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Lo dejó ahí, junto al reclinatorio de la comunión y subió con gran 'estruendo la escalera hasta el nivel en que se encontraba el extremo de la cuerda. Sujeto a ella, se dejó caer desde la balaustrada a la obscuridad y, simultáneamente, el anciano resultó izado a toda velocidad hasta que, cuando el zapador tocó el suelo, quedó suspendido en el aire y balanceándose tan tranquilo a un metro de los frescos y rodeado por el halo que formaba la bengala. Sin soltar la cuerda, el zapador avanzó hacia adelante para hacer oscilar al anciano hacia la derecha hasta dejarlo delante de El vuelo del emperador Majencio.

Cinco minutos después, lo bajó. Encendió una bengala e izó su propio cuerpo hasta la cúpula, hasta el intenso azul del cielo artificial. Recordaba sus estrellas doradas de cuando lo había contemplado con prismáticos. Miró hacia abajo y vio al medievalista sentado en un banco y exhausto. Ahora podía apreciar no la altura, sino la profundidad de aquella iglesia, su dimensión líquida. El vacío y la obscuridad de un pozo. La bengala esparcía luz desde su mano como una varita mágica. Maniobró la polea para izarse hasta el rostro, su Reina de la Tristeza, y su carmelita mano extendida resultaba diminuta contra el gigantesco cuello.

El sij instaló una tienda en la parte más lejana del jardín, donde, según creía Hana, en tiempos había crecido lavanda. Había encontrado hojas secas en esa zona y, tras apreciarlas al tacto, las había identificado. De vez en cuando, reconocía su perfume después de la lluvia.

Al principio, el zapador se negaba rotundamente a entrar en la casa. Pasaba por delante de ella camino de algún cometido relacionado con la desactivación de minas. Siempre cortés, saludaba con una ligera inclinación de la cabeza. Hana lo veía lavarse con agua de lluvia en una palangana ceremoniosamente colocada sobre un reloj de sol. Por el grifo del jardín, que en tiempos se había usado para regar los semilleros, ya no salía agua. Veía su desnudo torso carmelita en el momento en que se echaba agua por encima, como un ave con el ala. Durante el día lo que veía sobre todo eran sus brazos, que sobresalían de la camisa de manga corta del uniforme, y el fusil, del que, pese a que las batallas parecían haber tocado ya a su fin para ellos, nunca se separaba.

Adoptaba diversas posturas con el fusil: media asta, en ángulo para dejar libres los codos cuando lo llevaba al hombro. Se volvía de repente, al darse cuenta de que ella lo estaba mirando. Era un superviviente de sus miedos, daba un rodeo ante todo lo que le inspiraba sospechas, respondía a la mirada de ella en aquel panorama como indicando que podía afrontarlo todo.

Su actitud, tan independiente, era un alivio para ella, para todos los de la casa, aunque Caravaggio se quejaba de que el zapador no cesaba de tararear las canciones occidentales que había aprendido en los tres últimos años de la guerra. El otro zapador, que había llegado con él durante la tormenta, un tal Hardy, estaba alojado en otra parte, más cerca del pueblo, si bien ella los había visto trabajando juntos, entrando en un jardín con sus varillas y aparatos para limpiarlo de minas.

El perro se había apegado a Caravaggio. El joven soldado, que corría y saltaba con el perro por el sendero, se negaba a darle comida alguna, porque consideraba que debía sobrevivir por sí solo. Si encontraba comida, se la comía él. Su cortesía llegaba sólo hasta cierto límite. Algunas noches dormía en el parapeto que dominaba el valle y sólo si llovía se metía a gatas en su tienda.

Observaba, a su vez, el deambular nocturno de Caravaggio. En dos ocasiones, el zapador había seguido los pasos de Caravaggio a distancia. Pero dos días después Caravaggio lo detuvo y le dijo: No vuelvas a seguirme. Empezó negándolo, pero el hombre mayor le puso la mano en la boca, que mentía, y lo hizo callar. De modo que Caravaggio había notado -comprendió- su presencia dos noches antes. En cualquier caso, aquel seguimiento era un vestigio de un hábito que le habían inculcado durante la guerra, igual que seguía sintiendo deseos de apuntar el fusil y disparar a algún blanco preciso. Apuntaba una y otra vez a la nariz de una estatua o a uno de los halcones carmelitas que evolucionaban por el cielo del valle.

Seguía mostrando actitudes en gran medida juveniles. Se zampaba la comida, a la que sólo dedicaba media hora, con voracidad y se levantaba de un brinco para ir a lavar el plato.

