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«Así es como aprecio el algodón.»

«Cuando era niña, siempre te imaginaba como Pimpinela Escarlata y en mis sueños subía de noche a los tejados contigo. Llegabas a casa con fiambres en los bolsillos, estuches de lápices y partituras de piano para mí.»

Hablaba a la cara de él, sumida en la obscuridad, con la boca oculta por la sombra de unas hojas, como el encaje de una mujer rica. «Te gustan las mujeres, ¿verdad? Te gustaban.»

«Me gustan. ¿A qué viene el pretérito?»

«Ahora parece algo carente de importancia, con la guerra y demás.»

Él asintió con la cabeza y la sombra de las hojas dejó de recortarse en su cara.

«Eras como esos artistas que sólo pintan de noche y su luz es la única encendida en la calle. Como los buscadores de gusanos con sus viejas latas de café atadas a los tobillos y la linterna del casco enfocando la hierba: por todos los parques de la ciudad. Me llevaste a aquel sitio, aquel café en el que los vendían. Según dijiste, era como la Bolsa, porque el precio de los gusanos no cesaba de bajar y subir: cinco centavos, diez centavos. La gente se arruinaba o amasaba fortunas. ¿Recuerdas?»

«Sí.»

«Acompáñame hasta la casa, que empieza a hacer frío.»

«Los grandes carteristas nacen con los dedos índice y medio casi de la misma longitud. No necesitan introducirlos demasiado en un bolsillo. ¡Qué diferencia supone media pulgada!»

Se dirigían hacia la casa, bajo los árboles.

«¿Quién te lo hizo?»

«Buscaron a una mujer, una de sus enfermeras, para hacerlo. Les pareció más tajante. Me ataron las muñecas a las patas de la mesa. Cuando me cortaron los pulgares, mis manos los dejaron escapar, impotentes. Como un deseo en un sueño. Pero el hombre que la mandó llamar (Ranuccio Tommasoni) fue el auténtico responsable. Ella era inocente, nada sabía de mí, ni mi nombre ni mi nacionalidad ni lo que podía haber hecho.»

Cuando llegaron a la casa, el paciente inglés estaba gritando. Hana se apartó de Caravaggio, que la vio subir corriendo la escalera, con sus zapatillas de tenis centelleando, mientras ascendía y giraba a lo largo de la barandilla.

La voz resonaba en toda la casa. Caravaggio entró en la cocina, arrancó un trozo de pan y siguió a Hana escalera arriba. Al acercarse, los gritos se volvieron más intensos. Cuando entró en el cuarto, el inglés estaba mirando un perro, que tenía la cabeza vuelta hacia atrás, como aturdido por los gritos. Hana miró a Caravaggio y sonrió.

«Llevaba años sin ver un perro. En toda la guerra no he visto ninguno.»

Ella se acuclilló y abrazó el animal, le olfateó el pelaje y percibió dentro de él el olor a hierbas de las colinas. Dirigió el perro hacia Caravaggio, que le ofrecía el trozo de pan. Entonces el inglés vio a Caravaggio y se quedó boquiabierto. Debió de parecerle que el perro -ahora oculto por la espalda de Hana- se había convertido en un hombre. Caravaggio cogió en brazos el perro y salió del cuarto.

He estado pensando, dijo el paciente inglés, que ésta debió de ser la habitación de Poliziano y esta que ocupamos su villa. El agua que sale por esa pared es aquella fuente antigua. Es una habitación famosa. Todos ellos se reunían aquí.

Era un hospital, dijo ella en voz baja. Antes, mucho antes, fue un convento. Después lo ocuparon los ejércitos.

Creo que ésta era la Villa Bruscoli. Poliziano: el gran protégé de Lorenzo. Hablo de 1483. En Florencia, en la iglesia de la Santa Trinitá, se puede ver el retrato de los Mediéis con Poliziano, ataviado con capa roja, en primer plano. Un hombre tan brillante como terrible. Un genio que se abrió camino hasta la cima de la sociedad.

Hacía rato que habían dado las doce de la noche y volvía a estar completamente despierto.

