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¿Conocen la letra?

No se movieron. Abandonó los acordes y dejó en libertad los dedos para que se sumieran en la complejidad melódica y se lanzaran desenfrenados a interpretarla, audaces, al modo del jazz: partiendo las notas y los ángulos del tronco melódico.

Cuando llevo a mi cielito a tomar el té,
Todos los chicos sienten envidia de mí,
Conque nunca la llevo adonde la pandilla va,
Cuando llevo a mi cielito a tomar el té…

Cuando los destellos de relámpago invadían la sala, los hombres, con la ropa empapada, contemplaban sus manos, que ahora acompañaban los relámpagos y truenos o les hacían contrapunto en los intervalos de obscuridad. Había tal concentración en su rostro, que los soldados se sentían invisibles, mientras ella se esforzaba por recordar la mano de su madre rasgando un periódico, mojándolo bajo un grifo de la cocina y usándolo para borrar de la mesa las notas dibujadas, el infernáculo de notas, tras lo cual iba a su clase semanal en la sala de actos del centro comunitario, donde tocaba sin alcanzar aún los pedales con los pies, estando sentada, por lo que prefería permanecer de pie con la sandalia veraniega en el pedal izquierdo, mientras el metrónomo marcaba el compás.

No quería terminar, renunciar a aquellas palabras de una canción antigua. Veía los lugares a los que iban, que la pandilla no conocía, invadidos por la aspidistra. Alzó la vista y les hizo una seña con la cabeza para indicar que ya estaba a punto de concluir.

Caravaggio no vio aquella escena. Cuando volvió, encontró a Hana y los dos soldados de una unidad de zapadores preparándose bocadillos en la cocina.

III. CIERTA VEZ UN FUEGO

La última guerra medieval fue la que tuvo por escenario Italia en 1943 y 1944. Los ejércitos de nuevos reyes se lanzaron irreflexivos contra ciudades fortificadas, encaramadas en altos promontorios, que diferentes bandos se habían disputado desde el siglo VIII. En torno a los afloramientos de rocas, el trasiego de camillas arrasó los viñedos, donde, si se excavaba bajo los surcos dejados por los tanques, se encontraban hachas y lanzas. Monterchi, Cortona, Urbino, Arezzo, Sansepolcro, Anghiari y después la costa.

Los gatos dormían en las torretas de los cañones mirando hacia el Sur. Ingleses, americanos, indios, australianos y canadienses avanzaban hacia el Norte y las granadas estallaban y, tras dejar un rastro, se disolvían en el aire. Cuando los ejércitos se agruparon en Sansepolcro, ciudad cuyo símbolo es la ballesta, algunos soldados compraron esas armas y las dispararon de noche y en silencio por encima de las murallas de la inexpugnable ciudad. El mariscal de campo Kesselring, del ejército alemán en retirada, acarició en serio la idea de verter aceite hirviendo desde las almenas.

Fueron a buscar a medievalistas en las facultades de Oxford y los enviaron por avión a Umbría. Frisaban en los sesenta años por término medio. Los alojaron con la tropa y, en las reuniones con el mando estratégico, aquellos ancianos olvidaban una y otra vez que se había inventado el aeroplano. Hablaban de las ciudades en función del arte que encerraban. En Monterchi estaba la Madonna del Parto de Piero della Francesca, situada en la capilla contigua al cementerio de la ciudad. Cuando por fin se tomó el castillo del siglo XIII durante la lluviosa primavera, la tropa, alojada bajo la alta cúpula de la iglesia, durmió junto al púlpito de piedra en el que aparece representada la muerte de la Hidra a manos de Hércules. El agua no era potable. Muchos murieron de tifus y otras fiebres. Al mirar hacia arriba con sus prismáticos militares en la iglesia gótica de Arezzo, los soldados se encontraban con los rostros de sus contemporáneos en los frescos de Fiero della Francesca. La reina de Saba conversando con el rey Salomón. Al lado, una ramita del Árbol del Bien y del Mal en la boca de Adán muerto. Años después, aquella reina iba a comprender que el puente sobre el Siloé estaba hecho con madera de aquel árbol sagrado.

