Oya no conocía trabas, veía el mundo tal como era, con la mirada franca de las aves o los niños muy pequeños. Esa mirada le aceleraba el pulso a Maou, la turbaba.

En ocasiones, cuando estaba harta de hablar con la gente, Oya dejaba descansar su cabeza en el hombro de Maou. Lentamente, sus dedos empezaban a acariciar la piel del brazo de Maou, se entretenían en ponerle carne de gallina. Maou al principio mostraba su desagrado poniéndose rígida, como si fuera a verlas alguien e ir contando cosas por ahí, pero acabó por habituarse a las caricias. Al final de la tarde, antes de romper a llover, reinaba tal silencio en Ibusun, la luz era tan suave, tan cálida. Un sueño, podría decirse; Maou rememoraba recuerdos muy antiguos, de cuando era niña: el verano en Fiésole, el calor de la hierba y los chirridos de los insectos, los delicadísimos dedos de su amiga Elena, que le acariciaba sus hombros desnudos, el perfume de su piel, de su sudor. La turbaba el olor de Oya y, al volverse hacia ella, el resplandor de sus ojos en la negrura de su rostro, joyas rebosantes de vida.

Un buen día, con total naturalidad, Oya le hizo sentir el niño que llevaba en su vientre, guió la mano de Maou por el escote de su vestido hasta el lugar en que, apenas perceptible, palpitaba el feto, leve como un nervio que temblara bajo la piel. Maou posó largo rato su mano en el vientre, sin atreverse al menor movimiento. Oya era dulce y cálida, se recostó sobre ella, dio la impresión de quedarse dormida. Al cabo de un instante, sin razón aparente, pegó un brinco y desapareció corriendo por la polvorienta carretera.

Tal vez gracias a Oya aprendió Maou a amar la lluvia. Con las manos abiertas delante de la cara, como si ella misma abriera las compuertas del cielo. Ozoo, la lluvia que bajaba desde la parte alta del río a la velocidad del viento y cubría la agrietada tierra con su sombra bienhechora.

Cada atardecer, tras la marcha de Oya, solía mirar la llegada de la lluvia, toda una representación. Desde las altiplanicies, donde el cielo tomaba un baño de tinta negra, llegaba el sonido amortiguado de los truenos. Ya no tenían necesidad de contar los segundos. Fintan se sentaba a su lado, en el suelo de la veranda. Ella observaba su cara abrasada, sus enmarañados cabellos. Tenía la misma frente que ella, la misma tupida cabellera, cortada «a tazón»; le daba el aspecto de un indio americano. No tenía nada que ver con el niño introvertido y frágil que un día desembarcó en los muelles de Port Harcourt. Las facciones y el cuerpo se le habían endurecido, los pies, ensanchado y fortalecido como los de los niños de Onitsha. Pero sobre todo, su fisonomía reflejaba algún cambio, en la mirada, los gestos, que delataba el comienzo de la mayor aventura de la vida, el paso a la edad adulta. Era espantoso, Maou no quería ni pensarlo. De repente estrechaba a Fintan entre sus brazos, con todas sus fuerzas, como jugando. El forcejeaba, se reía. Por unos instantes seguía siendo un niño.

«Tienes todas las piernas arañadas, mira, ¿dónde has ido a correr?»

«Por allí, hacia Omerun.»

«¿Sigues yendo con Josip, quiero decir, Bony?»

Él miraba para otro lado. Sabía que Maou estaba intranquila cuando se iba con Bony.

«No te alejes demasiado, es peligroso, sabes que tu padre tiene ya bastantes preocupaciones.»

«¿Ése? Ni se entera.»

«No digas eso, sabes que te quiere.»

«Es malo, a ese hombre lo detesto.»

Le enseñaba el brazo, bajo el hombro; un moratón.

«Mira, me lo hizo él, con su vara.»

«Tienes que ser obediente, no le gusta que andes por ahí cuando anochece.»

Fintan alimentaba su rencor.

«Pero le he roto la vara, tendrá que hacerse otra.»

«¿Y si te muerde una serpiente?»

«No me asustan las serpientes. Bony sabe hablar con ellas. Dice que conoce su chi. Conoce los secretos.»

«Y esos secretos ¿cuáles son?»

«No puedo decírtelo.»

