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Nadie puede decir que una vida con niñez, virilidad y ancianidad no es una hermosa concertación; el día tiene su mañana, mediodía y atardecer, y el año tiene sus estaciones, y bien está que así sea. No hay bien ni mal en la vida, sino lo que está bien de acuerdo con la propia estación. Y si asumimos este criterio biológico de la vida y tratamos de vivir de acuerdo con las temporadas, nadie sino un tonto envanecido o un idealista imposible puede negar que la vida humana puede ser vivida como un poema. Shakespeare ha expresado esta idea más gráficamente en su pasaje acerca de las siete etapas de la vida, y un buen número de escritores chinos han dicho casi lo mismo. Es curioso que Shakespeare no fuese nunca muy religioso, ni muy interesado en la religión. Creo que ésa fue su grandeza; tomaba la vida humana casi como era, y se entrometía tan poco en el plan general de las cosas como en los personajes de sus obras. Shakespeare era como la Naturaleza misma, y este es el mayor elogio que podemos hacer a un escritor o a un pensador. No hizo más que vivir, observar la vida y marcharse.

CAPITULO III. NUESTRA HERENCIA ANIMAL

I. LA EPOPEYA DEL MONO

Pero si este criterio biológico nos ayuda a apreciar la belleza y el ritmo de la vida, también nos muestra nuestras ridículas limitaciones. Al presentarnos un cuadro más correcto de lo que somos como animales, nos permite comprendernos mejor, y comprender mejor el progreso de los asuntos humanos. Una simpatía más generosa, o aun un cinismo tolerante, llega junto con una comprensión más verdadera y más honda de la naturaleza humana, que tiene sus raíces en nuestra ascendencia animal. Si recordamos amablemente que somos los hijos del hombre de Neanderthal o del hombre de Pekín, y nos remontamos aun más a los antropoides, logramos eventualmente la capacidad para reírnos de nuestros pecados y limitaciones, así como para admirar nuestra habilidad de monos, que llamamos sentido de la comedia humana. Esta es una bella idea sugerida por el ilustrativo ensayo de Clarence Day, This Simian World. Al leer ese ensayo de Day podemos olvidar a todos nuestros prójimos, los censores, jefes de publicidad, redactores fascistas, radioanunciadores nazis, senadores y legisladores, dictadores, peritos económicos, delegados a conferencias económicas y todos los demás entrometidos que tratan de inmiscuirse en la vida de otras personas. Podemos perdonarlos porque empezamos a comprenderlos.

En este sentido, llego a apreciar cada vez más la sabiduría y la visión de la gran epopeya china de los monos, Hsiyuchi. El proceso de la historia humana puede ser comprendido mejor desde este punto de vista: es tan similar a la peregrinación de esas criaturas imperfectas, semihumanas, al Cielo Occidental. El Mono Wuk'ung representa al intelecto humano, el Cerdo Pachieh representa a nuestra naturaleza inferior, el Monje Sand representa al sentido común y el Abate Hsüantsang representa a la sabiduría y el Santo Camino. El Abate, protegido por esta curiosa escolta, había emprendido un viaje de China a India para procurar libros budistas sagrados. La historia del progreso humano es esencialmente como la peregrinación de esta diversa compañía de criaturas sumamente imperfectas, que caen continuamente en peligros y en risueñas situaciones debido a sus tonterías y sus travesuras. ¡Cuan a menudo tiene que corregir y castigar el Abate al travieso Mono y al Cerdo sensual, conducidos siempre, por sus mentes tristemente imperfectas y por sus bajas pasiones, a toda suerte de líos! Los instintos de fragilidad humana, de furor, venganza, impetuosidad, sensualidad, de falta de perdón y, sobre todo, de envanecimiento y falta de humildad, aparecen siempre a través de esta peregrinación de la humanidad hacia la santidad. El aumento de destrucción va de la mano con el aumento de la habilidad humana, porque, como el Mono con poderes mágicos, podemos caminar hoy por las nubes y dar volteretas en el aire (en términos modernos se llama looping-the-loop), quitar pelos de mono de nuestras piernas de mono y transformarlos en monitos, para hostilizar a nuestros enemigos, golpear a las puertas mismas del Cielo, hacer bruscamente a un lado al Celeste Portero y exigir un lugar en la compañía de los dioses.

