Geoffroy se había marchado, por la carretera de Owerri. ¿Habría salido en busca de una nueva casa, teniendo en cuenta que el sustituto iba a ocupar su sitio en Ibusun? Aunque también habló de ese extraño lugar, esa misteriosa y mágica ciudad metida en la sabana, Aro Chuku. Antes de subir al V 8 su comportamiento fue de lo más extravagante. Abrazó con fuerza a Fintan, le acarició los cabellos mientras le decía, deprisa y en voz baja: «Perdóname, boy, no tenía que haberme enfadado tanto. Estaba cansado, lo entiendes ¿verdad?» A Fintan se le aceleraban los latidos del corazón, ya no sabía qué pensar, era como si tuviera ganas de llorar. Geoffroy añadió entre dientes: «Hasta la vista, boy, cuida bien de tu madre.» Luego montó en el vehículo, encogió su corpachón al volante. Colocó una cartera en el asiento, a su lado, como cuando se marchaba a Port Harcourt a despachar asuntos. «¿Se va para siempre?», inquirió Fintan. Pero ya estaba arrepintiéndose de su pregunta.

Maou se puso a hablar de Owerri, Abakaliki, Ogoja, de las gentes que vería, de la casa que esperaba encontrar allí. Por primera vez decía: «tu padre». Así es que tal vez pudieran quedarse, acaso no tuvieran que regresar a Marsella. El V 8 rodó hasta el camino envuelto en una nube de polvo rojo, luego bajó el repecho y se perdió en las calles de Onitsha.

El árbol grande se hallaba en lo alto de un montículo desde el que se veía el valle de Omerun. Bony se sentaba en las raíces, tocaba la sanza con la vista perdida en la lejanía. Desde que su hermano cayó prisionero era otro. Ya no se pasaba por casa de Geoffroy, y cuando se topaba con Fintan en la ciudad, cambiaba de orilla.

Sabía que Geoffroy había partido. Mentó Owerri, Aro Chuku. Fintan no se extrañó lo más mínimo. Bony lo sabía todo, como si pudiera oír a la gente hablar a distancia.

Fintan no le hablaba nunca de Geoffroy. Sólo una vez, después de la noche que pasaron al sereno, junto al agua mbiam; Geoffroy lo había azotado a cintazos. Fintan le enseñó las marcas en las piernas, la espalda. Dijo «Poko Ingezi» y Bony encontró divertido repetir también él «Poko Ingezi». A Fintan le gustaba mucho Omerun. La cabaña de la abuela de Bony estaba al borde del río. La anciana les invitaba a comer, fufú, ñames tostados, patatas dulces, asadas entre cenizas. Era una mujer pequeña, con un nombre sorprendente para una persona tan entrada en carnes, pues se llamaba Ugo, es decir, el ave rapaz que vuela por el cielo, un halcón, un águila. Ella a su vez llamaba a Fintan umu, como si también fuera su nieto. Algunas veces Fintan pensaba que aquella era su familia de verdad, que su piel se había vuelto como la de Bony, negra y tersa.

Maou seguía durmiendo bajo el dosel del mosquitero con las persianas entornadas. Fintan se acercaba a verla sigiloso, con los pies desnudos, conteniendo la respiración por miedo a despertarla. Así era como la prefería, en pleno sueño, con los bucles castaños enmarañados tapándole las mejillas y el reflejo del alba en los hombros. Igual que antes, en San Martín, como cuando estaban los dos solos en el camarote del Surabaya.

Desde que se marchó Geoffroy, hacia Owerri y el río Cross, todo era distinto. Una extraordinaria paz reinaba en la casa, y Fintan ni siquiera tenía ya ganas de salir. El mundo se había detenido, se había dormido con el mismo sueño que Maou; por eso dejó de llover. Todo se podía olvidar. Nada de Club ni de Wharf; los cobertizos de la United África permanecían cerrados. Tampoco a Maou le apetecía bajar a la ciudad. Se contentaba con mirar el río desde lo alto de la terraza, o daba a Fintan sus lecciones, le hacía repetir las tablas de multiplicar, los verbos irregulares ingleses. Volvió incluso a escribir poemas en su cuaderno; hablaba del río, del mercado, de las hogueras encendidas, del olor a pescado frito, del ñame, de la fruta demasiado madura. Tenía tanto que decir que no sabía por dónde empezar. También era algo triste, porque se sentía urgida, impaciente, como durante los días que precedieron a su partida de Marsella. Y ahora, ¿qué dirección tomar?

