Llegan hasta el borde de un otero y se detienen, paralizados por el estupor. Enseguida crece el ruido de las voces, se hincha como un canto: ¡el río! ¡Mirad, es el río! Después de tanto tiempo, tantos muertos, han llegado al término del viaje, han llegado a Ateb, de donde arranca el río del cielo.

Rodeada por los sacerdotes, Arsinoe también mira el brillo del río a la luz del sol poniente. Todavía un instante se mantiene el disco suspendido sobre el horizonte, enorme, color sangre. Como si el tiempo se hubiera detenido, ya nada pudiera alterarse y no hubiera lugar para más muerte.

En este instante, el pueblo de Meroe rememora el día de la partida, cuando Amanirenas, rodeada por los adivinos y los sumos sacerdotes de Atón, anunciaba el comienzo del viaje hacia el otro lado del mundo, hacia la puerta de Tuat, hacia la tierra donde se oculta el sol. Es el mismo estremecimiento, el mismo rumor, el mismo canto. Arsinoe lo recuerda. Ella era muy pequeña entonces, su madre aún se encontraba joven y pletórica de fuerza. La ruta que enlaza las dos vertientes del mundo es infinitamente breve, como si no fuera más que el haz y el envés de un espejo. Los ríos se tocan en el cielo, el gran dios Hapy color esmeralda, que fluye sin fin hacia el norte, y este dios nuevo de luz y cieno, que divide de un tajo las amarillentas hierbas de la sabana y se deja ir hacia el sur con parsimonia.

En el lugar desde el que divisaron el río por vez primera, en el borde del otero, los sacerdotes de Meroe ordenan erigir una estela, cara al ocaso. Con un cincel, graban en la piedra el nombre de Horus, señor del mundo, creador de la tierra y los abismos. En la cara de poniente, por donde el disco se ha demorado tanto tiempo, graban el signo de Temu, el disco alado. Así ha nacido la marca sagrada que ha de imponerse a cada primogénito, en memoria de la llegada del pueblo de Meroe a las riberas del río.

La joven reina Arsinoe es la primera en recibir la marca de Osiris y Horus. El último sumo sacerdote murió hace ya mucho tiempo, encerrado en la tumba de Amanirenas en medio del desierto. Es un nubio de Aiwa, llamado Geberatu, el que graba los signos sagrados; en la frente los dos ojos del pájaro celeste, en representación del sol y de la luna, y en las mejillas las estrías oblicuas de las plumas de las alas y la cola del halcón. Saja el rostro de la reina con el cuchillo ritual y espolvorea las marcas con limalla de cobre. La misma noche, todos los primogénitos, muchachos y muchachas, reciben el mismo signo con el fin de que ninguno olvide el instante en que el dios se detuvo en su trayectoria y alumbró para el pueblo de Meroe el lecho del gran río.

Pero no han llegado al término del viaje. Embarcadas en balsas de cañas, las gentes de Meroe han emprendido el descenso del curso del río en busca de una isla donde establecer la nueva ciudad. Los hombres y las mujeres más válidos han partido primero, escoltando la balsa de la reina. Siguiendo las riberas, los rebaños se desplazan con lentitud guiados por los niños y los ancianos. Geberatu lleva consigo un pedazo de la estela con el fin de poner los fundamentos de los futuros templos. Por el resplandeciente río, al alba, se deslizan lentamente decenas de balsas, retenidas por las largas pértigas hundidas en el fango.

Cada día que pasa, el río parece más grande, las riberas más pobladas de árboles. Arsinoe, sentada bajo su palio de hojarasca, mira estas nuevas tierras, intenta adivinar una señal del destino. A veces aparecen grandes islas chatas, a flor de agua, similares a las balsas. «Hay que proseguir el descenso», dice Geberatu. Con el crepúsculo, los hombres de Meroe se detienen en las playas para implorar a los dioses, Horus, Osiris, Thoth, el del ojo del halcón celeste, Ra, el señor del horizonte al este del cielo, el guardián de la puerta de Tuat. En los braseros manda quemar incienso Geberatu, y lee el porvenir en las volutas de humo. Con el acompañamiento de músicos nubios que tocan el tambor, salmodia y gira la cabeza entrechocando sus collares de cauri. Los ojos se le ponen en blanco, arquea el cuerpo encima de la tierra. Entonces habla al dios del cielo, a las nubes, la lluvia, las estrellas. Cuando el fuego ha consumido el incienso, Geberatu recoge el hollín y se unta la frente, los párpados, el ombligo, los dedos de los pies. Arsinoe aguarda, pero Geberatu sigue sin ver el final del viaje. Las gentes de Meroe están exhaustas. Dicen: «Detengámonos aquí, no podemos continuar caminando. Los rebaños nos siguen muy de lejos. Nuestros ojos ya no pueden ver nada.» Cada mañana, al alba, como otrora Amanirenas, Arsinoe da la señal de partida, y el pueblo de Meroe se reincorpora a las balsas. En la proa de la primera, delante del palio de la joven reina, se mantiene de pie Geberatu, que sostiene la larga lanza arpón como símbolo de su magia. Un abrigo de piel de leopardo cubre su cuerpo fino y negro.

