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Al fin y al cabo, este Mono, que es imagen de nosotros mismos, es una criatura extremadamente simpática, a pesar de su vanidad y sus travesuras. Así deberíamos nosotros, también, ser capaces de amar a la humanidad a pesar de todas sus debilidades y defectos.

II. A LA IMAGEN DEL MONO

De modo que, en lugar de atenernos al criterio bíblico de que fuimos hechos a imagen de Dios, llegamos a comprender que estamos hechos a la imagen del mono, y que estamos tan alejados de Dios perfecto como, digamos, están alejadas las hormigas de nosotros. Somos muy hábiles, bien seguros estamos de ello; a menudo nos envanecemos un poco de nuestra habilidad, porque tenemos una mente. Pero llega el biólogo a decirnos que la mente, después de todo, es un progreso muy reciente, en cuanto atañe al pensamiento articulado,' y que entre las cosas que contribuyen a la factura de nuestra fibra moral tenemos, además de la mente, un juego de instintos animales o salvajes mucho más poderosos que aquélla y que son, en realidad, la explicación de que nos comportemos mal, individualmente o en nuestra vida de grupos. Podemos comprender mejor entonces la naturaleza de la mente humana que tanto nos enorgullece. Vemos, en primer lugar, que además de ser una mente comparativamente inhábil, es también una mente inadecuada. La evolución del cráneo humano nos demuestra que no es nada más que el ensanchamiento de una de las vértebras dorsales y que, por consiguiente, la función del cerebro, como la de la médula espinal, es esencialmente la de presentir el peligro," afrontar el ambiente externo y preservar la vida: no la de pensar. En general, esto de pensar se hace muy pobremente. Lord Balfour debería pasar a la posteridad sólo por haber dicho que "el cerebro humano es un órgano para buscar comida, tal como lo es el hocico de un cerdo". No llamo verdadero cinismo a esto, lo llamo solamente una generosa comprensión de lo que somos.

Comenzamos a comprender genéticamente nuestras imperfecciones humanas. ¿Imperfectos? Pues sí, pero el Señor no nos hizo jamás de otro modo. Mas no es éste el punto. El punto es que nuestros remotos antepasados nadaban y trepaban y se lanzaban de una rama a otra en la selva primitiva a la manera de Tarzán, o colgaban suspendidos de un árbol como monos, por un brazo o una cola (1). En cada etapa, esta actividad, considerada por sí misma, era casi maravillosamente perfecta, a mi modo de pensar. Pero ahora se nos pide que realicemos una tarea de reajuste infinitamente más difícil.

Cuando el hombre crea una civilización propia, se embarca •en un curso de desarrollo que biológicamente podría aterrorizar al mismo Creador. En cuanto se refiere a la adaptación a la naturaleza, todas las criaturas de la naturaleza son maravillosamente perfectas, porque ésta mata a las que no se adaptan perfectamente. Pero ahora ya no se nos exige que nos adaptemos a la naturaleza; se nos exige que nos adaptemos a nosotros mismos, a esto que se llama civilización. Todos los instintos eran buenos, eran sanos en la naturaleza;

en la sociedad, en cambio, llamamos salvajes a los instintos. Toda laucha roba -y no es más o menos moral por robar-, todo perro ladra, todo gato se escapa de noche y desgarra aquello en que pone sus uñas, todo león mata, todo caballo huye al ver el peligro, toda tortuga duerme las mejores horas del día, y todo insecto, reptil, ave y bestia reproduce su especie [8]en público. Ahora, en términos de civilización, toda laucha es ladrona, todo perro hace demasiado ruido, todo gato es un marido infiel, cuando no es un vándalo salvaje, todo león o tigre es un asesino, todo caballo un cobarde, toda tortuga perezosa y, finalmente, todo insecto, reptil, ave o bestia es obsceno cuando cumple sus naturales funciones vitales. ¡Qué transformación en masa de los valores! Y ésta es la razón por la cual nos sentamos a ponderar por qué nos hizo el Señor tan imperfectos.

III. DE SER MORTALES

Hay graves consecuencias producidas porque tenemos este cuerpo mortal: primero, ser mortales; después, tener estómago, tener músculos fuertes y tener una mente curiosa. Estos hechos, debido a su carácter básico, influyen profundamente en el carácter de la civilización humana. Porque esto es tan evidente, que jamás pensamos en ello. Pero no podemos comprendernos ni comprender a nuestra civilización, a menos que veamos claramente estas consecuencias.

