Изменить стиль страницы

Y en cierto modo, durante aquellas largas noches dedicadas a leer y escuchar, se habían preparado -suponía ella- para la llegada del joven soldado, el niño convertido en adulto, que iba a reunirse con ellos. Pero Hana era el muchacho de la historia y Kip, de ser alguien, era el oficial Creighton.

Un libro, un mapa de nudos, un tablero con espoletas, una habitación con cuatro personas en una villa abandonada e iluminada sólo por velas y de vez en cuando los destellos de los relámpagos o el posible resplandor de una explosión. Las montañas, las colinas y Florencia a ciegas, sin electricidad. La luz de las velas no llega más allá de cincuenta metros. Desde una distancia mayor nada había allí que perteneciera al mundo exterior. Con el breve baile de aquella noche en el cuarto del paciente inglés habían celebrado sus sencillas aventuras: Hana, su sueño; Caravaggio, su «hallazgo» del gramófono; Kip, una desactivación difícil, aunque ya casi había olvidado semejante trance. Era de los que se sentían incómodos en las celebraciones, en las victorias.

A apenas cincuenta metros de distancia carecían de representación ante el mundo, ni un sonido ni una visión de ellos llegaba al ojo del valle, mientras las sombras de Hana y Caravaggio se deslizaban por las paredes, Kip permanecía sentado en el cómodo hueco de la ventana y el paciente inglés sorbía su vino y sentía que el alcohol se filtraba en su desacostumbrado cuerpo, por lo que lo emborrachaba rápidamente y su voz emitía el silbido de un zorro del desierto, el aleteo del tordo inglés que, según decía, sólo se encontraba en Essex, pues medraba junto a la lavanda y el ajenjo. El zapador, sentado en el hueco de piedra, pensó para sus adentros que todo el deseo del hombre quemado se localizaba en el cerebro. Después giró la cabeza de pronto y, al oír el sonido, comprendió perfectamente, sin la menor duda. Había vuelto a mirarlos y por primera vez en su vida había mentido («No hay problema, no era una mina. Parecía proceder de una zona limpiada») y se dispuso a esperar a que llegara hasta él el olor a cordita.

Horas después, Kip estaba sentado de nuevo en el hueco de la ventana. Si hubiera podido recorrer los siete metros del cuarto del inglés y tocar a Hana, se habría sentido en sus cabales. Había muy poca luz en el cuarto, tan sólo la vela en la mesa a la que estaba sentada, pero aquella noche no leía; pensó que tal vez estuviera achispada.

Había vuelto del lugar en el que había estallado la mina y había encontrado a Caravaggio dormido en el sofá de la biblioteca con el perro en brazos. Éste lo miró, cuando se detuvo en la puerta abierta, y movió el cuerpo sólo lo necesario para que se viera que estaba despierto y guardando el lugar. Su apagado gruñido se oía un poquito más que los ronquidos de Caravaggio.

Se quitó las botas, ató los cordones y se las colgó del hombro, mientras subía al piso superior. Había empezado a llover y necesitaba una lona para su tienda. Desde el pasillo vio la luz aún encendida en el cuarto del paciente inglés.

Hana estaba sentada en el sillón, con un codo apoyado en la mesa, sobre la que derramaba su luz un cabo de vela, y la cabeza echada hacia atrás. Kip dejó las botas en el suelo y entró en silencio en el cuarto, donde se había celebrado la fiesta tres horas antes. El aire olía a alcohol. Al verlo entrar, ella se llevó un dedo a los labios, y después señaló al paciente, pero éste no podía oír los sigilosos pasos de Kip. El zapador volvió a sentarse en el hueco de la ventana. Si hubiera podido cruzar el cuarto y tocarla, se habría sentido en sus cabales. Pero entre ellos mediaba un trayecto traicionero y complicado, un mundo muy amplio, y el inglés se despertaba con el menor sonido, pues, para poder sentirse seguro, ponía al máximo el volumen de su audífono. Los ojos de la muchacha recorrieron rápidos el cuarto y, al dar con él en el hueco de la ventana, se detuvieron.

