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En el extremo había puertas acristaladas, recubiertas con tablas. Si hubieran estado abiertas, habría podido ir de la biblioteca al pórtico y de éste, tras bajar los treinta y seis peldaños de penitente, pasar por delante de la capilla y llegar a un antiguo prado, ahora devastado por las bombas de fósforo y las explosiones. El ejército alemán había minado muchas casas de las que se retiraba, por lo que se habían precintado la mayoría de las habitaciones innecesarias, como aquélla, clavando las puertas a sus marcos.

La joven conocía esos peligros cuando se introdujo en la sala y caminó por ella en la penumbra de la tarde. Se detuvo, consciente de pronto de su peso sobre el entarimado, y pensó que probablemente fuese suficiente para activar el mecanismo que pudiera haber en él. Tenía los pies sobre el polvo. Sólo entraba luz por el mellado círculo dejado por el mortero, por el cual se veía el cielo.

Sacó El último mohicano, acompañado de un chasquido, como si lo hubiera separado de una pieza compacta, y al ver, aun con tan poca luz, el cielo y el lago de color aguamarina en la ilustración de la portada, con un indio en primer plano, se sintió animada. Y después, como si hubiera alguien en el cuarto a quien no debiese molestar, retrocedió pisando sus propias huellas, para mayor seguridad, pero también como si se lo impusiera un juego secreto, a fin de que pareciese que había entrado en la habitación y después su cuerpo había desaparecido. Cerró la puerta y volvió a colocar el precinto que avisaba del peligro.

Se sentó en el hueco de la ventana del paciente inglés, con las paredes pintadas a un lado y el valle al otro. Abrió el libro. Las páginas estaban pegadas en una ondulación rígida. Se sintió como Crusoe al encontrar un libro arrojado por el mar a la playa y secado al sol. Relato de 1757. Ilustrado por N. C. Wyeth. Como en los mejores libros, tenía la importante página con la lista de ilustraciones, cada una de ellas acompañada de una línea de texto.

Se introdujo en la historia sabiendo que saldría de ella con la sensación de haber estado inmersa en las vidas de otros, en tramas que se remontaban hasta veinte años atrás, con todo su cuerpo lleno de frases y momentos, como si se hubiera despertado con una pesantez causada por sueños que no pudiese recordar.

El pueblo italiano en el que se encontraban, encaramado, como un centinela, en una colina desde la que dominaba la ruta nordoccidental, había sufrido asedio por más de un mes y con el fuego centrado en las dos villas y el monasterio, rodeado de manzanos y ciruelos. Una era la Villa Mediéis, donde vivían los generales. Justo encima de ella estaba situada la Villa San Girolamo, antiguo convento de monjas, cuyas almenas, semejantes a las de un castillo, la habían convertido en el último baluarte del ejército alemán. Había albergado cien soldados. Cuando los proyectiles incendiarios empezaron a desintegrar el pueblo, como un acorazado en el mar, los soldados se trasladaron de las tiendas instaladas en el huerto a las habitaciones, ahora atestadas, del antiguo convento. Secciones de la capilla volaron por los aires. Partes del piso superior de la villa se desplomaron por efecto de las explosiones. Tras tomar por fin el edificio, los aliados lo convirtieron en hospital y cerraron el paso a la escalera que conducía a la tercera planta, pese a que había sobrevivido un trozo de la chimenea y del techo.

Cuando los otros pacientes y enfermeras se trasladaron a un lugar meridional y más seguro, el inglés y ella se empeñaron en quedarse. Durante ese tiempo habían pasado mucho frío, pues carecían de electricidad. Algunas habitaciones que daban al valle se habían quedado sin paredes. La joven abría una puerta y veía una cama empapada, pegada a un rincón y cubierta de hojas. Las puertas daban al paisaje. Otras habitaciones se habían convertido en pajareras abiertas.

