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De los árboles cercanos a su tienda colgaba la antena de un receptor de radio. Mirando con los gemelos de Caravaggio, Hana veía de noche el verde fosforescente del dial, que a veces tapaba de repente el cuerpo del zapador, al cruzar el campo de visión. Durante el día, llevaba encima el aparato portátil, con un auricular en el oído y el otro colgando bajo la barbilla para escuchar ecos del resto del mundo que podían ser importantes para él. Se presentaba en la casa para transmitir alguna información que podía interesar a quienes en ella vivían. Una tarde anunció que había muerto el director de orquesta Glenn Miller, al estrellarse su avión en el trayecto de Inglaterra a Francia.

De modo que se movía entre ellos. Hana lo veía a lo lejos con su varita de zahorí en un jardín abandonado o, si había encontrado algo, desenmarañando el nudo de cables y mechas que, como una carta diabólica, alguien le había dejado.

Se lavaba las manos continuamente. Al principio, Caravaggio pensó que era demasiado escrupuloso. «¿Cómo has podido sobrevivir a una guerra?», le decía riendo.

«Me crié en la India. Allí te lavas las manos todo el tiempo. Antes de todas las comidas. Es una costumbre. Nací en el Punjab.»

«Yo soy de la zona más septentrional de América», dijo ella.

Dormía con medio cuerpo fuera de la tienda. Hana vio que se quitaba el auricular y lo dejaba caer sobre su regazo.

Entonces bajó los gemelos y se volvió.

Estaban bajo la enorme bóveda. El sargento encendió una bengala y el zapador se tumbó en el suelo, miró hacia arriba por la mira telescópica del fusil y fue examinando los rostros de color ocre, como si estuviera buscando a un hermano suyo entre la multitud. El retículo de la mira temblaba al recorrer las figuras bíblicas, mientras la luz bañaba las vestiduras de colores y la carne, obscurecidas por la acción del humo de aceite y velas durante centenares de años. Y ahora aquel humo amarillo del gas, que resultaba -de sobra lo sabían- monstruoso en el santuario, motivo suficiente para expulsar a aquellos soldados y recordarlos por haber abusado del permiso obtenido para ver la Gran Sala, hasta la que habían llegado después de vadear cabezas de playa y pasar por mil escaramuzas, el bombardeo de Monte Cassino, recorrer en respetuoso silencio las Stanze de Rafael y acabar por fin allí, diecisiete hombres que habían desembarcado en Sicilia y se habían abierto paso combatiendo por la bota italiana hasta allí, donde les habían mostrado una simple sala en gran parte a obscuras. Como si la simple presencia en el lugar fuera suficiente.

Y uno de ellos había dicho: «¡Maldita sea! ¿Y si pusiéramos un poco más de luz, sargento Shand?» Y el sargento soltó la lengüeta de la bengala y la sostuvo con el brazo extendido, mientras el niágara de luz se derramaba desde su puño, y se quedó ahí, así, hasta que se consumió. Los demás contemplaron con la vista hacia arriba las figuras y los rostros apiñados en el techo que aparecían a la luz, pero el joven zapador ya estaba tumbado boca arriba y con el fusil apuntado y su ojo casi rozaba las barbas de Noé y Abraham y los diversos demonios hasta que la visión del gran rostro -un rostro como una lanza, sabio, implacable- lo dejó paralizado.

Oyó gritar a los guardas en la entrada y después acudir corriendo, cuando ya sólo faltaban treinta segundos para que se apagara la bengala. Se revolvió y pasó el fusil al capellán. «Ése. ¿Quién es? En las tres en punto, noroeste. ¿Quién es? Rápido, que se apaga la bengala.»

El capellán se colocó el fusil en el hombro y lo giró hacia el rincón y en aquel momento se apagó la bengala.

Devolvió el fusil al joven sij.

«La verdad es que vamos a tener un disgusto todos por haber iluminado con estas armas la Capilla Sixtina. Yo no debería haber venido aquí, pero también debo dar las gracias al sargento Shand, ha sido una heroicidad por su parte. Supongo que no habremos causado ningún daño.»

«¿La ha visto? La cara. ¿Quién era?»

