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Fue la época de su vida en que se volcó en los libros como única vía de salvación. Pasaron a ser media vida para ella. Se sentaba, encorvada, ante la mesilla de noche y leía la historia del muchacho que en la India aprendió a memorizar diversas joyas y otros objetos de una bandeja, que pasó de un maestro a otro: unos les enseñaron el dialecto, otros a ejercitar la memoria, otros a evitar la hipnosis.

El libro descansaba sobre su regazo. Se dio cuenta de que llevaba más de cinco minutos mirando la porosidad del papel, el pliegue en la esquina de la página 17, que alguien había dejado como marca. Acarició la piel de la encuadernación. Una idea corrió por su cabeza como un ratón por el techo, una polilla en la ventana de noche. Miró el pasillo, aunque en la Villa San Girolamo ya no vivía nadie, excepto el paciente inglés y ella. En el huerto, situado más arriba de la casa y cubierto de cráteres, tenía plantadas suficientes hortalizas para que pudiesen sobrevivir y de vez en cuando acudía desde la ciudad un hombre con el que intercambiaba jabón, sábanas y cosas que quedaran en ese hospital de guerra por otros productos de primera necesidad: unas habas, algo de carne. Ese hombre le había llevado dos botellas de vino y todas las noches, después de permanecer tumbada con el inglés hasta que se quedaba dormido, se servía, ceremoniosa, una jarrita y se la llevaba hasta la mesilla de noche, junto a la puerta entornada, y, mientras se sumía otra vez en el libro que estuviera leyendo, saboreaba el vino.

Conque, para el inglés, ya escuchara atento o no, los libros presentaban saltos en la trama, como trozos de carretera arrancados por las tormentas, episodios perdidos como la sección de un tapiz comido por langostas, como el yeso reblandecido por los bombardeos y caído de un mural por la noche.

La villa en que ahora vivían el inglés y ella era algo bastante parecido. Los escombros impedían el paso a algunas habitaciones. El cráter causado por una bomba dejaba pasar la luz de la luna y la lluvia en la biblioteca del piso inferior, en uno de cuyos ángulos había un sillón permanentemente empapado.

No le importaba que el inglés se perdiera esos episodios. No le hacía un resumen de los capítulos que faltaban. Se limitaba a sacar el libro y decir «página 96» o «página 111». Ésa era la única referencia. Se llevaba las manos del inglés a la cara y las olía: seguían impregnadas del olor a enfermedad.

Se te están volviendo ásperas las manos, decía él.

De las hierbas y los cardos y de cavar.

Ten cuidado. Ya te avisé sobre los peligros.

Ya lo sé.

Entonces se ponía a leer.

Su padre le había enseñado a conocer las manos y también las patas de los perros. Siempre que su padre estaba solo con un perro en una casa, se agachaba y le olía la piel en la base de la pata. ¡Éste, decía, como si procediera de una copa de coñac, es el mejor olor del mundo! ¡Un aroma exquisito! ¡Resonancias profundas de viajes! Ella fingía sentir asco, pero la pata del perro era, en efecto, una maravilla: su olor nunca recordaba a la suciedad. ¡Es una catedral!, había dicho su padre, el jardín de Fulano, ese campo de hierba, un paseo por entre ciclaminos, los indicios concentrados de todos los senderos que el animal ha seguido durante el día.

Una carrerita como de ratón en el techo y volvía a alzar la vista del libro.

Le quitaron la mascarilla de hierbas de la cara. El día del eclipse. Lo estaban esperando. ¿Dónde se encontraría? ¿Qué civilización sería aquélla, que entendía las predicciones del tiempo y la luz? El Ahmar o El Abyadd, porque debían de ser de una de las tribus del desierto noroccidental, de las que podían recoger a un hombre caído del cielo, las que se cubrían la cara con una mascarilla de cañas de oasis trenzadas. Ahora tenía un lecho de hierba. Su jardín favorito del mundo había sido el que formaba el césped en Kew con tan delicados y diversos colores, como los diferentes niveles de fresnos en una colina.

Contempló el paisaje bajo el eclipse. Ya le habían enseñado a alzar los brazos para atraer a su cuerpo la fuerza del universo, como el desierto abatía aviones. Lo transportaban en un palanquín de fieltro y ramas. Veía cruzar por su campo de visión las vetas de color de los flamencos en la penumbra del sol cubierto.

