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Abrió la bolsa, sacó unas tijeras y cortó la hierba. Rodeó la bomba con una pequeña malla de cuerda y, después de atar una cuerda y una polea a una rama del árbol, alzó despacio la bola en el aire. Dos cables la unían a la tierra. Se sentó, se recostó en el árbol y la examinó. Ya no había razón para apresurarse. Sacó de la bolsa el receptor de radio y se colocó los auriculares. La música americana de la emisora AIF no tardó en llenarle los oídos: dos minutos y medio, por término medio, para cada canción o número de baile. Recibía la música de fondo subconscientemente, pero, si rememoraba A String of Pearls, C-Jam Blues y otras melodías, podía calcular cuánto tiempo llevaba allí.

El ruido no importaba. Con aquella clase de bomba no iba a haber débiles tictacs ni chasquidos que indicaran el peligro. La distracción de la música lo ayudaba a discurrir con claridad sobre la posible estructura de la mina, sobre la personalidad que había dispuesto la red de hilos y después había vertido cemento líquido sobre ella.

La estabilización de la bola de hormigón en el aire, reforzada con una segunda cuerda, garantizaba que, por fuerte que la golpease, no arrancaría los dos cables. Se puso en pie y empezó a raspar suavemente con un escoplo la mina camuflada; soplaba la cascarilla o la apartaba con el plumero y desportillaba el hormigón. Sólo se interrumpía cuando había una variación en la longitud de las ondas y tenía que mover el dial para volver a oír con claridad las melodías de swing. Sacó muy despacio el haz de cables. Había seis cables enmarañados, atados entre sí y pintados todos de negro.

Quitó el polvo de la tabla sobre la que descansaban los cables.

Seis cables negros. Cuando era niño, su padre había juntado los dedos y, dejando al descubierto sólo las puntas, le había preguntado cuál era el más largo. Tocó con su meñique el elegido, su padre desplegó la mano como una flor y reveló el error del niño. Desde luego, se podía hacer que un cable rojo fuera negativo. Pero su oponente no sólo los había cubierto de hormigón, sino que, además, había pintado de negro todos los indicativos. Kip se veía arrastrado a un torbellino psicológico. Empezó a raspar la pintura con el cuchillo y aparecieron uno rojo, otro azul y otro verde. ¿Los habría invertido también su oponente? Iba a tener que preparar un puente con su propio cable negro para averiguar si el circuito era positivo o negativo. Después comprobaría en qué punto fallaba la corriente y sabría dónde radicaba el peligro.

Hana estaba trasladando un gran espejo por el pasillo. Hizo un alto por el peso y después reanudó la marcha con el gastado rosa obscuro del pasillo reflejado en el espejo.

El inglés quería verse. Antes de entrar en el cuarto, Hana volvió con cuidado el reflejo hacia ella para que la luz de la ventana no se reflejase indirectamente en la cara del paciente.

Los únicos colores claros que se le veían, tumbado ahí con su obscura piel, eran la palidez del auricular en el oído y la aparente llamarada del almohadón. Apartó las sábanas con sus manos. Sigue, hasta abajo, dijo, al tiempo que las empujaba, y Hana las recogió hasta la base de la cama.

Se subió a una silla al pie de la cama e inclinó despacio el espejo hacia él. Estaba en esa posición, con las manos estiradas delante de sí, cuando oyó unos gritos apagados.

Al principio, no atendió. Con frecuencia llegaban hasta la casa ecos del valle. Cuando vivía sola con el paciente inglés, siempre la desconcertaban los megáfonos utilizados por los militares que daban instrucciones.

«Mantén el espejo inmóvil, mi amor», dijo él.

«Me ha parecido oír gritos. ¿Los oyes?»

Con la mano izquierda aumentó el volumen del audífono.

«Es el muchacho. Más vale que vayas a ver qué le pasa.»

Apoyó el espejo contra la pared y salió corriendo por el pasillo. Se detuvo fuera a esperar el próximo grito. Cuando lo oyó, se lanzó por el jardín hacia los campos situados por encima de la casa.

