Fintan y Bony se introdujeron en el pecio. No oyeron ningún ruido, salvo el silbido de la respiración de Oya, ronca, ahogada. Bien respaldada en el suelo del antiguo cuarto de baño, empujaba con las manos aferradas a algo que Fintan tomó al principio por una rama; era la cañería de la que Okawho arrancó un trozo para destrozar el espejo. Bony también se acercó. Planeaba un misterio, no podían articular palabra, sólo mirar. Cuando Fintan llegó al embarcadero, al alba, Bony lo puso al corriente de todo, la huida de Oya, que el niño iba a nacer. A bordo de la canoa de su tío, Bony trasladó a Fintan hasta el pecio. Bony no quería ascender la escalera de hierro, pero terminó por seguir a Fintan. Era algo terrible y atrayente a la vez, y permanecieron unos instantes en la oscuridad, en el interior del casco, para mirar.

Por momentos Oya arqueaba su cuerpo, como si estuviera luchando, afianzada en sus piernas separadas. Se quejaba bajito, con gemidos agudos, como una canción. Fintan recordaba cuando Okawho la tumbó en el suelo, su extraña mirada, aquel semblante traspuesto, como si le doliera, y ausente al mismo tiempo. En vano buscaba su mirada; la onda de dolor pasaba sobre ella, que apartaba a un lado la cara, hacia lo oscuro. La camisa blanca del dispensario estaba sucia de barro y sudor, su rostro brillaba en la penumbra.

Ahora sí había llegado el momento, después de tantos meses de deambular por las calles de Onitsha con su paso vacilante. Fintan miró a su alrededor en busca de Bony, pero ya no estaba. Sin hacer el menor ruido, se había deslizado al exterior y, tras montar en la canoa, había remado hasta la orilla en busca de las mujeres del dispensario. Fintan estaba solo en el vientre del pecio con Oya en pleno alumbramiento.

Había llegado el momento. De pronto se volvió hacia él, lo miró y él se le acercó. Estrujaba la mano de Fintan como para triturársela. También él tenía que hacer algo, participar en el alumbramiento. No sentía el dolor de la mano. Escuchaba, admiraba este extraordinario acontecimiento. En el interior del George Shotton algo se hacía presente, inundaba el espacio, crecía, un aliento, un agua desbordante, una luz. El corazón de Fintan latía hasta el dolor, mientras la onda resbalaba por el cuerpo de Oya, le volcaba la cara hacia atrás, le abría la boca como tras una inmersión. De repente, lanzó un grito y expulsó al suelo al bebé, astro rojizo en el nimbo de la placenta. Oya se echó hacia adelante, recogió al bebé y con los dientes cortó el cordón, luego volvió a tenderse, con los ojos cerrados. La criatura, con todo el brillo aún de las aguas del parto, comenzó a chillar. Oya la acercó a sus hinchados senos. También a Oya le brillaban el cuerpo y el rostro, como si hubiera nadado en las mismas aguas.

Fintan salió tambaleándose del interior del casco. Tenía las ropas empapadas en sudor. Afuera, el río parecía metal en fusión. Un velo blanco nublaba las orillas. Fintan vio que el sol se hallaba ahora en su cénit, y fue presa de un vértigo. Había transcurrido tanto tiempo, algo tan importante, extraordinario había tenido lugar, y en su mente apenas había supuesto un breve minuto, un escalofrío, un grito. Seguía resonando en sus oídos la desgarradora llamada del retoño, después de que Oya hubiera guiado su raquítico cuerpo hasta la punta de sus senos, donde manaba la leche. Seguía oyendo la voz de Oya, esa canción que sólo ella oía, un lamento, la leve vibración del agua del río que discurría con placidez alrededor del casco. Fintan se sentó en lo alto de la escalera de hierro y esperó a que Bony regresara del dispensario en la canoa.

Pasó la breve estación seca. De nuevo, las nubes cubrían el río. Hacía calor, bochorno, el viento no soplaba más que al declinar el día, tras largas horas de espera. Maou ya no dejaba la habitación en que yacía Geoffroy. Escuchaba los crujidos que provocaba en el techo de chapa el calor del sol, era testigo de cómo le subía la fiebre al cuerpo de Geoffroy. El dormitaba, con su rostro ceroso comido por la barba, sus cabellos apelmazados por el sudor. Ella advertía que se había quedado calvo en la coronilla, y le resultaba más bien tranquilizador. En su imaginación le encontraba parecido con su padre. Hacia las tres de la tarde abría los ojos, el temor le vaciaba la mirada. Era como una pesadilla. Decía: «Tengo frío. Tanto frío…» Ella le hacía beber una botella de un cuarto de agua con el comprimido de quinina. Cada vez el mismo combate.