La lluvia se precipitaba sobre las chapas provocando un estruendo metálico. Al poco llegaba el frío, un soplo de aire venido del fondo del río. Era tal el estrépito que para entenderse se imponía gritar. La tierra era surcada por regueros rojizos.

Al anochecer Maou cogía los cuadernos y los libros, con la idea de hacer trabajar a Fintan. Era la hora de las matemáticas, la geografía, la gramática inglesa, el francés. Se sentaba en el sillón de bejuco y Fintan se acomodaba en el suelo de la veranda. Hasta cuando la lluvia amainaba era difícil trabajar. Fintan miraba la cortina de lluvia, escuchaba la crepitación de las gotas y el agua que caía en cascada en los bastidores cubiertos de tela. Cuando terminaba sus tareas, iba por el libro que más le gustaba. Era un librito antiguo que había descubierto en la biblioteca de Geoffroy. Se llamaba The Child's Guide to Knowledge. Era un libro compuesto únicamente de preguntas y respuestas. Fintan se lo daba a Maou para que le leyera pasajes traduciéndolos. Encerraba respuestas a todas las preguntas, por ejemplo:

«¿Qué es un telescopio?

– Es un instrumento óptico provisto de varias lentes que nos acerca a la vista los objetos lejanos.

¿Quién lo inventó?

– Zacarías Jansen, un holandés de Middleburgh, en Zelanda, de profesión fabricante de gafas.

¿Cómo lo inventó Jansen?

– Por pura casualidad, ya que al colocar dos gafas a una cierta distancia una de otra, se percató de que los dos cristales así dispuestos aumentaban considerablemente los objetos.

¿Cómo procedió?

– Instaló los cristales en esa posición, y en el año 1590 fabricó el primer telescopio, que midió doce pulgadas.

¿Y quién perfeccionó su invento?

– Galileo, un italiano nacido en Florencia.

¿Le ocasionaron daños sus investigaciones y el continuado uso de gafas?

– Sí, perdió la vista.»

Cuando ella terminaba con la Guía del conocimiento, Fintan le pedía:

«Maou, habíame en tu lengua.»

La luz era baja, caía la noche. Maou se mecía en el sillón de bejuco, canturreaba filastrocche, ninnenanne bajito al principio, luego más alto. Sonaban raras aquellas canciones, y la lengua italiana se confundía dulcísima con el rumor del agua, como antes en San Martín.

Se acordaba bien; al poco de llegar, llevó a Fintan a una recepción en casa del residente. En los jardines sirvieron té y pastas. Fintan corría por los paseos, los perritos ladraban. Maou llamó a Fintan en italiano. Apareció entonces la señora Rally, y dijo con su amedrentada vocecita: «Disculpe, ¿qué clase de lengua habla usted?» Más tarde Geoffroy riñó a Maou. Le dijo bajando la voz, para dejar claro que él no gritaba, quizá también porque era muy consciente de su sinrazón: «No quiero que vuelvas a dirigirte a Fintan en italiano, sobre todo en casa del residente.» Maou contestó: «Sin embargo, antes te encantaba.» Tal vez aquel fue el día en que cambió todo.

El rugido del V 8 barrenaba la noche. Resonaba pese al fragor de la tormenta, como viniendo de la lejanía; un avión surgido de la tempestad. Fintan se ponía a salvo en su mosquitero. Si Geoffroy lo veía levantado se prepararía otra buena.

Maou aguardaba en la veranda. Se oía el ruido de los pasos en el jardín, el crujido de los peldaños de madera. Geoffroy estaba pálido, con aspecto cansado. La lluvia le había calado la camisa, chafado el pelo, haciendo más llamativa la calvicie de su coronilla.

«Llegó esta tarde.»

Alargaba una hoja de papel ajada por la lluvia. Era una carta de despido, Geoffroy había dejado de trabajar para la United África Company. Unas escuetas líneas de la dirección notificándole que no se le renovaba el contrato. Una decisión injustificada, por consiguiente inapelable. Maou sintió una especie de alivio, y ganas de llorar al mismo tiempo. Ahora sí había que irse.

Para contener su emoción, acertó a decir:

«¿Qué vamos a hacer?»

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[7] Plurales de los términos italianos «filastrocca» (filatería, cáfila, letanía) y «ninnenanna» (nana para arrullar a un niño)