Изменить стиль страницы

Caravaggio entró en la biblioteca. Ahora pasaba la mayoría de las tardes en ella. Como siempre, los libros eran seres místicos para él. Sacó uno y lo abrió por la página del título. Cuando llevaba cinco minutos en la sala, oyó un ligero gemido.

Se volvió y vio a Hana dormida en el sofá. Cerró el libro y se recostó contra la consola situada bajo los anaqueles. Hana estaba acurrucada, con la mejilla izquierda sobre el polvoriento brocado y el brazo derecho dirigido hacia su rostro, como un puño contra su mejilla. Se le movieron las cejas, mientras su rostro se concentraba en el sueño.

Cuando la había vuelto a ver después de todo ese tiempo, tenía expresión tensa y recursos físicos apenas suficientes para afrontar la situación con eficacia. Su cuerpo había pasado por una guerra y, como en el amor, había usado todo su ser.

Caravaggio estornudó ruidosamente y, cuando volvió a alzar la cabeza, la vio despierta, con los ojos abiertos y clavados en él.

«Adivina qué hora es.»

«Sobre las cuatro y cinco. No, las cuatro y siete», respondió ella.

Era un antiguo juego entre un hombre y una niña.

Él salió de la sala para ir a buscar el reloj y, por la seguridad de sus movimientos, ella comprendió que acababa de tomar morfina y se sentía nuevo y entero, con su aplomo habitual. Cuando volvió moviendo la cabeza de admiración por su exactitud, ella se irguió y sonrió.

«Nací con un reloj de sol en la cabeza, ¿verdad?»

«¿Y de noche?»

«¿Existirán relojes de luna? ¿Habrán inventado uno? Tal vez todos los arquitectos, al construir una villa, oculten un reloj de luna para los ladrones, como un diezmo obligatorio.»

«Menuda preocupación para los ricos.»

«Nos vemos en el reloj de luna, David, lugar en el que los débiles pueden codearse con los ricos.»

«¿Como el paciente inglés y tú?»

«Hace un año estuve a punto de tener un hijo.»

Ahora que la droga despejaba y daba precisión a su mente, Caravaggio podía seguir a Hana en sus escapadas, acompañarla con el pensamiento. Ella se estaba mostrando muy abierta, sin darse cuenta del todo de que estaba despierta y charlando, como si aún hablara en sueños, como si el de él hubiera sido un estornudo en un sueño.

Caravaggio conocía ese estado. Se había reunido a menudo con gente en el reloj de luna, al molestarla a las dos de la mañana con el desplome, provocado por un falso movimiento, de todo un ropero en una alcoba. Esos sobresaltos -según había descubierto- contribuían a que se mostraran menos temerosos y violentos. Cuando los dueños de casas en las que estaba robando lo descubrían, se ponía a dar palmas y a hablar a la desesperada, al tiempo que lanzaba al aire un reloj caro y volvía a atraparlo con las manos y los asediaba a preguntas sobre la ubicación de las cosas que le interesaban.

«Perdí el niño. Quiero decir que hube de perderlo. El padre ya había muerto. Estábamos en guerra.»

«¿Estabas en Italia?»

«En Sicilia, más o menos cuando sucedió eso. No dejé de pensar en ello durante todo el período en que subimos Adriático arriba detrás de las tropas. Conversaba sin cesar con el niño. Trabajaba denodadamente en los hospitales y me aparté de todos los que me rodeaban, excepto el niño, con el que lo compartía todo: en mi cabeza. Hablaba con él mientras bañaba y cuidaba a los pacientes. Estaba un poco loca.»

«Y después murió tu padre.»

«Sí. Después murió Patrick. Cuando me enteré, estaba en Pisa.»

Estaba completamente despierta y sentada.

«Lo sabías, ¿eh?»

«Recibí una carta de casa.»

«¿Por eso viniste aquí? ¿Porque lo sabías?»

«No.»

«Mejor. No creo que Patrick creyera en velatorios y demás. Según solía decir, quería que, cuando muriese, dos mujeres interpretaran un dúo con instrumentos musicales (concertina y violín) y nada más. Era tan rematadamente sentimental.»

«Sí. Podías conseguir de él lo que quisieras. Si le ponías delante una mujer en apuros, estaba perdido.»

