Изменить стиль страницы

¿Qué sabíamos la mayoría de nosotros de aquellas partes de África? Los ejércitos del Nilo avanzaban y retrocedían en el desierto por un campo de batalla de mil doscientos kilómetros de profundidad. Tanques ligeros, bombarderos Blenheim de mediano alcance, cazas biplanos Gladiator, ocho mil hombres. Pero, ¿quién era el enemigo? ¿Quiénes eran los aliados de aquel país: las fértiles tierras de la Cirenaica, las marismas saladas de El Agheila? Toda Europa guerreaba en el África septentrional, en Sidi Rezegh, en Baguoh.

Durante cinco días viajó a obscuras, cubierto con una capota, en una rastra detrás de los beduinos. Iba envuelto en aquella tela empapada en aceite. Después la temperatura bajó de repente. Habían llegado al valle encajonado entre las altas paredes rojas del cañón y se habían reunido con el resto de la tribu del desierto que se desparramaba deslizándose por la arena y las piedras con sus azules túnicas, que oscilaban en el aire como leche pulverizada o como un ala. Le desprendieron la suave tela, pegada al cuerpo. Estaba dentro del útero mayor del cañón. Los buitres, encaramados en el aire por encima de ellos, se abatían, como desde hacía mil años, hasta la grieta de piedra en que habían acampado.

Por la mañana, lo llevaron hasta el extremo del siq. Hablaban en voz alta en torno a él. De repente se aclaraba el dialecto. Querían que viera los fusiles enterrados.

Lo llevaron hacia algo, con su vendada cara mirando al frente, y le estiraron la mano un metro más o menos. Después de días de viaje, lo hicieron avanzar aquel único metro, inclinarse y tocar algo para algún fin, sin que le soltaran el brazo y con la palma extendida y hacia abajo. Tocó el cañón del Sten y la mano que guiaba la suya la soltó. Una pausa entre las voces. Querían que les descifrara los fusiles.

«Fusil ametrallador Breda de 12 milímetros: italiano.»

Tiró del cerrojo, insertó el dedo y no encontró bala alguna, lo cerró y apretó el gatillo. Puht. «Un fusil excelente», murmuró. Volvieron a inclinarlo hacia adelante.

«Fusil ametrallador ligero Cháttelerault de 7,5 milímetros: francés, 1924.

»MG 15 de 7,9 milímetros: del Ejército del Aire alemán.»

Lo colocaron delante de cada uno de los fusiles. Las armas parecían ser de diferentes períodos y de muchos países: un museo en el desierto. Pasaba la mano por la caja y la recámara o tocaba con los dedos la mira. Decía el nombre del fusil y después lo llevaban ante otro. Ocho le presentaron ceremoniosamente. Decía los nombres en voz alta, en francés y después en la propia lengua de la tribu. Pero, ¿para qué les interesaba? Tal vez lo importante para ellos no fuera el nombre, sino saber que conocía el fusil.

Volvieron a sujetarlo de la muñeca y le metieron la mano en una caja de cartuchos. En otra caja, a la derecha, había más, de siete milímetros. Y después otros.

En cierta ocasión, de niño, su tía, con la que se había criado, había desparramado las cartas de una baraja sin descubrirlas y le había enseñado a jugar a las parejas. Cada jugador podía descubrir dos cartas e ir emparejándolas de memoria. Era otro paisaje: ríos con truchas, voces de aves que sabía reconocer a partir de un fragmento vacilante, un mundo en el que todo tenía nombre. Ahora, con la cara cubierta por una mascarilla de fibras de hierba, cogía un cartucho y avanzaba con sus porteadores, los guiaba hacia un fusil, introducía la bala, echaba el cerrojo y, sosteniéndolo en el aire, disparaba. Se oía un restallar de mil demonios por todo el cañón. «Pues el eco es el alma de la voz que se excita en las oquedades.» Un hombre considerado taciturno y loco había anotado esa frase en un hospital inglés y ahora, en aquel desierto, estaba en sus cabales y, con la cabeza clara, cogía cartas, las emparejaba sin dificultad, al tiempo que dedicaba una sonrisa a su tía, y disparaba cada combinación lograda y los hombres que lo rodeaban iban respondiendo con vítores a cada disparo. Se volvía a mirar en una dirección y después regresaba de nuevo hasta el Breda, esa vez con su extraño palanquín humano, seguido de un hombre con un cuchillo que tallaba un código paralelo en la caja de cartuchos y en la del fusil. Después de la soledad, disfrutaba con el movimiento y los vítores. Con su destreza compensaba a los hombres que lo habían salvado para ese fin.

