Llegó a caballo el teniente Fry, y los soldados ocuparon posiciones alrededor del terreno, frente al gran boquete de agua fangosa. Sonaban las voces de los forzados, los gritos de las mujeres. Por un megáfono el teniente daba órdenes en pidgin que el eco volvía ininteligibles.

En la terraza de la casa blanca los ingleses contemplaban la escena, medio escondidos por las columnatas. Fintan reconoció la chaqueta blanca de Gerald Simpson, su pelo rubio. Divisó asimismo al pastor anglicano, y a otra gente que no conocía. Al lado de Simpson había un hombrecillo rechoncho con el rostro muy blanco rematado por un Cawnpore. Fintan pensó que debía ser el tipo que esperaban, el sustituto de Geoffroy en la United África, con ese nombre tan raro, Shakxon. Todos permanecían inmóviles, a la espera de lo que pudiera ocurrir.

En el fondo del boquete habían cesado ahora de gritar los presidiarios, ya no se oían sus amenazas. Los que seguían encadenados se mantenían agrupados al borde del agua fangosa, con el brillo de sus sudorosos rostros orientado hacia el semicírculo que formaban los soldados. La cadena que atenazaba sus tobillos les daba un aire de autómatas interrumpidos en pleno ademán. Arriba, los forzados que habían logrado soltarse retrocedieron hasta la reja. Intentaron arrancarla sin conseguirlo. En algunos lugares la reja se encontraba abombada. Los forzados seguían gritando a ratos, pero el suyo era más bien un canto de muerte, una lúgubre y resignada llamada. Los soldados no se movían. El corazón le latía a Pintan con gran intensidad en el pecho.

Se oyeron gritos. Los espectadores abandonaron la terraza y se abalanzaron al interior de la casa, derribando a su paso las mesas y los sillones de bejuco. Al mirar hacia el boquete fangoso, Fintan distinguió humo. Los reos encadenados yacían apelotonados en el suelo. Fintan se percató entonces de que había oído disparos. Al pie de la reja yacían algunos cuerpos. Un negro muy alto, el torso desnudo, uno de los cabecillas del motín, se hallaba medio enganchado a la reja como un monigote desarticulado. Resultaba aterrador; el humo de las armas, y ahora el silencio, el cielo vacío, la casa blanca desalojada, sin espectadores. Los soldados corrían pendiente arriba, el fusil por delante, en un instante cayeron sobre los forzados y los redujeron.

Fintan corría por la carretera. Sus pies desnudos batían sin parar la tierra roja, el aire le abrasaba la garganta como si se hubiera desgañotado. Al final de la calle se detuvo sin aliento. Estaba aturdido por el estrépito de las armas de fuego.

«¡Ven, aprisa!»

Era Marima. Lo cogió del brazo y lo arrastró consigo. Su terso rostro tenía una expresión que subyugó a Fintan. Decía, cuidado, no hay que quedarse aquí. Se llevó a Fintan de vuelta a Ibusun. En la carretera, cada vez que se cruzaban con un grupo de hombres bajando hacia el río, escondía a Fintan con un lado de su velo.

Maou aguardaba en el jardín, a pleno sol. Estaba pálida.

«He pasado mucho miedo, es terrible. ¿Qué ha ocurrido abajo?»

Fintan trataba de hablar, sollozaba. «Dispararon, los han matado, dispararon sobre los encadenados, cayeron todos.» Apretaba los dientes para no llorar. Odiaba a Gerald Simpson, al residente y a su mujer, al teniente, a los soldados, odiaba sobre todo a Shakxon. «Quiero irme de aquí, no quiero seguir ni un minuto más.» Maou lo estrechaba en sus brazos, le acariciaba el pelo.

Más tarde, aquella misma noche, después de la cena, Fintan fue a ver a Geoffroy. Geoffroy estaba en la cama, en pijama, demacrado y descolorido. Leía un periódico a la luz de la lámpara de petróleo, casi encima de la cara, no tenía las gafas. Fintan se fijó en la señal que le hacían las gafas en el puente de la nariz. Por primera vez pensó que era su padre. No un desconocido, un usurpador, sino su propio padre. No había conocido a Maou insertando anuncios por palabras en los diarios, no les tendió trampa alguna prometiéndoles el oro y el moro. Lo eligió Maou, lo amaba, ella decidió casarse con él, juntos hicieron un viaje de novios, a Italia, a San Remo. Tantas veces se lo contó Maou, en Marsella; le habló del mar, de las calesas que recorrían la playa, del agua, tan tibia cuando se bañaban de noche, de la música de los quioscos. Antes de la guerra.

