El la ve, ella agita su sueño. Oya se desplaza sigilosa hasta la proa de la canoa sosteniendo la pértiga en equilibrio como un balancín. Ahora la reconoce -es ella, sin duda- en su interior, loca y muda, errando a lo largo de las orillas del río en busca de su morada. Esa a quien espían los hombres entre los cañaverales, a quien tiran piedras los niños porque dicen que se lleva las almas al fondo del río.

Geoffroy Allen se despierta bruscamente. Su cuerpo está empapado de sudor. El nombre de Oya le quema en la mente como una marca. Sin hacer ruido, se desliza fuera del mosquitero, sale a la veranda. Al pie de la pendiente invisible, el cuerpo de Oya brilla en la noche, confundido con el cuerpo del río.

Geoffroy no volvió al Club. Por medio del viejo Moisés, que trabajaba en el Wharf, sabía que el rumor tenía un nombre, el del sustituto que llegaría de modo inminente a bordo de un barco proveniente de Southampton. Se llamaba Shakxon, había trabajado para Gillet de Cornhill, también para Samuel Montagu. Gracias a Sabine Rodes se conocían todos estos detalles. Para un hombre que no ponía jamás los pies en el círculo inglés de Onitsha, disponía de una información más que notable.

Fue entonces cuando Maou cometió aquella locura, desesperada. Una tarde, mientras Geoffroy se hallaba en las oficinas de la United África, se llevó a Fintan hasta la otra punta de la ciudad, por encima del embarcadero, donde se encontraba la casa de Sabine Rodes, en todo igual a un fortín, con su empalizada de estacas y su puerta cochera. Maou se presentó ante la puerta, con Fintan de la mano. Se abrió la puerta baja a la izquierda de la cochera y apareció Okawho, casi desnudo, con su rostro marcado brillando a la luz. Miró a Maou con ilimitado fastidio por toda expresión.

«¿Puedo ver al señor Rodes?», preguntó Maou.

Okawho se dio la vuelta sin responder, sigiloso y ágil como un felino.

Regresó, e hizo pasar a Maou al salón de las colecciones, con sus persianas cerradas como siempre. En la penumbra relucían de modo inquietante las máscaras africanas, los muebles, los jarrones de porcelana bañados de perlas. Maou distinguió por fin a Sabine Rodes en persona, recostado en una tumbona, frente a un ventilador ronroneante. Tenía puesta su larga vestidura hausa azul pálido y fumaba un cigarro puro.

Maou no lo había visto más que una vez, poco después de su llegada a Onitsha. Se sintió impresionada por el color de su piel, un amarillo ceroso que resaltaba en la oscuridad del salón, y contrastaba con el negro casi azul de Okawho.

Al entrar Maou y Fintan, se levantó y les acercó dos sillas. «Tomen asiento, tenga la bondad, señora Allen.» A Maou la extrañó un poco el tono de falsa delicadeza. Dijo:

«Fintan, espérame en el jardín.»

«Okawho va a enseñarte los gatitos que nacieron ayer por la noche», secundó Rodes.

Tenía una suave voz, pero ella percibió de inmediato la maldad de su mirada. Pensó que sabía de sobra el por qué de su visita.

Afuera, en el jardín, el sol era cegador. Fintan siguió a Okawho alrededor de la casona. En el patio trasero, cerca de la cocina, estaba Oya sentada en el suelo a la sombra de un árbol. Lucía el vestizo azul de la misión que llevaba el día que subieron al George Shotton. Tenía la vista al frente, clavada en un cartón tapizado con trapos en el que una gata tricolor daba de mamar a sus crías. No pestañeó siquiera cuando Fintan se le acercó. Bajo el vestido tenía hinchados el vientre y los senos. De pie ante ella, Fintan la miró sin decir nada. Oya giró la cabeza. Fintan vio sus ojos extraordinariamente grandes y alargados hacia las sienes. Su piel cobriza era oscura, brillante y tersa. Tenía los cabellos recogidos como siempre, con el mismo fular rojo, y llevaba alrededor del cuello el mismo collar de cauri. Oya detuvo un instante en Fintan esa insensata mirada suya que daba vértigo. Y reanudó su contemplación de la gata y de sus crías.