Hana lo había visto trabajar, cauteloso y sin prisas como un gato, en el huerto y dentro del jardín invadido por la vegetación que se extendía pendiente arriba detrás de la casa. Había notado que tenía más obscura la piel de la muñeca y que se le deslizaba con holgura dentro del brazalete que a veces, cuando tomaba una taza de té delante de ella, tintineaba.

Nunca hablaba del peligro que entrañaba esa clase de búsqueda. De vez en cuando una explosión hacía salir precipitadamente de la casa a Hana, con el corazón encogido por el estallido amortiguado, y a Caravaggio. Salía corriendo de la casa o hasta una ventana y veía -junto con Caravaggio, al que vislumbraba por el rabillo del ojo- al zapador en la terraza cubierta de hierbas saludando tan tranquilo, sin siquiera volverse, con la mano.

En cierta ocasión, Caravaggio entró en la biblioteca y vio al zapador encaramado en el techo junto al trampantojo -sólo a Caravaggio se le podía ocurrir entrar en una habitación y mirar a los rincones del techo para ver si estaba solo- y el joven soldado, sin apartar la vista de su objetivo, hizo detenerse a Caravaggio alargando una mano y chasqueando los dedos: era un aviso para que, por su seguridad, saliese del cuarto, mientras desconectaba y cortaba una mecha que había rastreado hasta aquel rincón, oculta encima de la cenefa.

Siempre estaba canturreando y silbando. «¿Quién silba?», preguntó una noche el paciente inglés, que no conocía ni había visto siquiera al recién llegado. Tumbado en el parapeto, éste no cesaba de cantar, mientras contemplaba el desplazamiento de las nubes.

Cuando entraba en la villa, que parecía vacía, siempre hacía ruido. Era el único de ellos que seguía llevando uniforme. Salía de su tienda muy limpio, con las hebillas relucientes, las fajas del turbante perfectamente simétricas y las botas, que retumbaban en los pisos de madera o de piedra de la casa, cepilladas. En una fracción de segundo interrumpía el trabajo que estuviera haciendo y estallaba en carcajadas. Al inclinarse para recoger una rebanada de pan y rozar la hierba con los nudillos, al hacer girar incluso, distraído, el fusil, como si fuera una enorme maza, mientras se dirigía por la vereda bordeada de cipreses a reunirse con los demás zapadores en el pueblo, parecía inconscientemente enamorado de su cuerpo, de su físico.

Parecía despreocupado y contento con el grupito de la villa, como una estrella independiente en la linde de su sistema. Después de lo que había pasado en la guerra con el lodo, los ríos y los puentes, aquella vida era como unas vacaciones para él. Entraba en la casa, simple visitante cohibido, sólo cuando le invitaban, como la primera noche cuando había seguido el vacilante sonido del piano de Hana, se había internado por la vereda de los cipreses y había entrado en la biblioteca.

Lo que lo había movido a acercarse a la villa aquella noche de la tormenta no había sido la curiosidad por la música, sino el peligro que podía correr quien tocaba el piano. El ejército en retirada dejaba con frecuencia minas diminutas dentro de instrumentos musicales. Al regresar a sus casas, los propietarios abrían los pianos y perdían las manos. Volvían a poner en marcha el reloj de un abuelo y una bomba de cristal volaba media pared y a quien se encontrara cerca.

Había seguido, corriendo pendiente arriba con Hardy, el sonido del piano, había saltado la tapia y había entrado en la villa. Mientras no hubiera una pausa, el intérprete no se inclinaría hacia adelante para sacar la lengüeta metálica y con ello poner en marcha el metrónomo. La mayoría de las bombas estaban ocultas en esos aparatos, porque resultaba muy fácil soldar en ellos el hilo metálico. Fijaban bombas en los grifos, en los lomos de los libros, las introducían en los árboles frutales para que una manzana, al caer sobre una rama inferior, o una mano, al agarrar la rama, hicieran estallar el árbol. No podía mirar una habitación o un campo sin pensar en la posibilidad de que encerraran explosivos. Se había detenido junto a las puertas vidrieras y había apoyado la cabeza contra el marco, antes de introducirse en la sala y permanecer -excepto cuando destellaban los relámpagos- en la obscuridad. Había una muchacha de pie, como esperándole, con la vista clavada en las teclas que estaba tocando. Sus ojos, antes de fijarse en ella, escudriñaron la sala, la barrieron como las ondas de un radar. El metrónomo estaba ya en marcha, oscilando, inocente, adelante y atrás. No había peligro, no había un hilo metálico diminuto. Se quedó ahí, con el uniforme empapado, sin que al principio la joven advirtiera su presencia.