«¿Cómo estás, boy?» le dijo Geoffroy. Sin las gafas, sus ojos eran de un azul vivo, muy juveniles.

«¿Nos vamos a marchar pronto?» preguntó Fintan.

Geoffroy se concentró un poco.

«Sí, tienes razón, boy. Creo que lo más sensato será marcharse ahora.»

«¿Y tus investigaciones? ¿Y la historia de la reina de Meroe?»

Geoffroy se echó a reír. Le brillaban los ojos.

«¿Conque estás al corriente de todo? Es cierto, yo mismo te he hablado algo de ello. Tendría que ir hacia el norte, también a Egipto, a Sudán. Y luego están los documentos, en el British Museum, en Londres. Además…» Se puso a dudar, como si le costara recobrar un sentido a todo ello. «Luego regresaremos, dentro de dos o tres años, cuando hayas avanzado un poco en tus estudios. Buscaremos la nueva Meroe, ría arriba, más arriba, donde forma una gran uve doble. Iremos a Gao, donde empezó todo, Benin, los yorubas, los ibos, buscaremos los manuscritos, las inscripciones, los monumentos.»

De repente el cansancio le vació la mirada, su cabeza se desplomó en la almohada.

«Más tarde, boy, más tarde.»

Aquella noche Fintan, antes de dormirse, hundió su rostro en la curva del cuello de Maou, como solía entonces, en San Martín. Ella le acariciaba el pelo, le cantaba letrillas en ligur, la que prefería, en el puente del Stura:

«Al tram ch’a va Caïroli
Al Bourg-Neu fas ferma pas!
S'ferma mai sul pount d'la Stura
S'ferma mai sul pount d'la Stura
per la serva del Cura.
Chiribi tantou countent quant a lou sent
che lou cimenta!
Ferramiu, ferramiu, ferramiu,
Sauta Giuf»

Al despuntar el día, Okawho ha botado la larga canoa al agua del río. Oya se sienta a proa, su lugar preferido. Lleva a la espalda a su bebé embutido en un amplio paño azul. De vez en cuando lo orienta hacia su seno para que mame la leche. Es niño, y ella no sabe su nombre. Se llama Okeke, porque nació el tercer día de la semana. La canoa avanza despacio a favor de corriente, pasa ante los embarcaderos, donde aguardan los pescadores. Okawho ni se vuelve para mirar la casa de Sabine Rodes, bien alejada ya, perdida entre los árboles. Cuando regresó de Aro Chuku compró la canoa a un pescador del río, adquirió algunas provisiones en el Wharf, arroz, pescado en salazón, camarones, latas de conserva, una lámpara de petróleo y algunos útiles de cocina, sin olvidar un retal de tela. Luego fue en busca de Oya al dispensario y se la llevó junto a su hijo.

La canoa se desliza por la corriente, sin esfuerzo. Okawho apenas si hace presión con la pagaya las raras veces que ha de hacerlo. Se dirige hacia aguas abajo, hacia las tierras del delta, hacia Degema, Brass, la isla de Bonny. Allí donde el oleaje de la marea remonta el río, con los peces sierra y los delfines yendo y viniendo en el agua revuelta. El sol refulge sobre el río en sombra. Las aves levantan vuelo al acercarse la proa de la canoa, buscan cobijo en las islas. Atrás quedan la gran ciudad de chapa y tablones, el Wharf, la fábrica de maderas, cuyo motor empieza ahora a ronronear. Quedan las dos islas grandes extendidas a ras del agua, y el armazón del George Shotton, animal antediluviano. Ya todo se desvanece en la lejanía, se confunde con la línea de los árboles. Cuando Okawho regresó de Aro Chuku no fue a casa de Sabine Rodes. Durmió al sereno, cerca del dispensario. Ya se había esfumado, alejado a otro mundo en compañía de Oya. Sabine Rodes no era capaz de entenderlo. Caminó por toda la ciudad, él, que no salía de casa sino para ir al río, buscó a Okawho alrededor del Wharf, Se atrevió incluso a llegarse hasta Ibusun, a espiar. Interrogó a las monjas del dispensario. Era la primera vez que algo, alguien, se le escapaba. Cuando por fin se hubo convencido, se encerró en su amplia y lúgubre sala, la sala de las máscaras, con las persianas bajadas como siempre, y se sentó a fumar en un sillón.