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El intelecto del hombre es considerado como una corriente de energía. Literalmente, este intelecto es "espíritu de un genio" (chingshen), pero tomándose esencialmente la voz "genio" en el sentido en que hablamos de genios de los bosques, genios de las rocas. El equivalente más cercano en este idioma es, como lo he indicado, "vitalidad" o "energía nerviosa", que sube y baja a diferentes momentos del día y de la vida de la persona. Todo hombre nacido en este mundo comienza con ciertas pasiones y deseos y esa energía vital, los cuales siguen su curso en diferentes ciclos durante la niñez, la juventud, la madurez, la ancianidad y la muerte. Confucio dijo: "Cuando joven, cuídate de pelear; cuando fuerte, cuídate del sexo; cuando viejo, cuídate de las posesiones", lo cual significa sencillamente que al niño le gusta pelear, al joven le gustan las mujeres y al viejo le gusta el dinero.

Frente a este compuesto de bienes físicos, mentales y morales, como frente al hombre mismo y a todos los demás problemas, el chino toma una actitud que puede resumirse en la frase: "Seamos razonables". Esta actitud es de no esperar demasiado, ni muy poco. El hombre, digamos, está colocado entre el cielo y la tierra, entre el idealismo y el realismo, entre pensamientos elevados y pasiones muy bajas: tal es la esencia misma de la humanidad; es humano tener sed de conocimientos y sed de agua, amar una buena idea y un buen plato de cerdo con gajos de bambú, y admirar una frase hermosa y una mujer hermosa. Por ser éste el caso, el mundo es necesariamente un mundo imperfecto. Es, claro que existe la probabilidad de encargarse de la sociedad humana y mejorarla, pero los chinos no esperan la paz perfecta ni la felicidad perfecta. Hay una narración que ilustra este punto de vista. Había un hombre que estaba en el Infierno, a punto de ser reencarnado, y dijo al Rey de la Reencarnación: "Si quieres que vuelva a la tierra como ser humano, iré solamente según mis condiciones". "Y, ¿cuáles son?", preguntó el Rey. El hombre respondió: "Debo nacer como hijo de un ministro del gabinete y como padre de un futuro «primer graduado literario» (el estudioso que sale primero en los exámenes nacionales). Debo tener diez mil acres de tierra en torno a mi casa, y estanques con peces, y frutas de todas clases y una bella esposa y bonitas concubinas, todas buenas y amantes, y habitaciones llenas hasta el techo de oro y de perlas, y sótanos repletos de cereal, y arcas atestadas de dinero, y yo mismo debo ser un Gran Canciller o un Duque de Primer Rango, y gozar honores y prosperidad, y vivir hasta los cien años". Y el Rey de la Reencarnación respondió: "Si en la tierra pudiese haber una suerte así, ¡pues me reencarnaría yo y no lo dejaría para tí!"

La actitud razonable existe, desde que tenemos esta naturaleza humana: comencemos con ella. Además, no hay modo de escapar. Las pasiones y los instintos son, en su origen, buenos o malos, pero no se gana mucho hablando de ellos, ¿verdad? Por otra parte, hay peligro de que nos esclavicen. Quedemos en el medio del camino. Esta actitud razonable crea una especie de filosofía tan llena de perdón que, al menos para un estudioso culto, de amplio criterio, que vive según el espíritu de la razonabilidad, todo error o mal comportamiento humano, sea legal o moral o político, que pueda clasificarse como "naturaleza humana común" (más literalmente, "pasiones normales del hombre"), es excusable. Los chinos llegan a presumir que el Cielo, o el mismo Dios, es un ser bastante razonable; que si se vive razonablemente, según las mejores luces de cada uno, no se tiene nada que temer; que la paz de la conciencia es el más grande de todos los dones, y que un hombre con la conciencia limpia no tiene por qué temer ni siquiera a los espectros. Con un Dios razonable que vigila los asuntos de seres razonables, y algunos irrazonables, todo está bastante bien en el mundo. Los tiranos mueren; los traidores se suicidan; se ve al avaro vender sus propiedades; se ve a los hijos de un poderoso y rico coleccionista de curiosidades (de quien se cuentan hechos de codicia y de extorsión por la fuerza) cuando venden la colección por la cual perdió el padre tanto tiempo y dinero, y esas mismas curiosidades se dispersan entre otras familias; se descubre a los asesinos, y hay venganza para los muertos, para las mujeres engañadas. A veces, pero muy raras veces, una persona oprimida clama: "¡El Cielo no tiene ojos!" (La justicia es ciega.) Eventualmente, tanto en el taoísmo como en el confucianismo, la conclusión y la meta suprema de esta filosofía es una completa comprensión de la naturaleza y una armonía con ella, resultante en lo que puedo llamar "naturalismo razonable", si hemos de buscar un término de clasificación. Un naturalista razonable se allana, pues, a esta vida con una especie de satisfacción animal. Ya lo dicen las mujeres analfabetas de China: "Otras nos dieron a luz, y nosotras damos a luz a otras. ¿Qué más hemos de hacer?"