Las gentes de Meroe murmuran que la joven soberana es ahora presa de su poder, que él reina incluso sobre su cuerpo. Sentada al amparo de la techumbre de hojarasca con la cara orientada hacia la orilla infinita, suspira: «¿Cuándo llegaremos?» Y Geberatu responde: «Estamos en la balsa de Harpócrates, el escarabajo sagrado está a tu lado, a popa gobierna Maat, el padre de los dioses, que lleva su testa de ariete. Los doce dioses de las horas te empujan hacia el lugar de la vida eterna. Cuando tu balsa toque tierra en la isla del cenit, habremos llegado.»

El río baja lentamente, intruso en el cuerpo de Geoffroy, mientras dura su sueño. El pueblo de Meroe pasa en su interior, él siente sus miradas orientadas a las riberas en sombra por los árboles. Ante ellos levantan vuelo los ibis. Cada atardecer un poco más lejos. Cada velada, el hechizo del adivino, la faz paralizada por el éxtasis, y el humo del incienso ascendiendo en plena noche. En busca de un signo entre los astros, un signo de la espesura de la selva. Escuchando los gritos de las aves, escrutando los rastros de las serpientes en el limo de las riberas.

Por fin, una jornada a mediodía, aparece la isla en el centro del río, cubierta de cañas, similar a una balsa de gran tamaño. El pueblo de Meroe sabe entonces que ha llegado. Aquí está, en la curva del río, el lugar que tanto han anhelado. El final del largo viaje, porque ya no quedan fuerzas ni esperanza, tan sólo un inmenso cansancio. En la isla salvaje fundan la nueva Meroe, con sus casas, sus templos. Allí nace la hija de Arsinoe y el sacerdote Geberatu, la que llevará el nombre de Amanirenas, o Candada, como su abuela muerta en el desierto. Con ella, fruto de la unión de la última reina de Meroe y del adivino Geberatu, sueña ahora Geoffroy. Sueña con su rostro, su cuerpo, su magia, su mirada puesta en un mundo en que todo comienza.

Su rostro, terso, y puro como una máscara de piedra negra, la forma alargada de su cráneo, su perfil de una belleza irreal, la sonrisa que dibujan los labios, el arco de las cejas que arrancan del puente de la nariz y se elevan muy arriba como dos alas, y sobre todo, el ojo rasgado, aguzado, como el cuerpo del halcón celeste.

Ella, Amanirenas, la primera reina del río, heredera del Imperio Egipcio, nacida para hacer de la isla la metrópoli de un nuevo mundo, para unir a todos los pueblos de la selva y del desierto bajo la ley del cielo. Pero ya su nombre ha dejado de existir en esta lejana lengua consumida y desgarrada por la travesía del desierto. Su nombre vive en la lengua del río: ella se llama Oya, es el cuerpo mismo del río, la esposa de Shango. Es Yemoja, la fuerza del agua, la hija de Obatala Sibu y de Odudua Osiris. Los pueblos negros de Osimiri se han aliado con las gentes de Meroe. Han traído el grano, la fruta, el pescado, las maderas preciosas, la miel silvestre, las pieles de leopardo y los dientes de elefante. Las gentes de Meroe han aportado su magia, su ciencia. El secreto de los metales, la alfarería, la medicina, el conocimiento de los astros. Han aportado los secretos del mundo de los muertos. Y los signos sagrados del sol y de la luna, y de las alas y la cola del halcón, están grabados en los rostros de los primogénitos.