En la sala de las colecciones, Maou tenía el corazón en un puño. Sabine Rodes la hacía objeto de su más insoportable guasa. Le decía signorina, hablaba tan pronto en italiano como en francés, pronunciando fuerte las erres como ella. Era odioso todo lo que decía. Era aún peor que los demás, pensó Maou. Ahora no le quedaba ninguna duda, él había tramado el despido de Geoffroy de la United África Company. «Querida signorina, ya sabe, a diario vemos pasar gente como su marido, creen que van a reformarlo todo. No pretendo que esté equivocado, ni usted tampoco, pero hay que ser realista, hay que ver las cosas como son y no como nos gustaría que fueran. Somos colonizadores, no bienhechores de la humanidad. ¿Se le ha ocurrido pensar lo que pasaría si los ingleses que tan abiertamente desprecia retiraran sus cañones y sus fusiles? ¿No se le ha ocurrido que este país se vería salvajemente asolado, y que sería por usted, querida signorina, por usted y por su hijo por quienes empezarían, a pesar de todas sus generosas ideas, todos sus principios y sus amables conversaciones con las mujeres del mercado?»

Maou hizo un esfuerzo, fingió no haber entendido. «¿No hay nada que hacer, no queda ninguna posibilidad?» Quería decir: «¡Haga algo, diga algo en su favor, aquí es donde quiere vivir, no quiere abandonar este país!» Sabine Rodes se encogió de hombros, dio unas chupadas a su puro. De pronto lo aburría la situación. «Okawho, ¿el té?» Los sentimientos de esta mujer, su sombría mirada, su acento italiano, el esfuerzo que hacía por no dejar traslucir su angustia; resultaba molesto, era demasiado patético. Prefería pasar a otro tema, se refería ahora a los estudios de Geoffroy, a su obsesión por Egipto. «Sabe, yo fui el primero en hablarle de la influencia egipcia en el África Occidental, de las semejanzas con los mitos yorubas, con Benin. Yo le hablé de las piedras levantadas que vi a orillas del río Cross, por la parte de Aro Chuku. Cuando llegó, le di a leer todos los libros, Amaury Talbot, León Frobenius, Nachtigal, Barth, y Hasan Ibn Mohamed al-Wasan al-Fasi, a quien llaman León el Africano. Yo le hablé de Aro Chuku, del último lugar del culto a Osiris, fue idea mía. Imagino que se lo ha contado, ¿es así? ¿Le ha dicho a usted quiénes son las gentes de Aro Chuku, le ha dicho que quiere llegar hasta allí?» Parecía presa de una cierta excitación, se incorporó en su tumbona, llamó: «Okawho! Wa!» con la voz transformada, sonora. «¡Ve a buscar a Oya enseguida!»

La joven entró en la sala, seguida de Fintan. A contraluz su silueta parecía enorme, su vientre dilatado por el embarazo le daba la apariencia de una gigante. Se detuvo en el umbral. Sabine Rodes se acercó a ella, la acompañó hasta Maou.

«Mírela bien, signorina Alien, ¡ella es quien obsesiona a su marido, es la diosa del río, la última reina de Meroe! Ella no tiene ni idea, desde luego. Está loca y es muda. Un buen día llegó aquí, nadie sabe de dónde, vagaba siguiendo el río de una ciudad a otra, se vendía por un poco de alimento, por un collar de cauri. Se instaló en el casco del George Shotton. Mírela bien, ¿acaso no tiene todo el aire de una reina?»

Sabine Rodes se levantó, tomó a la joven de la mano, la hizo andar hasta Maou. Detrás, al amparo de la puerta, Okawho no perdía detalle. Maou se indignó.

«Déjela tranquila, no es una reina, ni una loca. Es una pobre muchacha sordomuda de la que todo el mundo se aprovecha, ¡no tiene usted derecho a tratarla como a una esclava!»

«Ahora es la mujer de Okawho, se la he dado yo.» Sabine Rodes volvió a sentarse en su sillón. Oya retrocedió despacio, hasta la puerta. Se deslizó al exterior cruzándose con Fintan que observaba la escena.

«¡Pero podría habérsela dado a su marido!»

Añadió con perfidia, mientras su azul mirada escrutaba a Maou: «¿Quién sabe de quién es la criatura que guarda en su vientre?»

Maou, colérica, sintió que le subía la sangre a la cabeza.