impresión de aspirar el excelente aroma de lo que cocinaban, el pescado frito, el ñame asado, el fufú. Era la última vez. Caminó con lentitud hacia el río. El primer embarcadero estaba desierto. Las podridas tablas se desplomaban una tras otra, dejando a la intemperie los ennegrecidos postes incrustados de hierbas. Más abajo, amarrado al Wharf, estaba el barco que venía de Degema a recoger los ñames y el llantén, un curioso barco de madera que recordaba las carabelas de los portugueses. Al despertarse, Fintan oyó la sirena, y se sobresaltó. Supuso que Geoffroy también la habría oído: era el día en que llegaba por el río el correo lento, así como las mercancías de consumo corriente. Desembarcarían las cajas de jabón delante del cobertizo de la United África, y el viejo Moisés, a rastras, las pondría al amparo de los techos de chapa. Shakxon estaría ya allí mismo, impaciente, arriba y abajo por el Wharf vestido con su impecable traje de lino blanco (que mudaba dos veces al día), tocado con el casco Cawnpore. El residente Rally también se habría personado a recibir a los eventuales visitantes y charlar con el capitán. En cuanto a Simpson, faltaría a la cita más que probablemente. A resultas de la revuelta lo convocaron en Port Harcourt. Corría ya el rumor de que lo trasladarían, tal vez con destino a algún despacho en Londres donde sería menos peligroso.

Fintan se sentó en el ruidoso embarcadero a mirar el río. Debido a las lluvias estaba crecido. El agua, premiosa, en sombra, bajaba entre remolinos, arrastrando ramas arrancadas a los árboles, hojarasca, amarillenta espuma. A veces pasaba un objeto heteróclito, llegado de quién sabía dónde, una botella, una tabla, un viejo cesto, un trapo. Bony decía que era cosa de la diosa que vivía en el interior del río, se la oía respirar y gemir de noche, raptaba a los jóvenes en las orillas y los ahogaba. Fintan pensaba en Oya, en su cuerpo tendido en la oscura sala, su ronco jadeo en el momento del parto. Fintan asistió a la venida al mundo del bebé sin atreverse al menor movimiento, sin poder decir nada. Después, cuando el niño lanzó su primer berrido, un violento berrido, chirriante, saltó a cubierta a esperar a que llegaran Bony y las asistencias. Maou se encargó de acompañar a Oya hasta el dispensario, se mantuvo pendiente de ella en todo momento. Fintan no podría olvidar el modo en que Oya estrechaba en sus brazos al recién nacido mientras la trasladaban en camilla hasta el hospital. El bebé era varón, no tenía nombre. Ahora Oya se había marchado con su hijo, jamás regresaría.