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Abandonó la fiesta en un coche, que crujía sobre la grava de la senda, suavemente curvada, por la que se salía de la mansión y zumbaba tan sereno como la noche estival. Había pasado el resto de la velada en la Villa Cosima sin apartar la vista de la fotógrafa y dándole la espalda, siempre que levantaba la cámara para fotografiar a alguien junto a él. Ahora que sabía de su existencia, podía eludirla. Se mantenía a poca distancia para captar sus conversaciones: se llamaba Anna y era amante de un oficial que iba a pasar la noche en la villa y por la mañana viajaría hacia el Norte pasando por la Toscana. La muerte de aquella mujer o su desaparición repentina habría levantado sospechas al instante. En aquellos días se investigaba todo lo que resultara fuera de lo común.

Cuatro horas después, corría por la hierba en calcetines con su sombra -voluta pintada por la luna- debajo. Se detuvo en la senda de grava y avanzó despacio por ella. Alzó la vista para contemplar la Villa Cosima, las lunas cuadrangulares de las ventanas: un palacio de guerreras.

Los chorros de luz que lanzaban -como agua una manguera- los faros de un coche iluminaron la alcoba en la que se encontraba y se detuvo -con un pie en el aire una vez más- al ver los ojos de la misma mujer clavados en él, mientras un hombre se movía encima de ella y le pasaba los dedos por entre la rubia cabellera. Y sabía que ella lo había visto: aunque ahora estuviese desnudo, era el mismo hombre que había fotografiado antes en la multitudinaria fiesta, pues el azar había querido que ahora se encontrara en la misma posición, volviéndose hacia la luz que había revelado por sorpresa su cuerpo en la obscuridad. Las luces del coche barrieron la alcoba hasta el ángulo y desaparecieron.

Después, la obscuridad. No sabía si moverse, si ella susurraría al hombre que la estaba follando la presencia de una persona en la alcoba: un ladrón desnudo, un asesino desnudo. ¿Debía avanzar -con las manos listas para estrangular- hacia la pareja que estaba en la cama? Oyó al hombre, que seguía entregado al amor, oyó el silencio de la mujer -ni un susurro-, la oyó recapitular, con los ojos clavados en él a obscuras, o, mejor dicho, capitular. La cabeza de Caravaggio se sumió en la reflexión sobre la carga de significado que entraña la simple supresión de una sílaba. Las palabras son, como le dijo un amigo, delicadas, mucho más delicadas que violines. Recordó la rubia cabellera de la mujer, recogida en una cinta negra.

Oyó girar el coche y esperó a que reapareciera la luz por otro instante. La mirada que surgió de la obscuridad seguía clavada en él como una flecha. La luz bajó de su cara al cuerpo del general, a la alfombra, y después tocó a Caravaggio y resbaló por su cuerpo una vez más. El ya no podía verla. Movió la cabeza y después remedó con gestos su propio degüello. Tenía la cámara en la mano para que ella entendiera. Luego volvió a quedar sumido en la sombra. Oyó un gemido de placer destinado a su amante y supo que era la conformidad para con él -sin palabras, sin asomo de ironía, un simple contrato con él, el morse del entendimiento-, conque ya sabía que podía salir sin miedo al mirador y desaparecer en la noche.

Encontrar la alcoba de la mujer había sido más difícil. Había entrado en la villa y había pasado en silenció ante los murales medio en penumbra del siglo XVII que decoraban los pasillos. En algún sitio debía del haber alcobas, como bolsillos obscuros en un traje dorado. La única forma de pasar por delante de los guardias era mostrarse como un cándido. Se había desnudado por entero y había dejado la ropa en una era de flores.

Subió desnudo las escaleras hasta el segundo piso, donde estaban los guardias, riéndose, doblado en dos, de un asunto secreto, con lo que la cabeza le caía a la altura de la cadera, insinuando a los guardias su invitación nocturna: ¿era al fresco? ¿O seducción a cappella?