Viajó con ellos a aldeas en las que no había mujeres. Se transmitían sus conocimientos como prendas de una tribu a otra, compuestas de ocho mil individuos. Se inició en costumbres y música específicas. Con los ojos vendados la mayoría de las veces, oyó las jubilosas canciones de la tribu mzina encaminadas a atraer el agua y acompañadas de danzas dahjiya, sones de zampoñas, utilizadas para transmitir mensajes en casos de emergencia, y de la flauta doble makruna (una de las cuales emite un zumbido constante). Después, en el territorio de las liras de cinco cuerdas, una aldea u oasis de preludios e interludios, palmas, danza antifonal.

No le quitaban la venda de los ojos hasta el crepúsculo, momento en que podía ver a sus captores y salvadores. Ahora sabía dónde estaba. A unos les dibujaba mapas que superaban los límites de su territorio y a otros les explicaba el mecanismo de los fusiles. Los músicos se sentaban frente a él, al otro lado del fuego. Las notas de la lira simsimiya, arrastradas por una ráfaga de brisa, se perdían en la distancia o se dirigían hacia él por sobre el fuego. Bailaba un muchacho que, con aquella luz, era el ser más deseable que había visto. Sus delgados hombros eran blancos como el papiro, la luz del fuego reflejaba el sudor en su estómago y por las aberturas de la tela azul que lo cubría, como un señuelo, desde el cuello hasta los tobillos se vislumbraba su desnudez, se revelaba como una línea de relámpago carmelita.

El desierto nocturno, atravesado por un impreciso orden de tormentas y caravanas, los rodeaba. Siempre había secretos y peligros en torno a él, como cuando movió a ciegas la mano y se cortó con un cuchillo de doble filo que había en la arena. A veces no sabía si se trataba de sueños; el corte, limpio, no le dolía y hubo de enjugarse la sangre en el cráneo (el rostro seguía siendo intocable) para señalar la herida a sus captores. La aldea sin mujeres a la que lo habían llevado en completo silencio o el mes entero en que no vio la luna, ¿los habría imaginado? ¿Los habría soñado cuando estaba envuelto en el fieltro empapado en aceite y en la obscuridad?

Habían pasado ante pozos cuya agua estaba maldita. En ciertos espacios abiertos había ciudades ocultas y, mientras excavaban en la arena para llegar a recintos enterrados o a bolsas de agua, él esperaba. Y la pura belleza de un muchacho inocente que bailaba, como la voz de un niño cantor de coro, que recordaba como el más puro de los sonidos, la más clara de las aguas de río, la más transparente profundidad del mar. Allí, en el desierto, que antiguamente había sido un mar, nada era estable ni permanente, todo evolucionaba: como la tela por el cuerpo del muchacho, como si abrazara un océano o su propia placenta azul o se liberase de ellos. Un muchacho excitándose a sí mismo, con los genitales recortándose sobre el fondo de fuego.

Después apagaron las llamas con arena y su humo se disipó en torno a ellos. La cadencia de los instrumentos musicales como un pulso o la lluvia. El muchacho extendió el brazo por sobre el fuego apagado para acallar las zampoñas. Había desaparecido sin dejar huellas, sólo los harapos prestados. Uno de los hombres avanzó reptando y recogió el semen caído en la arena. Se lo llevó al hombre blanco experto en fusiles y lo depositó en sus manos. En el desierto el único objeto digno de exaltación es el agua.

La enfermera estaba ante la pila, la tenía asida, y miraba la pared de estuco. Había retirado todos los espejos y los había apilado en una habitación vacía. Se agarró a la pila y movió la cabeza a un lado y a otro, seguida por la sombra en movimiento. Se mojó las manos y se peinó el cabello con los dedos hasta que estuvo completamente húmedo. Eso la refrescó y, cuando salió, agradeció con fruición el azote de la brisa, que apagaba el retumbar del trueno.