Los primeros días, tras el regreso de Aro Chuku, el doctor Charon insistió en su terrible diagnóstico: «blackwater fever» -la malaria negra-. Maou le ponía a Geoffroy en la mano la pildora amarga. Ella se creía que la tragaba con el agua. Pero Geoffroy empeoraba sin parar. Ya no se mantenía en pie. Deliraba. Creía que Sabine Rodes entraba en su cuarto. Gritaba palabras incomprensibles, insultos en inglés. Orinaba con dificultad, un pis negro, pestilente. Elijah vino a verlo, consideró a Geoffroy con detenimiento, y dijo al cabo meneando la cabeza, como si anunciara una decisión penosa: «Se va a morir.»

Maou entendió. Geoffroy no tomaba las pildoras de quinina. En su delirio creía que el doctor Charon quería envenenarlo. Maou encontró las pildoras escondidas debajo de la almohada. Geoffroy ya no comía. Beber le producía dolorosos retortijones.

El doctor volvió con una jeringuilla. Tras las dos primeras inyecciones de quinina Geoffroy mejoró. Consiguieron que aceptara tomar las tabletas. Las crisis comenzaron a espaciarse, a resultar menos alarmantes. Cesó la hemorragia.

Fintan permanecía en casa, para estar con Maou. No hacía preguntas, pero su mirada traslucía la misma ansiedad. Maou decía: «104 esta mañana.» Fintan desconocía los grados Fahrenheit, ella le traducía: «40.»

En la veranda, Fintan leía la Guía del conocimiento. Estaba bien. Permitía abstraerse.

«¿Qué historia corre a propósito de la imprenta?

– Dicen que Lorenzo Coster, de Haarlem, se entretenía tallando letras en corteza de abedul y tuvo así la idea de imprimirlas en papel con la ayuda de un poco de tinta.

¿Qué es el mercurio o azogue?

– Un metal imperfecto, similar a la plata líquida, muy útil para la industria y la medicina. Es el más pesado de los fluidos.

¿Dónde se da?

– En Alemania, Hungría, Italia, España y Suramérica.

¿No hay una célebre mina de mercurio en Perú?

– Sí, en Guanca Velica. Hace trescientos años que se explota. Es una verdadera ciudad subterránea, con calles, plazoletas y una iglesia. Miles de antorchas la iluminan día y noche.»

Fintan disfrutaba imaginándose todas esas cosas extraordinarias, esos reyes, esas maravillas, esos pueblos fabulosos.

Fue de mañana, antes de llover, cuando estalló la revuelta. Fintan lo comprendió enseguida. Marima se acercó a prevenirlos, toda la ciudad estaba dominada por una especie de fiebre. Fintan salió de la casa, corrió por la polvorienta carretera. Otras personas se precipitaban hacia la ciudad, mujeres, niños.

La revuelta estalló en casa de Gerald Simpson, entre los forzados que cavaban el boquete para la piscina. El D.O. creyó al principio que todo se normalizaría de inmediato y ordenó que les administraran algunos bastonazos. Los presidiarios atraparon a uno de los guardias y lo ahogaron en el boquete lleno de agua fangosa; luego, no se sabía cómo, unos cuantos lograron liberarse de la cadena y en lugar de escapar se hicieron fuertes en la parte alta del terreno, junto a la reja, gritando y lanzando amenazas al D.O. y a los ingleses del Club.

Viendo que la situación se le iba de las manos, Simpson se refugió en el interior de la casa, con sus invitados. Llamó por teléfono al residente instantes antes de que los amotinados echaran abajo el poste, y el residente alertó al cuartel.

Fintan llegó al mismo tiempo que el camión militar. Al ver la casa de Simpson notó que tragaba saliva de puro miedo. El cielo se encontraba tan hermoso, con sus nubes ovilladas, los árboles tan verdes; resultaba increíble que pudiera desatarse semejante violencia.