La lluvia y el frío no cesaban y el único orden era el de los grandes mapas del arte, que mostraban manifestaciones de juicio, piedad y sacrificio. El VIII Ejército se tropezaba con un río tras otro cuyos puentes estaban destruidos y sus unidades de zapadores se veían obligadas a descolgarse, desafiando el fuego enemigo, por los declives de las orillas con escalas de cuerda y cruzar el río a nado o vadeándolo. El agua arrastraba tiendas y provisiones. Algunos hombres desaparecían atados a su equipo. Tras haber cruzado el río, intentaban lanzarse fuera del agua. Hundían las manos y las muñecas en la pared de lodo del terraplén y se quedaban así, colgados y esperando que el lodo, al endurecerse, los sostuviese.

El joven zapador sij apoyó la mejilla contra el lodo y pensó en la cara de la reina de Saba, la textura de su piel. El único consuelo en aquel río era el deseo que sentía por ella, que en cierto modo mantenía el calor en su interior. Le alzaría el velo del pelo. Introduciría su mano derecha entre su cuello y la blusa verde olivo. También él estaba cansado y triste, como el rey sabio y la reina culpable que había visto en Arezzo dos semanas antes.

Colgaba por encima del agua con las manos trabadas en el banco de lodo. El carácter, arte sutil, los abandonaba en aquellos días y noches, existía sólo en un libro o una pared pintada. ¿Quién era el más triste en aquel fresco de la cúpula? Enamorado de los ojos abatidos de aquella mujer que un día descubriría la sacralidad de los puentes, se inclinó para descansar en la piel de su delicado cuello.

Por la noche, en el catre, sus brazos se estiraban apuntando a la lejanía, como dos ejércitos. No había promesa de solución ni de victoria, excepto el pacto temporal entre él y los reyes de aquel fresco, que lo olvidarían, nunca tendrían noticia de la existencia de él, un sij, colgado a media altura de una escala de zapador y en plena lluvia, levantando un puente provisional para el ejército que venía tras él. Pero recordó el cuadro en que aparecía representada la historia de aquellos reyes. Y, cuando un mes después llegaron al mar los batallones, tras haber sobrevivido a todo y haber entrado en la ciudad costera de Cattolica, y después de que los ingenieros hubiesen limpiado de minas una franja de playa de veinte metros para que los hombres pudieran meterse desnudos en el mar, se acercó a uno de los medievalistas que había tenido un detalle con él -el de haberle hablado, sencillamente, y haberle cedido parte de una lata de carne- y prometió enseñarle algo a cambio de su amabilidad.

El zapador pidió prestada una moto Triumph, se ató una lámpara roja de emergencia al brazo -con el anciano bien abrigado y abrazado a él- y en dirección opuesta recorrieron el camino por el que habían venido, pasando por las ciudades ahora inocentes, como Urbino y Anghiari, a lo largo de la tortuosa cresta de la cordillera que recorría Italia de Norte a Sur como una espina dorsal y bajaron por la ladera occidental hacia Arezzo. De noche no había soldados en la plaza y el zapador aparcó delante de la iglesia. Ayudó a apearse al medievalista, recogió su equipo y entró en la iglesia. Una obscuridad más fría, un vacío mayor, por lo que el ruido de sus botas retumbaba en todo el recinto. Volvió a oler la piedra y la madera antiguas. Encendió tres bengalas. Colgó de las columnas y por encima de la nave un aparejo de polea y después disparó un remache con la cuerda ya enganchada a una alta viga de madera. El profesor lo observaba confuso y de vez en cuando alzaba la vista hacia las alturas en tinieblas. El joven zapador lo ciñó por la cintura y los hombros como con un arnés y le fijó en el pecho con cinta adhesiva una pequeña bengala encendida.