El viento que se alzó en el valle llegó hasta su colina y agitó los cipreses que bordeaban los treinta y seis escalones contiguos a la capilla. Las primeras gotas de lluvia empezaron a insinuarse con su tictac sobre ellos, sentados en la balaustrada contigua a la escalera. Era bastante después de la medianoche. Ella estaba tumbada en el antepecho de hormigón y él se paseaba o se asomaba al valle. Sólo se oía el sonido de la lluvia que caía.

«¿Cuándo dejaste de hablar con el niño?»

«De repente, anduvimos de cabeza. Las tropas estaban entrando en combate en el puente sobre el Moro y después en Urbino. Tal vez fuera en Urbino donde dejé de hacerlo. Tenías la sensación de que en cualquier momento podía acertarte un disparo, aunque no fueras soldado, aunque fueses sacerdote o enfermera. Aquellas calles estrechas y en pendiente eran como conejeras. No cesaban de llegar soldados con el cuerpo hecho trizas, se enamoraban de mí durante una hora y morían. Era importante recordar sus nombres. Pero yo no dejaba de ver al niño, siempre que morían, siempre que los barrían. Algunos se erguían e intentaban desgarrarse todas las vendas para poder respirar mejor. Algunos, cuando morían, estaban preocupados por pequeños rasguños en los brazos. Y después venía el borboteo en la boca: la burbuja final. Una vez me incliné a cerrar los ojos de un soldado y los abrió y dijo con una mueca de desprecio: "¿Es que no puedes esperar a que me haya muerto? ¡Cacho puta!" Se irguió y tiró al suelo de un manotazo todo lo que llevaba en la bandeja. ¡Lo furioso que estaba! ¿Quién desearía morir así? Morir con esa rabia. ¡Cacho puta! Después, siempre esperaba al borboteo en la boca. Ahora conozco la muerte, David. Conozco todos los olores. Sé cómo hacerles olvidar la agonía, cuándo ponerles una rápida inyección de morfina en una vena grande, o la solución salina para hacerlos evacuar el vientre antes de morir. Todo puñetero general debería haber pasado por mi trabajo. Todo puñetero general. Debería haber sido el requisito previo para dar la orden de cruzar un río. ¿Quién demonios éramos nosotros para que se nos encomendara aquella responsabilidad? ¿Para que se esperase que tuviéramos el saber de sacerdotes ancianos para guiarlos hacia algo que ninguno deseaba y en cierto modo consolarlos? Nunca pude creerme los servicios que se oficiaban por los muertos, su vulgar retórica. ¡Cómo se atrevían! ¡Cómo podían hablar así sobre la muerte de un ser humano.»

No había luz, todas las lámparas estaban apagadas y casi todo el cielo cubierto de nubes. Más valía olvidarse de que existía un mundo civilizado y con casas confortables. Estaban habituados a moverse por la casa a obscuras.

«¿Sabes por qué el ejército no quería que te quedaras aquí, con el paciente inglés?»

«¿Un matrimonio desconcertante? ¿Mi complejo de Electra?» Le sonrió.

«¿Cómo está ese hombre?»

«Sigue nervioso por lo del perro.»

«Dile que lo traje yo.»

«Tampoco está seguro de que tú vayas a quedarte aquí. Cree que podrías marcharte con la vajilla.»

«¿Crees que le gustaría tomar un poco de vino? Hoy he conseguido agenciarme una botella.»

«¿Dónde?»

«¿La quieres o no?»

«Vamos a tomárnosla ahora. Olvidémonos de él.»

«¡Ah, el gran paso!»

«Nada de gran paso. Me hace mucha falta una bebida de verdad.»

«Veinte años de edad. Cuando yo tenía veinte años…»

«Sí, sí, ¿por qué no te agencias un gramófono un día? Por cierto, creo que eso se llama saqueo.»

«Mi país me enseñó todo eso. Es lo que hice por él durante la guerra.»

Entró en la casa por la capilla bombardeada.

Hana se irguió, un poco mareada, le costaba conservar el equilibrio. «Y mira lo que te hizo», se dijo.

Durante la guerra apenas hablaba, ni siquiera con aquellos con los que trabajaba más estrechamente. Necesitaba a un tío, a un miembro de la familia. Necesitaba al padre del niño, mientras esperaba a emborracharse por primera vez en varios años, mientras en el piso superior un hombre quemado se había sumido en sus cuatro horas de sueño y un antiguo amigo de su padre estaba ahora desvalijándole el botiquín, rompiendo la punta de la ampolla de cristal, ciñéndose un cordón al brazo e inyectándose la morfina rápidamente, en el tiempo que tardaba en darse la vuelta.