«Ah, sí, es un rostro admirable.»

«Lo ha visto.»

«Sí. Era Isaías.»

Cuando el VIII Ejército llegó a Gabicce, en la costa oriental, el zapador iba al mando de una patrulla nocturna. La segunda noche recibió por radio la comunicación de que había movimientos del enemigo en el agua. La patrulla lanzó una granada, que produjo una erupción en el agua, una severa advertencia. No acertaron, pero con el haz blanco de la explosión distinguió una silueta más obscura en movimiento. Alzó el fusil y la tuvo en la mira durante todo un minuto, pero prefirió no disparar y ver si había otros movimientos cerca. El enemigo seguía acampado más al norte, a las afueras de Rímini. Tenía la sombra en la mira, cuando se iluminó de repente la aureola de la Virgen María. Salía del mar.

Iba de pie en una barca. Dos hombres remaban. Otros dos la sostenían derecha y, cuando tocaron la playa, los habitantes de la ciudad empezaron a aplaudir desde sus obscuras ventanas abiertas.

El zapador veía la cara blanca y la aureola que formaban las lamparitas, alimentadas con pilas. Estaba tumbado en el fortín de hormigón, entre la ciudad y el mar, y la miraba, cuando los cuatro hombres bajaron de la barca y alzaron la estatua de yeso de metro y medio de altura. Cruzaron la playa sin detenerse, sin vacilar por miedo a las minas. Tal vez hubieran visto cómo las enterraban los alemanes y supiesen dónde se encontraban. Sus pies se hundían en la arena. Era en Gabicce Mare, el 29 de mayo de 1944: la fiesta de la Virgen María, Reina de los Mares.

Las calles estaban invadidas de adultos y niños. También habían aparecido hombres con uniformes de la banda, aunque ésta no tocaba para no violar el toque de queda, pero los instrumentos, inmaculados y brillantes, formaban también parte de la ceremonia.

Salió de la obscuridad, con el cañón del mortero atado a la espalda y el fusil en las manos. Su turbante y sus armas los sobresaltaron. No se esperaban que fuese a surgir también él de la tierra de nadie que era la playa.

Alzó el fusil y enfocó la cara de la Virgen en el punto de mira: sin edad, asexuada, las obscuras manos de los hombres en primer plano intentando llegar hasta su luz, la graciosa inclinación de las veinte bombillitas. La figura llevaba un manto azul pálido y tenía la rodilla izquierda ligeramente alzada para sugerir el efecto del ropaje.

No eran gente romántica. Habían sobrevivido a los fascistas, los ingleses, los galos, los godos y los alemanes. Habían estado sometidos tan a menudo, que ya nada significaba para ellos. Pero aquella cara de yeso azul y blanco había llegado del mar y la colocaron en un camión de la vendimia lleno de flores, mientras la banda la precedía en silencio. Fuera cual fuese la protección que había de dar el zapador a aquella ciudad, carecía de sentido. No podía pasearse con sus armas por entre los niños vestidos de blanco.

Se trasladó a una calle paralela y caminó al paso de la procesión para llegar al mismo tiempo a los cruces, donde alzaba el fusil y encuadraba una vez más el rostro de la Virgen en el punto de mira. Acabaron en un promontorio desde el que se dominaba el mar y donde la dejaron y regresaron a sus hogares. Ninguno de ellos advirtió la constante presencia del zapador en la periferia.

Su rostro seguía iluminado. Los cuatros hombres que la habían traído en la barca estaban sentados alrededor de ella, como centinelas. La pila que llevaba fijada a la espalda empezó a fallar; se descargó hacia las cuatro y media de la mañana. En aquel momento el zapador miró su reloj. Observó a los hombres con el telescopio del fusil. Dos estaban dormidos. Alzó la mira hasta el rostro de la Virgen y lo escrutó de nuevo. Con la luz que se iba apagando a su alrededor, tenía expresión diferente: una cara que en la obscuridad se parecía más a la de alguien que conocía, una hermana, algún día una hija. Si hubiera podido llevársela, el zapador habría dejado algo a modo de ofrenda. Pero, al fin y al cabo, tenía su propio credo.