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No sabemos hasta qué punto estaba enamorada ella de él o él de ella o hasta qué punto se trataba de un juego de secretos. A medida que intimaban, aumentaba el espacio que los separaba durante el día. A ella le gustaba la distancia que él le dejaba, el espacio que, a su juicio, les correspondía. Infundía a los dos una energía particular, un código de aire entre ellos, cuando él pasaba bajo su ventana y sin decir palabra camino del pueblo, donde se reunía con los otros zapadores. Él le pasaba un plato o comida en las manos. Ella le colocaba una hoja en su carmelita muñeca. O trabajaban con Caravaggio en la cimentación de un muro a punto de derrumbarse. El zapador cantaba sus canciones occidentales, con las que Caravaggio, aunque no lo reconociera, disfrutaba.

«Pennsylvania six-five-oh-oh-oh!», cantaba jadeando el joven soldado.

Ella iba aprendiendo a distinguir todas las variedades de su obscura piel, el color de su antebrazo en comparación con el de su cuello, el color de sus palmas, su mejilla, la piel bajo el turbante, la obscuridad de los dedos al separar cables rojos y negros o en contraste con el pan que cogía de la bandeja de bronce que aún utilizaba para la comida. Después se ponía en pie. Su independencia les parecía descortés, aunque él la consideraba sin lugar a dudas el colmo de la educación.

Los que más le gustaban eran los colores que cobraba su cuello con el agua, cuando se bañaba, y el de su pecho cubierto de sudor, al que se aferraban los dedos de ella cuando lo tenía encima, y el de los obscuros y fuertes brazos en las tinieblas de su tienda o, cierta vez, en el cuarto de ella, cuando entre ellos surgió, como el crepúsculo, la luz procedente del pueblo situado en el valle, al fin liberada del toque de queda, e iluminó el color de su cuerpo.

Más adelante Hana iba a comprender que ni él ni ella habían accedido nunca a verse comprometidos el uno para con el otro. Vería esa palabra en una novela, la sacaría del libro e iría a consultarla en un diccionario. Comprometido: que ha contraído un compromiso u obligación. Y él nunca había accedido -y Hana lo sabía- a eso. Si ella cruzaba los doscientos metros de jardín obscuro para reunirse con él, lo hacía por su propia voluntad y podía encontrarlo dormido, no por falta de amor, sino por necesidad, para afrontar con la mente despejada los objetos traicioneros del día siguiente.

A él ella le parecía extraordinaria. Se despertaba y la veía en el haz de luz de la lámpara. Lo que más le gustaba era la expresión inteligente de su cara. O por las noches le gustaba su voz, cuando discutía una tontería de Caravaggio. Y la forma como entraba a gatas en su tienda y se apretaba contra su cuerpo, como una santa.

Hablaban y la voz ligeramente cantarina de él resonaba entre el olor a lona de la tienda que lo había acompañado durante toda la campaña italiana y que tocaba alargando sus finos dedos como si formara también parte de su cuerpo, un ala de color caqui que plegaba sobre sí durante la noche. Era su mundo. Durante aquellas noches, ella se sentía muy lejos del Canadá. Él le preguntaba por qué no podía dormir. Ella estaba tumbada ahí e irritada por su independencia, por la facilidad con la que se apartaba del mundo. Ella quería un techo de hojalata para guarecerse de la lluvia, dos álamos que se estremecieran ante su ventana, un ruido que acunara su sueño, los árboles y los techos bajo los que dormía en el extremo oriental de Toronto, donde se crió, y después, durante un par de años, con Patrick y Clara a orillas del río Skootamatta y posteriormente en la Georgian Bay. Ni siquiera en la densidad de aquel jardín había encontrado un árbol bajo el que dormir.

«Bésame. De tu boca es de lo que estoy más puramente enamorada, de tus dientes.» Y más tarde, cuando su cabeza había caído a un lado, hacia la corriente que entraba por la abertura de la tienda, le había susurrado en voz alta estas palabras, que sólo había oído ella misma: «Tal vez deberíamos preguntar a Caravaggio. Mi padre me dijo una vez que Caravaggio estaba siempre enamorado. No sólo caía en el amor, sino que, además, se hundía dentro de él. Siempre confuso, siempre feliz. ¿Kip? ¿Me oyes? Me siento tan feliz contigo, tan feliz de estar contigo así.»

Lo que más deseaba ella era un río en el que pudieran nadar. En la natación había un ceremonial que le parecía como el de una pista de baile. Pero él tenía una idea diferente de los ríos, se había metido en el Moro en silencio tirando del arnés de cables atados al puente portátil y los paneles de acero remachados se deslizaban tras él dentro del agua como un ser vivo y entonces se había iluminado el cielo con el fuego de obuses y alguien estaba hundiéndose a su lado en el centro del río. Los zapadores se sumergían una y otra vez en busca de las poleas perdidas y recogían los garfios en el agua y las llamaradas del fósforo en el cielo iluminaban el barro, la superficie y los rostros.

Durante toda la noche lloraron, gritaron y se ayudaron mutuamente a no volverse locos. Con la ropa empapada en el río invernal, consiguieron que el puente fuera encarrilándose poco a poco por encima de sus cabezas y dos días después otro río. Todos los ríos a los que llegaban carecían de puentes, como si hubieran borrado sus nombres, como si el cielo no tuviese estrellas ni las casas puertas. Las unidades de zapadores se metían con cuerdas en ellos, trasladaban cables sobre los hombros, encajaban los pernos, cubiertos de grasa para que no chirriara el metal, y después pasaba el ejército. Pasaba con sus vehículos y los zapadores seguían en el agua.

Con mucha frecuencia los sorprendían en plena corriente los obuses, que fulguraban en las cenagosas orillas y hacían trizas el acero y el hierro. Entonces nada había para protegerlos, el río resultaba tan fino como la seda contra los metales que lo rasgaban.

Kip se lo quitaba de la cabeza. Se daba maña para dormirse al instante y apartarse de aquella mujer, que tenía sus propios ríos y se perdía en ellos.

Sí, Caravaggio le explicaría cómo podía hundirse en el amor, cómo hundirse incluso en el amor cauto. «Quiero llevarte al río Skootamatta, Kip», decía Hana. «Quiero enseñarte el lago Smoke. La mujer a la que mi padre amó vive en los lagos, se desplaza más en canoa que en coche. Añoro los truenos que cortaban la electricidad. Quiero que conozcas a Clara, la mujer de las canoas, la única de mi familia que aún vive. Ya no queda nadie más. Mi padre la abandonó para irse a la guerra.»

Caminaba sin dar un paso en falso ni vacilar hacia la tienda en la que él pasaba la noche. Los árboles tamizaban la luz de la luna, como si se encontrara bajo un globo de luces de una sala de baile. Entraba en la tienda, pegaba el oído a su pecho dormido y escuchaba los latidos de su corazón, igual que él escuchaba el reloj de una mina. Las dos de la mañana. Todo el mundo dormía, menos ella.