Había localizado el cadáver de Hardy, su segundo, y lo que quedaba por allí y lo habían enterrado. Y después siguió pensando en lo que había hecho la muchacha aquella tarde, aterrado por ella de repente, irritado con ella por haber participado en la operación. Había puesto en peligro su vida como si tal cosa. Ella lo miraba fijamente. Su última comunicación había sido con el dedo en los labios. El zapador se inclinó hacia adelante y se limpió la mejilla contra el cordón que le pasaba por el hombro.

Había vuelto caminando por el pueblo y bajo la lluvia que caía en los desmochados árboles de la plaza, sin podar desde el comienzo de la guerra, y había pasado por delante de la extraña estatua de dos hombres a caballo y dándose la mano. Y ahora estaba en aquel cuarto, en el que las oscilaciones de la luz de la vela alteraban el aspecto de Hana, por lo que no podía saber qué sentimientos traslucía: si sabiduría o tristeza o curiosidad.

Si hubiera estado leyendo o inclinada sobre el inglés, le habría hecho una seña con la cabeza y probablemente se habría marchado, pero ahora estaba mirando a Hana y la veía joven y sola. Aquella noche, al contemplar la escena resultante de la explosión de la mina, había empezado a temer la presencia de ella durante la desactivación de aquella tarde. Tenía que apartarla de su cabeza o, si no, la tendría a su lado cada vez que se acercara a una espoleta. La llevaría dentro de sí. Cuando trabajaba, se henchía de claridad y música y el mundo humano se extinguía. Ahora la tenía dentro de sí o sobre su hombro, como la cabra viva que un oficial llevaba cargada -había visto en cierta ocasión- para sacarla de un túnel que intentaban inundar.

No.

No era cierto. Quería el hombro de Hana, quería colocar su palma sobre él, como había hecho a la luz del sol, cuando estaba dormida y él había estado tumbado ahí, como en el punto de mira de un fusil, cohibido ante ella: en el cuadro del pintor imaginario. No deseaba solicitud alguna para sí, pero deseaba colmar a la muchacha de atenciones, guiarla afuera de aquel cuarto. Se negaba a creer en sus propios defectos y en ella no había encontrado defecto alguno al que amoldarse. Ninguno de los dos deseaba dejar traslucir semejante posibilidad al otro. Hana estaba sentada y muy quieta. Lo miró y la vela osciló y alteró su aspecto. Él no sabía que no era para ella sino una silueta, que su esbelto cuerpo y su piel formaban parte de la obscuridad.

Antes, cuando ella había visto que Kip había abandonado el hueco de la alcoba, se había enfurecido. Sabía que los estaba protegiendo de la mina como a niños. Se había apretado más a Caravaggio. Había sido un insulto. Y aquella noche la excitación en aumento de la velada le había impedido leer después de que Caravaggio se hubiera ido a la cama, no sin antes detenerse a desvalijarle el botiquín, y de que el paciente inglés la hubiese llamado con el dedo y le hubiera besado, cuando ella se inclinó, en la mejilla.

Había apagado las demás velas, había encendido sólo el cabo de la mesilla de noche y se había sentado ahí, con el cuerpo del inglés delante y en silencio, tras apaciguarse el frenesí de sus peroratas embriagadas. Un día caballo seré y otro día perro, cerdo, oso decapitado, y un día fuego. Oía la cera derramarse en la bandeja de metal que tenía al lado. El zapador había ido hasta el punto de la colina en el que se había producido la explosión, pasando por el pueblo, y su innecesario silencio seguía irritándola.

No podía leer. Permanecía sentada en el cuarto con su eterno agonizante y seguía sintiéndose dolorida la rabadilla por el golpe que se había dado contra la pared, mientras bailaba con Caravaggio.

Si ahora se le hubiera acercado él, lo habría mirado fijamente y le habría pagado con un silencio semejante. Que adivinara, que diese el primer paso. No era el primer soldado que se le insinuaba.

Pero él hizo lo siguiente. Estaba en el centro del cuarto, con la mano metida hasta la muñeca en la mochila abierta y aún colgada del hombro. Avanzó sin hacer ruido. Giró y se detuvo junto a la cama. Cuando el paciente inglés concluyó una de sus largas exhalaciones, cortó el cable de su audífono con las cizallas y volvió a guardarlas en la mochila. Se volvió y le sonrió.