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Por la noche, en las montañas que los rodeaban, incluso a las diez, sólo la tierra estaba obscura. Un cielo gris claro y colinas verdes.

«Estaba harta de pasar hambre, de no inspirar otra cosa que deseo carnal. Conque me retiré: de las citas, los paseos en jeep, los amoríos. Los últimos bailes antes de que murieran… me consideraban una esnob. Trabajaba más que los demás. Turnos dobles y bajo el fuego: hacía lo que fuera por ellos, vaciaba todos los orinales. Me volví una esnob porque no quería salir a gastar su dinero. Quería volver a mi tierra y ya no tenía a nadie en ella. Y estaba harta de Europa, harta de que me trataran como a un objeto precioso por ser mujer. Salí con un hombre que murió y el niño murió. La verdad es que el niño no murió precisamente, sino que acabé yo con él. Después de aquello, me retraje tanto, que nadie podía acercárseme. Y menos con charlas de esnobs. Ni con la muerte de alguien. Entonces lo conocí, al hombre quemado y con la piel renegrida, que, visto de cerca, resultó ser inglés.

»Hace mucho tiempo, David, que no he pensado en el contacto con un hombre.»

Cuando el zapador llevaba una semana por los alrededores de la villa, se adaptaron a sus hábitos alimentarios. Estuviera donde estuviese -en la colina o en el pueblo-, hacia las doce y media regresaba y se reunía con Hana y Caravaggio, sacaba de la bolsa el hatillo hecho con su pañuelo azul y lo extendía sobre la mesa junto a la comida de ellos: sus cebollas y sus hierbas, que fue cogiendo -sospechaba Caravaggio- en el huerto de los franciscanos, cuando estuvo rastreándolo en busca de minas. Pelaba las cebollas con el mismo cuchillo que utilizaba para pelar el revestimiento de una mecha. Después venía la fruta. Caravaggio sospechaba que, desde que habían desembarcado, no había probado ni una sola vez el rancho de las cantinas.

En realidad, siempre había hecho cola, como Dios manda, al amanecer, con la taza en la mano para recoger el té inglés, que le encantaba y al que añadía leche condensada de sus provisiones particulares. Se lo bebía despacio, de pie y al sol, para poder contemplar el lento movimiento de los soldados, que, si no iban a proseguir la marcha aquel día, a las nueve de la mañana estaban ya jugando a la canasta.

Ahora, al amanecer, bajo los devastados árboles de los jardines semidestruidos de la Villa San Girolamo, bebía un trago de agua de su cantimplora. Echaba polvo dentífrico en el cepillo de dientes e iniciaba una calmosa sesión de higiene dental, al tiempo que se paseaba y miraba el valle, aún envuelto en la bruma, más curioso que embelesado ante la vista sobre la que el azar lo había llevado a vivir. Desde su infancia, el cepillado de los dientes había sido para él una actividad al aire libre.

El paisaje que lo rodeaba era algo temporal, carecía de permanencia. Se contentaba con registrar la posibilidad de que lloviera o apreciar cierto olor de un arbusto. Como si, aun en reposo, fuese su mente un radar y sus ojos localizaran la coreografía de los objetos inanimados en un radio de cuatrocientos metros, es decir, aquel en que resultan mortales los proyectiles de armas pequeñas. Examinaba con cuidado las dos cebollas que había sacado de la tierra, pues sabía que los ejércitos en retirada habían minado también los huertos.

En el almuerzo, Caravaggio miraba con expresión afectuosa los objetos situados sobre el pañuelo azul. Probablemente existiera, pensaba, algún raro animal que comiese los mismos alimentos que aquel joven soldado, quien se los llevaba a la boca con los dedos de la mano derecha. Sólo utilizaba el cuchillo para pelar la piel de la cebolla y para trocear la fruta.

Los dos hombres bajaron en carro hasta el valle para recoger un saco de harina. Además, el soldado tenía que entregar en el cuartel general de San Domenico los mapas de las zonas limpiadas. Como les resultaba difícil hacerse preguntas personales, hablaron de Hana. El zapador hubo de hacer muchas preguntas antes de que el de más edad reconociera que la había conocido antes de la guerra.

