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Pero ahora apenas si quedaba un mundo a su alrededor y se veían obligados a ensimismarse. Durante aquellos días en el pueblo encaramado en una colina cerca de Florencia, encerrado en la casa cuando llovía, soñando despierto en la única silla cómoda de la cocina, en la cama o en el tejado, no tenía que pensar en montar conspiraciones, sólo le interesaba Hana y parecía que ésta se había encadenado al moribundo que yacía en el piso superior.

Durante las comidas, se sentaba frente a la muchacha y la observaba comer.

Medio año antes, desde una ventana, al final del largo pasillo del Hospital Santa Chiara de Pisa, Hana había visto un león blanco. Se alzaba solitario en lo alto de las almenas, emparentado en color con el blanco mármol del Duomo y del Camposanto, si bien su tosquedad y su sencilla forma parecían de otra era, como un regalo del pasado que había de aceptarse. Y, sin embargo, para ella era lo más aceptable de todo lo que rodeaba aquel hospital. A medianoche, miraba por la ventana y sabía que se alzaba en la obscuridad del toque de queda y que, como ella, aparecería al alba, con el relevo. A las cinco o las cinco y media y después a las seis, alzaba la vista para ver su silueta, cada vez más precisa. Todas las noches era su centinela, mientras ella se movía entre los pacientes. El ejército, mucho más preocupado por el resto del fabuloso edificio -con la disparatada lógica de su torre inclinada, como una persona traumatizada por la guerra-, lo había dejado allí, incluso durante los bombardeos.

Los edificios del hospital se encontraban en terrenos de un antiguo monasterio. Los arbustos esculpidos durante miles de años por monjes más que meticulosos poco tenían ya que ver con formas animales y, durante el día, las enfermeras paseaban en sillas de ruedas a los pacientes por entre las formas desaparecidas. Parecía que sólo la piedra blanca fuese permanente.

También las enfermeras resultaban traumatizadas por el espectáculo de tantos moribundos a su alrededor. O por algo tan pequeño como una carta. Llevaban un brazo cortado por un pasillo o enjugaban sangre que no cesaba de manar, como si la herida fuera un pozo, y empezaban a no creer en nada, no confiaban ya en nada. Se quebraban como un hombre al desactivar una mina, en el preciso segundo en que su geografía estallaba. Como Hana en el Hospital Santa Chiara, cuando un oficial recorrió el corredor entre cien camas y le entregó una carta en la que le anunciaban la muerte de su padre.

Un león blanco.

Poco después se había encontrado con el paciente inglés: alguien que parecía un animal quemado, tenso y obscuro, para ella como un estanque. Y ahora, meses después -acabada ya la guerra para ellos por haberse negado los dos a regresar con los demás a la seguridad de los hospitales de Pisa-, era su último paciente en la Villa San Girolamo. En todos los puertos, como Sorrento y Marina di Pisa, multitudes de soldados norteamericanos y británicos esperaban ahora a que los enviaran de vuelta a casa. Pero ella lavó su uniforme, lo plegó y se lo devolvió a las enfermeras que se marchaban. La guerra no ha acabado en todas partes, le dijeron. La guerra ha acabado. Esta guerra ha acabado. Esta guerra de aquí. Le dijeron que equivaldría a una deserción. No es una deserción. Me voy a quedar aquí. Le advirtieron que quedaban minas por desactivar, que no había agua ni comida. Subió al piso superior y dijo al hombre quemado, el paciente inglés, que también ella se quedaría.

Él no dijo nada, pues ni siquiera podía mover la cabeza hacia ella, pero deslizó sus dedos en la blanca mano de Hana y, cuando ésta se inclinó hacia él, metió sus obscuros dedos por entre su cabello y sintió frescor en el valle que formaban.

¿Qué edad tienes?

Veinte años.

Él le contó que un duque, cuando estaba agonizando, quiso que lo llevaran hasta media altura de la torre de Pisa para morir contemplando la lejanía.

Un amigo de mi padre quería morir bailando el Shanghai. No sé lo que es. Él mismo acababa de oír hablar de ello.

¿Qué hace tu padre?

Está… está en la guerra.

Tú también estás en la guerra.