Sospecho que toda la democracia, toda la poesía y toda la filosofía nacen del hecho, dado por Dios, de que todos nosotros, príncipes y pobres por igual, estamos limitados a un cuerpo de tal alto y tal ancho y a una vida de cincuenta o sesenta años. En su conjunto, el arreglo es muy cómodo. No somos demasiado largos ni demasiados cortos. Por lo menos yo estoy satisfecho con un metro y sesenta de estatura. Y cincuenta o sesenta años me parecen un tiempo tan horriblemente largo; es, por cierto, cosa de dos o tres generaciones. Se halla todo arreglado de manera que cuando nacemos vemos a ciertos abuelos que mueren con el correr del tiempo, y cuando llegamos a abuelos vemos a otros chiquitines que nacen. Esto parece la perfección. Toda la filosofía de la cuestión está en el dicho chino de que "Un hombre puede poseer mil acres de tierra, pero duerme en una cama de dos metros". No parece que un rey necesitara más de dos metros y medio, a lo sumo, para su cama, y allí tendrá que ir a estirarse por la noche. Yo, por consiguiente, soy tanto como un rey. Y por rico que sea un hombre, raro es el que excede el límite bíblico de setenta años. Vivir después de esa edad significa, en China, ser llamado "antiguo-raro", por la frase china de que "es raro para el hombre vivir más de setenta años, desde los tiempos antiguos".

Y lo mismo con respecto a la riqueza. Todo el mundo tiene una acción sobre esta vida, pero nadie es dueño de la hipoteca. Y por eso estamos capacitados para tomar más ligeramente la vida; en lugar de ser terratenientes perpetuos en esta tierra, somos sus huéspedes transeúntes, porque todos somos huéspedes en esta tierra, los dueños de los campos tanto como los que levantan la cosecha. Se priva así de cierto significado a la palabra "terrateniente". Nadie es dueño en realidad de una casa, nadie es dueño en realidad de un campo. Ya lo dice el poeta chino:

Junto a la colina, ¡qué hermosos campos dorados!
Otros labraron lo que cosecha el recién llegado.
No os dé goce, recién llegados, vuestra cosecha,
Que otro recién llegado detrás espera.

La democracia de la muerte es rara vez apreciada. Sin la muerte, ni Santa Elena habría significado nada para Napoleón, y no sé qué sería de Europa. No habría biografías de héroes o conquistadores, y aunque las hubiera, los biógrafos, a buen seguro, perdonarían menos, simpatizarían menos. Perdonamos a los grandes del mundo porque han muerto. Por estar muertos, sentimos que hemos quedado a mano con ellos. Todo cortejo fúnebre lleva un estandarte en que están escritas las palabras: "Igualdad de la Humanidad". Cuánta alegría de vivir se ve en la siguiente balada que el pueblo oprimido de China compuso a la muerte de Ch'in Shih-huang, el constructor de la Gran Muralla y el tirano que, cuando vivo, hizo castigar con la muerte los "pensamientos calumniosos en el vientre", quemó los libros de Confucío y enterró en vida a centenares de estudiosos de Confucio:

¡lCh'in Shih-huang va a morir! ( [9])
Abrió mí puerta
Y se tendió en mi piso;
Comió mi cena,
Y quiso más.
Sin decir por qué era
Paladeó mi vino.
Con mi arco y mis flechas
Le mataré en la muralla.
Mi arco le espera
j Y le hará caer en Schach'iu!
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[8] Es ésta la razón por la cual, cuando estamos en un columpio y vamos a hamacarnos hacia adelante después de haberlo hecho hacia atrás, sentimos un escozor en el extremo de nuestra columna vertebral, donde había anteriormente una cola. El reflejo está aún allí, y tratamos de tomarnos de algo con una cola que ya ha desaparecido.

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[9] Por inversión, estas baladas fueron señaladas por los historiadores chinos como oráculos, como que daban expresión a la voz de Dios a través de la voz del pueblo. Esto explica el tiempo futuro. El Emperador murió en Shach'iu.