El zapador tenía las manos alzadas por encima de su cabeza, como si sostuviera una gigantesca tela de araña. Agitaba la cabeza para soltarse los auriculares. Al verla correr hacia él, le gritó que diera un rodeo por la izquierda, porque había cables de minas por todos lados. Ella se detuvo. Muchas veces había paseado por allí sin tener sensación de peligro. Se alzó la falda y avanzó con la vista clavada en sus pies, que se introducían por entre la alta hierba.

Cuando llegó hasta él, tenía aún las manos levantadas. Había caído en una trampa y había acabado sosteniendo dos cables activos, que no podía soltar sin la protección de un elemento de contrapunto. Necesitaba una tercera mano para anular uno de ellos y tenía que volver de nuevo hasta la espoleta. Le pasó los cables con cuidado y bajó los brazos, por los que volvió a circular la sangre.

«Dentro de un momento vuelvo a cogerlos.»

«No te preocupes.»

«Sobre todo no te muevas.»

Abrió la mochila para buscar el contador Geiger y el imán. Pasó el cuadrante a lo largo de los cables que ella sostenía. No hubo oscilación alguna de la aguja hacia el polo negativo, ninguna pista, nada. Retrocedió, al tiempo que se preguntaba dónde estaría la trampa.

«Mira, voy a pegar ésos con cinta adhesiva al árbol y ya puedes marcharte.»

«No. Te los sostengo. No van a llegar hasta el árbol.»

«No.»

«Kip… puedo sostenerlos.»

«Estamos en un callejón sin salida. Vaya broma. No sé por dónde seguir. No sé hasta dónde llegará la trampa.»

Se separó de ella y corrió hasta el punto en el que había visto por primera vez el cable. Lo levantó y esa vez lo siguió por todo su recorrido con el contador Geiger. Luego se acuclilló a unos diez metros de ella y se puso a pensar: de vez en cuando levantaba la vista hacia ella, sin verla, y miraba sólo los dos ramales de cable que sostenía. No sé, dijo en voz alta y lenta, no sé. Creo que debo cortar el cable de tu mano izquierda. Tienes que marcharte. Se puso los auriculares para que volviera a llegarle el sonido enteramente y lo ayudara a pensar con claridad. Se representó los diferentes trayectos del cable y se desvió por las circunvoluciones de sus nudos, los giros repentinos, los interruptores enterrados que lo convertían de positivo en negativo: un polvorín. Recordó el perro con ojos como platos. Recorrió, al ritmo de la música, los cables, sin dejar de mirar las manos de la muchacha, que los sostenían muy quietas.

«Más vale que te vayas.»

«Necesitas otra mano para cortarlo, ¿no?»

«Puedo atarlo al árbol.»

«Yo te lo sostengo.»

Le cogió el cable de la mano izquierda como si fuera una víbora muy delgada y después el otro. Ella no se apartó. Él no dijo nada más, ahora tenía que pensar con la mayor claridad posible, como si estuviera solo. Ella se le acercó y volvió a coger uno de los cables. El no se dio cuenta de ello, se le había borrado la presencia de Hana. Volvió a recorrer todo el camino hasta la espoleta, acompañado por la mente que había imaginado aquella coreografía, tocando todos los puntos decisivos, radiografiando todo el conjunto, mientras la música invadía todos los demás resquicios.

Antes de que se le desdibujara el teorema, se acercó a ella y cortó el cable que colgaba de su mano izquierda con un chasquido como de mordisco. Vio el obscuro estampado de su vestido a lo largo de su hombro y contra su cuello. La bomba estaba desactivada. Dejó caer las cizallas y le puso la mano en el hombro, porque necesitaba tocar algo humano. Ella estaba diciendo algo que él no podía oír, por lo que alargó la mano y le quitó los auriculares y entonces se hizo el silencio: la brisa y un murmurio. Kip se dio cuenta de que no había oído el ruido seco del corte, sólo lo había sentido, al quebrarse, como la rotura de un huesecillo de conejo. No retiró la mano, sino que se la bajó por el brazo y tiró de los quince centímetros de cable que ella tenía aún apretados en la mano.