Aun después de un mes, más o menos, de cuidarlo y administrarle las inyecciones de morfina, no sabía nada de él. Al principio se sentían cohibidos los dos, tanto más cuanto que ahora estaban solos. Después vencieron de repente la timidez. Los pacientes, los doctores, las enfermeras, el equipo, las sábanas y las toallas: todo regresó, colina abajo, a Florencia y después a Pisa. Ella había ido haciendo acopio de morfina y tabletas de codeína. Contempló la partida, la fila de camiones. Bueno, pues adiós. Agitó la mano desde la ventana para despedirse y después cerró las contraventanas.

Detrás de la villa, se alzaba una pared de piedra por encima de la casa. Al oeste del edificio había un largo jardín cercado y, a unos treinta kilómetros, se encontraba, como una alfombra, la ciudad de Florencia, que con frecuencia desaparecía bajo la bruma del valle. Corría el rumor de que uno de los generales que vivían en la antigua Villa Mediéis contigua se había comido un ruiseñor.

La Villa San Girolamo, construida para proteger a los habitantes de la diabólica carne, tenía el aspecto de una fortaleza asediada y los bombardeos de los primeros días habían arrancado las extremidades a la mayoría de sus estatuas. Apenas parecía haber línea divisoria entre la casa y el paisaje, entre el edificio dañado y los restos, quemados y bombardeados, de la tierra. Para Hana, los jardines, invadidos por la vegetación, eran como otros cuartos de la casa. Trabajaba en sus lindes, atenta siempre a las minas sin estallar. En una zona de suelo fértil contigua a la casa, pese a la tierra quemada, pese a la falta de agua, se puso a cultivar con una pasión frenética que sólo podía asaltar a quien se hubiera criado en una ciudad. Un día habría una enramada de tilos, habitaciones de luz verde.

Caravaggio entró en la cocina y encontró a Hana sentada e inclinada sobre la mesa. No podía verle la cara ni los brazos, remetidos bajo su cuerpo, sólo la espalda y los brazos desnudos.

No estaba inmóvil ni dormida. Con cada estremecimiento, su cabeza se agitaba sobre la mesa.

Caravaggio se quedó ahí. Quienes lloran consumen más energía que con ningún otro acto. Aún no había amanecido. Su cara se recortaba sobre la obscura madera de la mesa.

«Hana», dijo y ella se inmovilizó, como si la inmovilidad pudiera camuflarla. «Hana.»

Ella empezó a gemir para que el sonido fuese una barrera entre ellos, un río cuya orilla opuesta no pudiese él alcanzar.

Al principio, él vaciló ante la idea de tocarla, desnuda como estaba, dijo «Hana» y después le posó su vendada mano en el hombro. Ella no cesó de estremecerse. La pena más profunda, pensó él. Cuando la única forma de sobrevivir es excavarlo todo.

Se levantó con la cabeza aún gacha y después se apretó contra él, como para vencer la atracción -como de imán- de la mesa.

«Si vas a intentar follarme, no me toques.»

Tenía pálida la piel por encima de la falda, su única vestimenta en aquel momento, como si se hubiera levantado de la cama, se hubiese vestido a medias y hubiera ido a la cocina, donde la hubiese arropado el aire fresco procedente de las colinas que entraba por la puerta.

Tenía la cara roja y mojada.

«Hana.»

«¿Entiendes?»

«¿Cómo es que lo adoras tanto?»

«Le quiero.»

«No es que le quieras, le adoras.»

«Vete, Caravaggio, por favor.»

«No sé por qué te has atado a un cadáver.»

«Es un santo. Estoy convencida. Un santo desesperado. ¿Existe cosa semejante? Nos inspira el deseo de protegerlo.»

«¡A él ni siquiera le importa!»

«Soy capaz de quererle.»

«¡Una muchacha de veinte años que se aparta del mundo para amar a un espectro!»

Caravaggio hizo una pausa. «Tienes que protegerte de la tristeza. La tristeza está muy próxima al odio. Déjame decirte algo que he aprendido. Si te tomas el veneno de otro, por creer que compartiéndolo puedes curarlo, lo único que conseguirás es almacenarlo dentro de ti. Aquellos hombres del desierto fueron más listos que tú. Consideraron que podía ser útil y lo salvaron, pero, cuando dejó de ser útil, lo abandonaron.»