Un largo pasillo en el tercer piso, un guardia junto a la escalera y otro en el extremo, a veinte metros, demasiados, de distancia. Era, por tanto, una larga caminata teatral la que Caravaggio debía representar ahora, ante la mirada suspicaz y desdeñosa de los dos guardias, hieráticos y mudos como cariátides, la caminata en peIota viva, haciendo un alto ante una sección del mural para contemplar, curioso, un borrico representado en un huerto. Reclinó la cabeza contra la pared, como si fuera a caerse de sueño, y después volvió a caminar, tropezó y al instante se irguió y adoptó paso militar. La mano izquierda, libre, se alzó hacia los querubines del techo, con el culo al aire como él -saludo de un ladrón, breve vals-, mientras desfilaban ante él retazos de la escena representada en el mural -castillos, duomos blancos y negros, santos extáticos- en aquel martes de guerra, para salvar el disfraz y la vida. Caravaggio había salido de parranda para buscar su propia fotografía.

Se dio palmadas en el desnudo pecho como buscándose el salvoconducto, se cogió el pene e hizo ademán de usarlo de llave para introducirse en la alcoba custodiada. Retrocedió riendo y tambaleándose, irritado ante su lamentable error, y se coló canturreando en la habitación contigua.

Abrió la ventana y salió a la galería: una noche obscura y hermosa. Después se descolgó balanceándose hasta la galería del piso inferior. Ahora podía entrar por fin en la alcoba de Anna y su general. Era un simple perfume entre ellos, un pie que no dejaba huella, un ser sin sombra. La historia que contó años atrás al hijo de un conocido sobre la persona que buscaba su sombra, como él ahora su imagen en una película fotográfica.

En la alcoba advirtió inmediatamente los inicios del movimiento sexual. Sus manos hurgaron en la ropa de la mujer, tirada sobre respaldos de sillas y por el suelo. Se tumbó y rodó por la alfombra, tocando la piel del cuarto, para ver si notaba algo duro como una cámara. Rodó en silencio formando un abanico, pero no encontró nada. No había ni pizca de luz.

Se puso en pie y buscó a tientas y con cautela, tocó un torso de mármol. Su mano recorrió una mano de piedra -ahora entendía la mentalidad de la mujer-, de la que colgaba la cámara. Entonces oyó el vehículo y al tiempo, cuando se volvió, lo vio la mujer en el súbito haz de luz de los faros.

Caravaggio observó a Hana, que estaba sentada frente a él y lo miraba, intentaba leer, imaginar el raudal de sus pensamientos, como solía hacer su esposa. Observó cómo lo olfateaba, buscaba su rastro, ella. Lo ocultó y volvió a mirarla con ojos -lo sabía- impecables, más claros que río alguno, intachables como un paisaje. La gente -no se le escapaba- se perdía en ellos, porque sabía velarlos a la perfección. Pero la muchacha lo miraba burlona, ladeando, inquisitiva, la cabeza, como haría un perro al que hablaran en tono impropio de un ser humano. Estaba sentada frente a él, delante de las obscuras paredes, de color rojo sangre, que a él desagradaba, y con su pelo negro y aquella mirada, su flaco cuerpo y la tez olivácea que había adquirido con la luz de aquel país, le recordaba a su esposa.

Ahora ya no pensaba en ella, pero sabía que podía cerrar los ojos y evocar hasta el menor de sus gestos, describir hasta el menor detalle de su aspecto, el peso de su muñeca sobre su corazón por la noche.

Estaba sentado con las manos bajo la mesa y miraba a la muchacha comer. Aunque siempre se sentara con Hana durante las comidas, él aún prefería comer solo. Vanidad -pensó-, vanidad mortal. Ella lo había visto desde una ventana comer con las manos, sentado en uno de los treinta y seis escalones contiguos a la capilla, sin tenedor ni cuchillo a la vista, cual si estuviera aprendiendo a hacerlo como un oriental. En su grisácea barba de tres días, en su chaqueta obscura, veía ella por fin al italiano que era. Lo advertía cada vez más.

Él contempló su obscura silueta recortada sobre las paredes de color carmelita rojizo, su piel, su corto cabello negro. La había conocido, junto a su padre, en Toronto, antes de la guerra. Después había sido ladrón, había estado casado, se había movido como pez en el agua en su mundo predilecto, con confianza indolente, con maestría para engañar a los ricos, hechizar a su esposa, Giannetta, o congeniar con la joven hija de su amigo.