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Estando bajo la mesa, le cayó en la cara la sangre de las manos y tuvo una súbita idea práctica. Deslizó una esposa fuera de la pata de la mesa, lanzó la silla lejos de un golpe para ahogar el dolor y después se inclinó hacía la izquierda y se sacó la otra esposa. Ahora todo estaba cubierto de sangre. Sus manos habían quedado ya inutilizadas. Durante los meses siguientes se dio cuenta de que sólo miraba los pulgares de la gente, como si el único cambio producido por aquel incidente hubiera sido el de volverlo envidioso. Pero, en realidad, le había hecho envejecer, como si durante la noche que había pasado sujeto a aquella mesa le hubieran administrado una solución que hubiese reducido su rapidez mental.

Se quedó aturdido junto al perro, junto a la mesa empapada de vino tinto. Dos guardias, la mujer, los teléfonos sonando e interrumpiendo a Tommasoni, quien soltó el cuchillo, murmuró, cáustico: Disculpadme, y, tras levantar el auricular con su ensangrentada mano, escuchó. Nada había dicho, pensaba Caravaggio, que pudiera resultarles útil, pero, en vista de que lo dejaron marcharse, tal vez anduviera errado.

Después se había dirigido por la Vía di Santo Spirito al único lugar que mantenía oculto en su cabeza. Pasó por delante de la iglesia de Brunelleschi, camino de la biblioteca del Instituto Alemán, donde conocía a alguien que lo atendería. De repente comprendió que ésa era la razón por la que lo habían dejado marcharse y caminar en libertad: para que les revelara ese contacto. Giró por una calle lateral sin mirar atrás en ningún momento. Buscaba una fogata callejera para restañar sus heridas, mantenerlas por encima de una caldera de alquitrán a fin de que el negro humo le envolviese las manos. Se encontraba en el puente de la Santa Trinitá. A su alrededor, no había tráfico ni nada, cosa que le extrañó. Se sentó en la tersa balaustrada del puente y después se tumbó. No se oía sonido alguno. Antes, cuando iba caminando con las manos en los bolsillos, había advertido un gran movimiento de tanques y jeeps.

Estando así tumbado, estalló el puente minado y él salió despedido hacia arriba y después cayó, víctima del fin del mundo. Cuando abrió los ojos, vio una cabeza gigantesca a su lado. Aspiró y el pecho se le llenó de agua. Estaba bajo el agua. Tenía a su lado, en las aguas poco profundas del Arno, una cabeza con barba. Alargó la mano hasta ella, pero ni siquiera pudo empujarla. La luz se filtraba dentro del río. Salió nadando a la superficie, parcialmente en llamas.

Cuando contó esa historia a Hana horas más tarde, aquella misma noche, ella dijo:

«Dejaron de torturarte porque se acercaban los Aliados. Los alemanes estaban abandonando la ciudad, al tiempo que volaban los puentes.»

«No sé. Tal vez yo les contara todo. ¿De quién sería aquella cabeza? No cesaba de sonar el teléfono en aquella habitación. Se hacía el silencio, aquel hombre se alejaba de mí y todos ellos lo miraban escuchar el silencio de la otra voz, que no podíamos oír. ¿De quién era la voz? ¿De quién la cabeza?»

«Se marchaban, David.»

Hana abrió El último mohicano por la página en blanco del final y se puso a escribir en ella.

Está aquí un hombre llamado Caravaggio, un amigo de mi padre. Siempre le he querido. Es mayor que yo, unos cuarenta y cinco años, me parece. Está sumido en las tinieblas. Por una razón que desconozco, este amigo de mi padre me cuida.

Cerró el libro y después bajó a la biblioteca y lo escondió en uno de los estantes superiores.

El inglés se había quedado dormido y -como siempre, despierto o dormido- respiraba por la boca. Hana se levantó de la silla y le quitó con suavidad la vela encendida que sujetaba en las manos. Se acercó a la ventana y la apagó fuera, para que no entrara el humo en el cuarto. No le gustaba verlo ahí tumbado con una vela en las manos, remedando una postura fúnebre y con la cera cayéndole en la muñeca sin que lo notara. Como si estuviera preparándose, como si desease meterse en su propia muerte imitando su atmósfera y su luz.