El Mono era hábil, pero también vanidoso; tenía suficiente magia de mono como para abrirse camino hasta el Cielo, pero no tenía bastante cordura y equilibrio y templanza de espíritu para vivir pacíficamente allí. Demasiado bueno quizá para esta tierra y su existencia mortal, no era empero bastante bueno para el Cielo y la compañía de los inmortales. Había algo de craso y maligno y rebelde en él, algunas borras sin refinar en su oro, y por eso es que cuando entró en el Cielo, en el episodio preliminar, antes de unirse a la partida de peregrinos, causó allí un susto terrible, como un león salvaje que se escapa de la jaula del circo por las calles de la ciudad. Debido a su incorregible diablura innata, echó a perder la Comida Azul dada por la Reina Madre Occidental del Cielo a todos los dioses, santos e inmortales en el Cielo. Furioso porque no se le invitó a la fiesta, se hizo pasar por mensajero de Dios y envió al Duende Descalzo, que iba a la fiesta, en otra dirección, diciéndole que se había cambiado el lugar de la fiesta, y entonces se transformó en igual al Duende Descalzo y fue a la fiesta. Muchos otros duendes y hadas y trasgos habían sido enviados por él a otros sitios. Al entrar en el patio, vio que era el primero en llegar. Nadie había allí, salvo los sirvientes que cuidaban las jarras de vino celestial en el corredor. Se transformó entonces en insecto de la enfermedad del sueño, y picó a los sirvientes hasta que cayeron dormidos, y bebió las jarras de vino. Casi ebrio ya, pasó al salón y comió los duraznos celestiales tendidos en la mesa. Cuando llegaron los invitados y vieron la comida perdida, ya estaba él haciendo otras hazañas en la casa de Laotsé, donde trató de comer las píldoras de la inmortalidad. Finalmente, aun disfrazado, se marchó del Cielo, temeroso en parte por las consecuencias dé sus andanzas de ebrio, pero sobre todo enojado porque no se le había invitado a la Comida Anual. Volvió a su Reino de los Monos, del que era Rey, y así lo dijo a los monitos, y alzó bandera de rebelión contra el Cielo, y en ella escribió: "El Gran Sabio, Igual al Cielo." Hubo entonces terribles combates entre este mono y los guerreros celestes, en los cuales no fue capturado el Mono hasta que la Diosa de la Misericordia le derribó con un dulce ramito de flores de las nubes.

Tal como el Mono, siempre nos rebelamos, y no habrá paz ni humildad en nosotros hasta que seamos vencidos por la Diosa de la Misericordia, cuyas dulces flores arrojadas desde el Cielo nos harán caer. Y no aprenderemos la lección de verdadera humildad hasta que la ciencia haya explorado los límites del universo. Porque en la epopeya, el Mono se rebeló aun después de su captura y preguntó al Emperador de Jade en el Cielo por qué no se le daba un título más alto entre los dioses, y tuvo que aprender la lección de humildad mediante una apuesta final con Buda, o Dios Mismo. Apostó que con sus poderes mágicos podía ir hasta el fin de la tierra, y el premio era "El Gran Sabio, Igual al Cielo", o la sumisión completa en caso de perder. Saltó, pues, por el aire, y viajó con velocidad de rayo a través de los continentes, hasta que llegó a una montaña con cinco picos, que juzgó debía estar tan lejos que en ella jamás habían puesto pie los seres mortales. A fin de dejar prueba de que había llegado al lugar, orinó al pie del pico central, y satisfecho ya con su hazaña volvió y relató su viaje a Buda. Abrió entonces Buda una mano, y le pidió que oliera su propia orina en la base del dedo medio, y le dijo cómo durante todo ese tiempo no había salido siquiera de la palma de la mano. Sólo entonces logró humildad el Mono, y después de estar encadenado a una roca por quinientos años, fue libertado por el Abate y se unió a él en su peregrinación.