«¿En el Canadá?»

«Sí. La conocía allí.»

Pasaron ante numerosas hogueras al borde de la carretera y Caravaggio aprovechó para cambiar de conversación. El apodo del zapador era Kip. «Llamad a Kip.» «Aquí llega Kip.» Le habían puesto ese apodo en circunstancias curiosas. En su primer informe sobre desactivación de bombas en Inglaterra el papel tenía una mancha de mantequilla y el oficial había exclamado: «¿Qué es esto? ¿Grasa de arenque (kipper)?» Y todo el mundo se echó a reír. El joven sij no tenía idea de lo que era un arenque, pero había quedado metamorfoseado en un pescado salado inglés. Al cabo de una semana, todo el mundo había olvidado su nombre auténtico: Kirpal Singh. No le importó. Lord Suffolk y su equipo de demolición se aficionaron a llamarlo por su apodo, cosa que él prefería a la costumbre inglesa de llamar a las personas por su apellido.

Aquel verano el paciente inglés tenía puesto el audífono, gracias al cual podía estar al corriente de todo lo que sucedía en la casa. La concha ambarina fijada en su oído le transmitía los ruidos casuales: el chirrido de la silla en el pasillo, las pisadas del perro junto a su alcoba, que le hacían aumentar el volumen y oír hasta su puñetera respiración, o los gritos del zapador en la terraza. De modo que, pocos días después de la llegada del joven zapador, se había enterado de su presencia en los alrededores de la casa, si bien Hana los mantenía separados, pues suponía que no harían buenas migas.

Pero un día, al entrar en el cuarto del inglés, se encontró con el zapador. Estaba al pie de la cama, con los brazos colgados del fusil, que descansaba en sus hombros. No le gustó esa forma negligente de sostener el arma ni el modo como se había girado, como con desgana, al oírla entrar, como si su cuerpo fuera el eje de una rueda, como si tuviese cosida el arma a los hombros y los brazos y a sus obscuras muñequitas.

El inglés se volvió hacia ella y dijo: «¡Nos estamos entendiendo de maravilla!»

Le molestó que el zapador hubiera entrado como si tal cosa en aquel ámbito, que pareciese rodearla, estar en todas partes. Al enterarse por Caravaggio de que el paciente sabía de fusiles, Kip había subido a su cuarto y se había puesto a hablar con él de la búsqueda de bombas. Había descubierto que el inglés era un pozo de información sobre el armamento aliado y el del enemigo. No sólo conocía las absurdas espoletas italianas, sino también la topografía detallada de aquella región de Toscana. No tardaron en ponerse a ilustrar sus afirmaciones dibujando croquis de bombas y a exponer los aspectos teóricos de cada circuito concreto.

«Las espoletas italianas parecen ir colocadas verticalmente y no siempre en la cola.»

«Eso depende. Las fabricadas en Nápoles son así, pero las fábricas de Roma siguen el sistema alemán. Naturalmente, si nos remontamos al siglo xv, Nápoles…»

Como el joven soldado no estaba acostumbrado a permanecer quieto y callado, se impacientaba, al escuchar la tortuosa forma de hablar del inglés, y no dejaba de interrumpir las pausas y silencios que el inglés se concedía para intentar acelerar la cadena de ideas. El soldado echaba la cabeza hacia atrás y miraba al techo.

«Lo que deberíamos hacer es fabricarle un arnés», dijo pensativo y dirigiéndose a Hana, que acababa de entrar, «para trasladarlo por la casa.»

Ella los miró a los dos, se encogió de hombros y salió del cuarto.

Cuando Caravaggio se cruzó con ella en el pasillo, Hana iba sonriendo. Se quedaron escuchando la conversación que se estaba produciendo en el cuarto.

¿Te he contado mi concepción del hombre virgiliano, Kip? Mira…

¿Tienes puesto el audífono?

¿Qué?

Ponlo en marcha…

«Creo que ha encontrado a un amigo», dijo Hana a Caravaggio.