Hay una terrible filosofía en esa frase: "Otras nos dieron a luz y nosotras damos a luz a otras". La vida se hace una procesión biológica, y la misma cuestión de la inmortalidad queda soslayada. Porque ese es el sentimiento exacto del abuelo chino que tiene a su nieto de la mano y va a las tiendas a comprar dulces, con la idea de que a los cinco o diez años volverá al seno de la tierra o a sus antepasados. Lo mejor que podemos esperar de esta vida es que nuestros hijos y nietos no lleguen a avergonzarnos. Todo el patrón de la vida china se organiza de acuerdo con esa única idea.

II. SUJETO A LA TIERRA

La situación, pues, es esta: el hombre quiere vivir, pero debe vivir sobre esta tierra. Todas las cuestiones de vivir en el cielo deben ser dejadas de lado. No dejemos que el espíritu cobre alas y se remonte a las viviendas de los dioses, y olvide la tierra. ¿No somos mortales, condenados a morir? El lapso de vida que se nos concede, setenta años, es muy breve, si el espíritu se encocora y quiere vivir para siempre; pero, por otra parte, es suficientemente largo si el espíritu es un poco humilde. Se puede aprender mucho y gozar mucho en setenta anos, y tres generaciones es un tiempo largo, largo para ver las locuras humanas y adquirir humana sabiduría. Todo el que sea sagaz y haya vivido bastante para presenciar los cambios de costumbres, moral y política, a través del alza y baja de tres generaciones, debería quedar perfectamente satisfecho con levantarse de su asiento y marcharse diciendo, cuando baja el telón: "Fue una buena función".

Porque somos de la tierra, nacidos en ella, a ella sujetos. No hay motivo para no ser felices por el hecho de que, dijéramos, se nos coloca en esta hermosa tierra como huéspedes transitorios. Aunque fuese un sombrío calabozo, tendríamos que hacer de él lo más posible; seríamos desagradecidos si no lo hiciésemos cuando tenemos, en lugar de un calabozo, una tierra tan hermosa para vivir durante una buena parte de un siglo. A veces nos ponemos demasiado ambiciosos y desdeñamos la tierra humilde, pero generosa. Mas debemos tener un sentimiento por esta Madre Tierra, una sensación de verdadero afecto y apego por esta vivienda temporal de nuestro cuerpo y nuestro espíritu, si aspiramos a poseer un sentido de armonía espiritual.

Necesitaremos, por consiguiente, proveernos de una especie de escepticismo animal, así como de una fe animal, y tomar esta tierra como es. Y hemos de retener la plenitud de la naturaleza que vemos en Thoreau, que se sintió semejante al suelo y compartió largamente su muda paciencia, esperando en invierno el sol de primavera; que en sus momentos más mezquinos solía pensar que no era cosa suya "buscar el espíritu", sino más bien cosa del espíritu buscarle a él, y cuya felicidad, según la describía, era muy igual a la de las marmotas del bosque. Al fin y al cabo, la tierra es real, como el cielo es irreal; ¡ cuán afortunado es el hombre porque nació entre la tierra real y el cielo irreal!