Se quedó junto a la ventana y se agarró el pelo con fuerza y tiró de él. Si cortas una vena en la obscuridad, en cualquier momento después del anochecer, la sangre parece negra.

Tenía que salir del cuarto. De repente se sintió rebosante de energía y claustrofobia. Recorrió el pasillo a grandes zancadas, bajó la escalera saltando y salió a la terraza de la villa, luego alzó la vista, como si intentara divisar la figura de la muchacha de la que acababa de alejarse. Volvió a entrar en el edificio. Empujó la rígida y alabeada puerta, entró en la biblioteca, quitó las tablas que tapaban las puertas vidrieras en el otro extremo de la sala y las abrió para dejar correr el aire de la noche. Ignoraba dónde estaría Caravaggio. Ahora pasaba fuera la mayoría de las noches y solía regresar unas horas antes del amanecer. En cualquier caso, no había rastro de él.

Asió la tela gris que cubría el piano y la arrastró hasta un rincón de la sala, como si fuera un rollo de tela, una red de pesca.

No había luz. Oyó el estruendo lejano de un trueno.

Ahora estaba de pie delante del piano. Sin bajar la vista, sólo las manos, empezó a tocar acordes reduciendo la melodía a un esqueleto. Después de cada grupo de notas, hacía una pausa, como si sacara las manos del agua para ver lo que había atrapado, y después proseguía colocando los huesos principales de la melodía. Aminoró aún más los movimientos de sus dedos. Cuando dos hombres se introdujeron por las puertas vidrieras, colocaron sus fusiles en el extremo del piano y, se plantaron delante de ella, tenía la vista clavada en el teclado. Los acordes siguieron resonando en la alterada atmósfera de la sala.

Con los brazos pegados a los costados y un pie descalzo en el pedal de los bajos, siguió interpretando la canción que su madre le había enseñado, que había practicado en cualquier superficie: una mesa de cocina, una pared, mientras subía al piso superior, su propia cama antes de quedarse dormida. En su casa no tenían piano. Solía ir los domingos por la mañana a tocar en el centro comunitario, pero durante la semana practicaba dondequiera que estuviese, aprendía las notas que su madre había dibujado con tiza en la mesa de la cocina y más tarde había borrado. Pese a llevar en la villa tres meses, era la primera vez que tocaba aquel piano, cuyas formas había vislumbrado el primer día a través de las puertas vidrieras. En el Canadá los pianos necesitaban agua. Se levantaba la tapa trasera y se dejaba un vaso lleno de agua y un mes después el vaso estaba vacío. Su padre le había hablado de los enanitos que bebían sólo en los pianos, nunca en los bares. Ella nunca lo había creído, pero al principio había pensado que tal vez se tratara de ratones.

A la luz de un destello de relámpago que recorrió el valle -la tormenta llevaba toda la noche acercándose-, vio que uno de los hombres era un sij. Entonces se detuvo y sonrió, un poco asombrada, pero aliviada, en cualquier caso. El ciclorama de luz detrás de ellos fue tan breve, que sólo pudo vislumbrar su turbante y los lustrosos fusiles mojados. Unos meses antes se habían llevado la tapa trasera para usarla de mesa de hospital, por lo que los fusiles se encontraban sobre el hueco de las cuerdas. El paciente inglés habría podido identificar las armas. ¡Huy! Estaba rodeada de extraños. Ninguno italiano puro. Idilio en una villa. ¿Qué habría pensado Poliziano de aquella escena de 1945, dos hombres y una mujer a ambos extremos de un piano, con la guerra casi acabada y los fusiles mojados brillando, cuando la luz de los relámpagos se colaba en la sala, cada medio minuto ahora, acompañada del crepitar de los truenos por todo el valle, y la inundaba de color y sombras, y la música antifonal, la insistencia de los acordes, When I take my sugar to tea…?