La escalinata había perdido sus peldaños inferiores durante el incendio provocado por los soldados antes de marcharse. Ella había sacado veinte libros de la biblioteca y los había clavado al suelo y después unos a otros para reconstruir los dos peldaños inferiores. La mayoría de las sillas habían servido para hacer fuego. El sillón de la biblioteca se había salvado, porque siempre estaba mojado, empapado con las tormentas nocturnas que entraban en el boquete dejado por el proyectil de mortero. En aquel mes de abril de 1945, todo lo que estaba mojado se libró del fuego.

Habían quedado pocas camas. Ella prefería hacer de nómada por la casa con su jergón o hamaca y dormía ora en el cuarto del paciente inglés ora en el pasillo, según la temperatura, el viento o la luz. Por la mañana enrollaba su colchón y lo ataba con una cuerda. Ahora que el tiempo era más cálido, abría más habitaciones, para airear los rincones más obscuros y dejar que el sol secara la humedad. Algunas noches abría puertas y dormía en cuartos a los que faltaban paredes. Se tumbaba en el jergón al borde mismo del cuarto, de cara al errante paisaje de estrellas y nubes de paso, y se despertaba con el retumbar de rayos y truenos. En aquella época tenía veinte años y era una inconsciente, no se preocupaba por la seguridad, no pensaba en el peligro que podían representar la biblioteca, tal vez minada, o el trueno que la sobresaltaba por la noche. Pasados los meses fríos, en los que se había visto reducida a los obscuros espacios protegidos, no podía estarse quieta. Entraba en habitaciones que los soldados habían ensuciado, cuyos muebles habían quemado en su interior. Limpiaba hojas, excrementos, orina y mesas chamuscadas. Vivía como una vagabunda, mientras el paciente inglés descansaba en su cama como un rey.

Desde fuera, la casa parecía devastada. Una escalera exterior acababa en el aire, con la barandilla colgando. Su vida consistía en proveerse y protegerse como podían. Por la noche usaban sólo las velas indispensables, porque los bandidos destruían todo lo que encontraban. Estaban protegidos por el simple hecho de que la villa parecía una ruina. Pero ella se sentía segura allí, a medias adulta y a medias niña. Después de lo que le había ocurrido durante la guerra, se había trazado sus propias reglas mínimas de conducta. No volvería a acatar órdenes ni cumpliría tareas por el bien general. Iba a ocuparse sólo del paciente quemado. Le leería, lo bañaría y le daría sus dosis de morfina: su única comunicación era con él.

Trabajaba en el jardín y en el huerto. Cargó con el crucifijo de casi dos metros que había en la capilla quemada y lo utilizó para hacer sobre su plantel un espantapájaros, del que colgó latas de sardinas vacías que, cuando se levantaba viento, producían un ruidoso golpeteo. Dentro de la villa, pasaba por encima de los escombros hasta un hueco iluminado con una vela, en el que tenía su ordenadita maleta con poco más que unas cartas, un poco de ropa enrollada y una caja de metal con material médico. Había limpiado sólo pequeños rincones de la villa y, si lo deseaba, podía quemar todo lo demás.

Encendió una cerilla en el pasillo a obscuras y la acercó a la mecha de la vela. La luz se elevó hasta sus hombros. Estaba arrodillada. Apoyó las manos en los muslos e inhaló el olor del azufre. Se imaginaba que inhalaba también la luz.

Retrocedió unos pasos y con un trozo de tiza blanca dibujó un rectángulo en el entarimado. Después siguió hacia atrás, dibujando más rectángulos que iban formando una pirámide -sencillo, después doble, luego sencillo, con la mano izquierda extendida sobre el suelo, la cabeza gacha y expresión seria. Se alejó cada vez más de la luz. Después volvió a apoyarse en los talones y se acuclilló.

Se guardó la tiza en el bolsillo del vestido. Se puso de pie y, tras recogerse la falda, se la ató en torno a la cintura. Se sacó de otro bolsillo un trozo de metal y lo lanzó delante de ella para que cayera justo detrás del cuadro más alejado.