Bony dejó de presentarse a la cita del árbol. Era debido a la fiesta del ñame. En Omerun reina Eze Enu, que mora en el cielo y cuyo ojo es Anyanu, el sol. También lo llaman Chuku abia ama, el que planea en el aire como un pájaro blanco. Cuando las nubes se alejan, dice Bony -mientras imita con los brazos el planeo de un ave- es el momento de dar el alimento a Eze Enu. Se le ofrenda el primer ñame, muy blanco, en un blanco lienzo extendido en el suelo. En el lienzo se coloca una pluma de águila blanca, una pluma de pintada blanca, y el ñame, más blanco que la espuma.

Esa misma noche iba a comenzar la fiesta. Marima propuso a Maou que fuera con ella a Omerun para ver el «juego de la luna». Era un misterio. Ni ella ni Maou habían ido nunca.

Desde su puesto de observación en el viejo embarcadero de madera, Fintan contemplaba el desplazamiento de los barcos por el río. Los pontones cargados con toneladas de aceite bajaban con lentitud, derivando en los remolinos, frenados por medio de las largas pértigas flexibles que esgrimían los hombres. De vez en cuando surcaba las aguas una canoa envuelta en el rugido de su motor fuera borda cuyo eje largo se sumergía muy atrás como un brazo frenético. Río arriba las islas parecían flotar contracorriente. Brokkedon, el pecio del George Shotton, y en la desembocadura del Omerun, la gran isla de jersey, con su tenebrosa espesura. Fintan pensaba en Oya, su cuerpo tendido en el interior del pecio, su mirada traspuesta mientras Okawho la penetraba, el furor acto seguido del joven guerrero, el ruido atronador cuando hizo añicos el espejo. Pensaba en la playa, entre las cañas, cuando Bony pretendió tomar a Oya por la fuerza, en el sendero, el furor que se apoderó de él, como un ardor en el cuerpo, y la marca en la mano de la mordedura de Oya.

Dado todo lo ocurrido, Fintan ya no creía en la posibilidad de abandonar Onitsha, regresar a Europa. Tenía la impresión de haber nacido aquí, junto a este río, bajo este cielo, de haber conocido esto desde siempre. Era el parsimonioso poderío del río, el agua en eterno descenso, el agua en sombra y roja, porteadora de los troncos de los árboles, el agua hecha cuerpo, el cuerpo de Oya esplendente y dilatado por el embarazo. Fintan miraba el río, le latía el corazón, sentía en su interior una parte de esa mágica fuerza, una parte de esa dicha. Nunca más sería extranjero. Lo sucedido allí, en el pecio del George Shotton, había sellado un pacto, un secreto. Se acordaba de la primera vez que vio a la joven, en la playa de Omerun, desnuda en el río. «Oya.» Bony pronunció su nombre en voz baja. Como si fuera hija del río, con su color agua profunda, su cuerpo terso, sus senos, su rostro de ojos de egipcia. Entonces los dos permanecían echados en el fondo de la canoa, disimulados entre los cañaverales, sin hacer ruido, como a la caza de un animal. Fintan sentía un nudo en la garganta. Bony miraba con una atención dolorosa, el semblante paralizado, pétreo.

Jamás podría separarse del río, tan lento, tan premioso. Fintan permanecía inmóvil en el embarcadero hasta que el sol descendía hacia la otra orilla; el ojo de Anyanu escindiendo el mundo.

La luna estaba en lo alto del cielo negruzco. Maou andaba por el camino de Omerun, junto a Marima. Fintan y Bony marchaban un poco más atrás. Entre las hierbas los sapos producían sus ruidos. Las hierbas se confundían con la negrura, pero las hojas de los árboles brillaban con un lustre metálico, y el camino refulgía a la claridad de la luna.

Maou se detuvo, cogió a Fintan de la mano.

«¡Mira qué bonito!»

En cierto momento, en lo alto de la pendiente, se volvió a mirar en dirección al río. Se veía con nitidez el estuario, las islas.

Caminaba más gente por la carretera de Omerun, todos se daban prisa para llegar a la fiesta. Venían de Onitsha, o incluso de la otra orilla, de Asaba, de Anambara. Pasaban bicicletas zigzagueando y tocando el timbre. De vez en cuando un camión perforaba la noche con sus faros levantando una nube de polvo acre. Maou se cubría con un velo, al estilo de las mujeres del norte. El ruido de los pasos crecía en la noche. Un resplandor como de incendio dominaba la aldea. Maou se asustó, pensó en decirle a Fintan: «Ven, nos damos la vuelta.» Pero la mano de Marima tiró de ella instándola a seguir: «Wa! ¡Adelante!»