Siempre tenía ungüentos, u obscuridad, sobre la piel. Una noche oyó un sonido como de campanillas agitadas por el viento en el aire y, cuando, al cabo de un rato, cesó, se quedó dormido con el anhelo de oír ese sonido, como el -apagado- de la garganta de un ave, tal vez un flamenco, o de un zorro del desierto que uno de los hombres llevaba en un bolsillo -medio cerrado por una costura- de su albornoz.

El día siguiente, oyó retazos de aquel sonido cristalino, mientras yacía una vez más cubierto con tela, un sonido procedente de la obscuridad. Al atardecer, le quitaron el fieltro y vio la cabeza de un hombre por encima de una mesa que avanzaba hacia él y después comprendió que el hombre cargaba con un yugo gigantesco del que colgaban centenares de botellitas de diferentes tamaños y sujetas con cuerdas y alambres. Se movía como si formara parte de una cortina de cristal, con el cuerpo en el centro de esa esfera.

La figura se parecía enteramente a los dibujos de arcángeles que había intentado copiar en la escuela, sin lograr entender nunca cómo podía un cuerpo dar cabida a los músculos de semejantes alas. El hombre daba lentas zancadas, tan ágiles, que las botellitas apenas se inclinaban. Una ola de cristal, un arcángel, todos los ungüentos de las botellas iban caldeándose al sol, por lo que, cuando tocaban la piel, parecían calentados a propósito para aplicarlos a una herida. Tras él, aparecía una luz tamizada: azules y otros colores que titilaban en la neblina y la arena. El tenue sonido del cristal, los diversos colores, el majestuoso paso y su rostro parecido a un cañón fino y obscuro.

De cerca, el cristal era basto y estaba rayado por la arena, un cristal que había perdido su lustre. Cada botella tenía un corcho diminuto que el hombre sacaba y sostenía con los dientes, mientras mezclaba el contenido de una botella con el de otra, cuyo corcho mantenía también entre los dientes. Se situó con sus alas por encima del quemado cuerpo supino, hundió dos palos profundamente en la arena y después se separó del yugo de dos metros, que ahora se balanceaba entre los dos soportes. Salió de debajo de su tenderete. Se dejó caer de rodillas, se acercó al piloto quemado, le colocó sus frías manos en el cuello y las mantuvo en él.

Era conocido por todos los que hacían la ruta de camellos del Sudán septentrional a Giza, la de los Cuarenta Días. Iba al encuentro de las caravanas, vendía especias y líquidos y se desplazaba entre oasis y campamentos con agua. Caminaba por entre tormentas de arena con aquella cota de botellas y los oídos taponados con otros dos corchitos, por lo que parecía -aquel doctor mercader, aquel rey de óleos, perfumes y panaceas, aquel bautista- un recipiente, a su vez. Entraba en un campamento e instalaba la cortina de botellas ante quien estuviera enfermo.

Se acuclilló junto al hombre quemado. Formó un cáliz de piel con las plantas de sus pies y se echó hacia atrás para coger, sin mirar siquiera, algunas botellas. Al descorcharlas, de cada una de ellas emanaba perfume, un aroma de mar, olor a herrumbre, índigo, tinta, lodo de río, viburno, formaldehído, parafina, éter: caótica marea de aires. A lo lejos se oían los chillidos que lanzaban los camellos al percibir las fragancias. El hombre empezó a untarle las costillas con una pasta verdinegra. Era hueso molido de pavo real, producto de un trueque en una medina occidental o meridional: el remedio más potente para la piel.

Entre la cocina y la destruida capilla, una puerta daba paso a una biblioteca ovalada. Su interior parecía seguro, excepto un gran agujero, a la altura del rostro, en la pared más lejana, causado por un ataque con proyectiles de mortero que la villa había sufrido dos meses atrás. El resto de la sala se había adaptado a su herida y había aceptado las oscilaciones del clima, las estrellas vespertinas, los sonidos de los pájaros. Había un sofá, un piano tapado con una tela gris y una cabeza de oso disecada y las paredes estaban cubiertas con altas estanterías de libros. Los estantes más próximos a la pared rota estaban combados, porque la lluvia había duplicado el peso de los libros. También entraban rayos en la sala, una y otra vez, que caían sobre el piano tapado y la alfombra.