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Llamaba «compa» a todo el mundo y se reía al oír este retazo de canción:

Siempre que a, Roosevelt veía,
«Hola, compa», iba y me decía.

Limpiaba brazos que no cesaban de sangrar. Había extraído tantas esquirlas de metralla, que tenía la sensación de haber sacado una tonelada de metal del gigantesco cuerpo humano que cuidaba, mientras el ejército avanzaba hacia el Norte. Una noche en que murió uno de los pacientes, se saltó todas las reglas: cogió las zapatillas de tenis que el difunto tenía en su mochila y se las puso. Le venían un poco grandes, pero se encontraba cómoda.

El rostro -el rostro con el que se iba a encontrar Caravaggio más adelante- se le fue volviendo más duro y flaco. Estaba delgada, más que nada del cansancio. Tenía hambre permanente y la exasperaba tener que dar la comida a un paciente que no podía o no quería comer y ver desmigajarse el pan y enfriarse la sopa, que ella habría devorado en un segundo. No deseaba nada exótico, sólo pan, carne. El hospital de una de las ciudades tenía una panadería adosada y en sus ratos libres Hana se paseaba entre los panaderos y aspiraba el polvo y la promesa de la comida. Más adelante, cuando se encontraban al este de Roma, alguien le regaló una aguaturma.

Resultaba extraño dormir en las basílicas o los monasterios o dondequiera que hubiesen alojado a los heridos, sin dejar de avanzar hacia el Norte. Cuando uno de ellos moría, Hana rompía la banderita de cañón para que los camilleros lo viesen desde lejos. Después salía del macizo edificio y se iba a pasear, ya fuese primavera, invierno o verano, temporadas todas que parecían arcaicas, como caballeros ancianos que se pasaran la guerra sentados. Hiciera el tiempo que hiciese, salía. Quería aspirar aire que no oliera a nada humano, ver la luz de la luna, aun cuando tuviese que soportar un aguacero.

Hola, compa; adiós, compa. Los cuidados eran breves. El contrato sólo era válido hasta la muerte. Ni su carácter ni su pasado la habían preparado para ser enfermera. Pero el corte del cabello fue un contrato y duró hasta que los instalaron en la Villa San Girolamo, al norte de Florencia. En ella había otras cuatro enfermeras, dos médicos y cien pacientes. La guerra se desplazó más al norte de Italia y ellos quedaron atrás.

Después, durante la celebración de una victoria local, un poco mustia en aquel pueblo encaramado en las colinas, dijo que no regresaría a Florencia ni a Roma ni a ningún otro hospital, la guerra se había acabado para ella. Se quedaría ella sola con el hombre quemado, al que llamaban «el paciente inglés», porque, dada la fragilidad de sus miembros, no era aconsejable -ahora le resultaba claro- trasladarlo. Le pondría belladona en los ojos, le daría baños de sal para la piel, cubierta de queloides y quemaduras extensas. Le dijeron que el hospital -un convento que durante meses había sido un puesto defensivo alemán y que los Aliados habían bombardeado con granadas y bengalas- no era seguro. Se iba a quedar sin nada, sin protección contra los bandidos. Aun así, se negó a marcharse, se quitó el uniforme de enfermera, sacó el vestido estampado de color carmelita que durante meses había llevado en su equipaje y se lo puso junto con las zapatillas de tenis. Se apartó de la guerra. Había ido de acá para allá, a su dictado. Permanecería en aquella villa con el inglés hasta que las monjas la reclamaran. Había algo en él que quería aprender, hacer suyo, algo que podía servirle de escondrijo, permitirle abandonar la vida adulta. La forma en que él le hablaba y pensaba le recordaba a un vals. Quería salvarlo, a aquel inglés sin nombre, casi sin rostro, que había sido uno de los cien heridos, más o menos, confiados a sus cuidados durante la invasión del Norte.

Se marchó de la celebración, a la que había asistido con su vestido estampado. Fue a la habitación que compartía con las demás enfermeras y se sentó. Al hacerlo, vislumbró un parpadeo, que atrajo su atención: era un espejito redondo. Se levantó despacio y se acercó a él. Era muy pequeño, pero, aun así, parecía un lujo. Hacía más de un año que había decidido no mirarse a un espejo, tan sólo veía su sombra de vez en cuando en las paredes. El espejo sólo mostraba su mejilla y tuvo que sostenerlo, con mano temblorosa, en el extremo del brazo extendido. Se vio como retratada en un medallón. Era ella. Por la ventana se oía a los pacientes, que reían y gritaban de entusiasmo en sus sillas, y al personal que los sacaba a la luz del sol. Sólo permanecían dentro los más graves. Se sonrió. Hola, compa, dijo. Miró su imagen para intentar reconocerse.

La obscuridad se interponía entre Hana y Caravaggio, mientras paseaban por el jardín. Él empezó a hablar con su lento deje habitual.

«Era una fiesta de cumpleaños, a las tantas de la noche, en Danforth Avenue. En el restaurante The Night Crawler. ¿Recuerdas, Hana? Todo el mundo -tu padre, Gianetta, yo, los amigos- tenía que levantarse y entonar una canción y tú dijiste que también querías hacerlo: por primera vez. Todavía ibas al colegio y habías aprendido aquella canción en una clase de francés.

»Lo hiciste muy en serio: te pusiste de pie en el banco y después diste otro paso y te subiste a la mesa, entre los platos y las velas encendidas.

»"Alonson fon!"

»Cantaste con la mano en el corazón. Alonson fon! La mitad de los presentes no sabían qué diablos estabas cantando y tal vez tú tampoco supieras el significado exacto de las palabras, pero sabías de qué trataba la canción.

»La brisa que llegaba de la ventana hacía ondear tu falda hasta casi tocar una vela y tus tobillos parecían estar al rojo blanco. Tu padre tenía la vista alzada hacia ti, que, como por milagro, expresabas en aquella nueva lengua, sin fallos ni vacilaciones y con todo el fervor requerido, el ideal revolucionario, mientras las velas oscilaban y por muy poco no tocaban tu vestido. Al final nos pusimos en pie y saltaste de la tabla a sus brazos.»

«Debería quitarte esas vendas de las manos. Ya sabes que soy enfermera.»

«Son cómodas. Como guantes.»

«¿Cómo ocurrió?»

«Me sorprendieron saltando de la ventana de una mujer. La mujer de que te hablé, la que tomó la foto. No fue culpa suya.»

Ella le cogió el brazo y le dio friegas en el músculo. «Déjame hacerlo.» Le sacó las manos vendadas de los bolsillos de la chaqueta. A la luz del día las había visto grises, pero con aquella luz resultaban casi luminosas.

Mientras Hana deshacía las vendas, él iba retrocediendo, con lo que el blanco salía de sus brazos, como si fuera un truco de magia, hasta que quedó liberado de ellas. Ella se acercó al tío de su infancia, vio en sus ojos la esperanza de que se cruzaran con los suyos para instarla a aplazarlo, por lo que ella lo miró directamente a los ojos.

Caravaggio tenía las manos juntas formando un cuenco. Ella se las cogió, mientras acercaba la cara a su mejilla, y después la apretó contra su cuello. Al tacto parecían firmes, curadas.

«La verdad es que tuve que negociar para que me dejaran esto.»

«¿Cómo?»

«Con las habilidades que entonces tenía.»

«Ah, ya recuerdo. No, no te muevas. No te apartes de mí.»

«Es un momento extraño, el final de una guerra.»

«Sí. Un período de adaptación.»

«Sí.»

Él alzó las manos como para introducir el cuarto de luna en el cuenco que formaban.

«Me cortaron los dos pulgares, Hana. Mira.»

Le colocó las manos delante de los ojos para enseñarle lo que ella tan sólo había vislumbrado. Volvió una mano como para mostrarle que no era un truco, que lo que parecía una branquia era el punto en el que habían cortado el pulgar. Le acercó la mano a la blusa.

Ella sintió que la tela se levantaba por debajo del hombro, cuando él la cogió con dos dedos y tiró de ella despacio hacia sí.