Muy bien, cuéntame, pensó ella, llévame a alguna parte, sin poder quitarse aún de la cabeza las manos de Caravaggio, quien probablemente estuviera ahora dando algo de comer al perro vagabundo en la cocina de la Villa Bruscoli, si es que se llamaba así.

Era una vida terrible. Dagas, política, sombreros pomposos, medias guateadas y pelucas. ¡Pelucas de seda! Naturalmente, después, poco después, apareció Savonarola y encendió su Hoguera de las Vanidades. Poliziano tradujo a Hornero. Escribió un gran poema sobre Simonetta Vespucci, ¿sabes quién es?

No, dijo Hana riendo.

Hay retratos de ella por toda Florencia. Murió de tuberculosis a los veintitrés años. Poliziano la hizo famosa con Le Stanze per la Giostra y después Botticelli pintó escenas de esa obra y Leonardo también. Todos los días Poliziano daba dos horas de clase en latín por la mañana y dos en griego por la tarde. Tenía un amigo llamado Pico de la Mirándola, personaje desaforadamente mundano que de repente se convirtió y se unió a Savonarola. Ese era mi apodo de niño: Pico.

Sí, creo que sucedieron muchas cosas aquí. La fuente en la pared. Pico, Lorenzo, Poliziano y el joven Miguel Ángel. Sostenían el nuevo mundo en una mano y en la otra el viejo. En la biblioteca figuraban los cuatro últimos libros de Cicerón, tenazmente buscados. Importaron una jirafa, un rinoceronte, un dodó. Toscanelli trazó mapas del mundo basados en la correspondencia con los mercaderes. Se sentaban en este cuarto junto a un busto de Platón y pasaban toda la noche discutiendo.

Y después se elevaron por las calles los gritos de Savonarola: «¡Arrepentios, que se acerca el diluvio!» Barrió con todo: el libre albedrío, la aspiración a la elegancia, la fama, el derecho a venerar a Platón tanto como a Cristo. Llegaron las hogueras: la quema de pelucas, libros, pieles de animales, mapas. Más de cuatrocientos años después abrieron las tumbas. Los huesos de Pico se habían conservado. Los de Poliziano habían quedado reducidos a polvo.

Hana escuchaba al inglés, que pasaba las páginas de su cuaderno de apuntes y leía los pasajes de otros libros que había pegado en ellas: sobre los grandes mapas perdidos en las hogueras y la quema de la estatua de Platón, cuyo mármol se exfolió con el calor, las grietas en el saber cuyas detonaciones en forma de crónicas precisas les llegaban desde la vertiente opuesta del valle, mientras Poliziano olfateaba el futuro en las colinas cubiertas de hierba. También Pico, en algún punto de allá abajo, en su gris celda, lo observaba todo con el tercer ojo de la salvación.

Vertió un poco de agua en un cuenco para el perro, un chucho viejo, más viejo que la guerra.

Se sentó con la garrafa de vino que los monjes del monasterio habían dado a Hana. Era la casa de Hana y él se movía por ella con cautela, sin alterar nada. Advertía su refinamiento en las florecillas silvestres, los regalitos que se hacía a sí misma. Incluso en el jardín invadido por la vegetación se encontraba con medio metro cuadrado cortado con sus tijeras de enfermera. Si él hubiese sido más joven, ese detalle le habría bastado para enamorarse.

Ya no era joven. ¿Cómo lo vería ella? Con sus heridas, su desequilibrio, sus rizos grises en la nuca. Nunca se había considerado un hombre al que la edad pudiera aportar la sabiduría. Habían envejecido todos, pero él seguía considerándose desprovisto de la sensatez que acompaña a la edad.

Se acuclilló para observar cómo bebía el perro. Al erguirse, perdió el equilibrio, se agarró in extremis a la mesa y volcó la garrafa de vino.

Te llamas David Caravaggio, ¿verdad?

Lo habían esposado a las gruesas patas de una mesa de roble. En determinado momento, se incorporó abrazando la mesa y chorreando sangre por la mano izquierda e intentó cruzar corriendo con ella la estrecha puerta, pero se cayó. La mujer se detuvo, tiró el cuchillo y se negó a seguir. El cajón de la mesa se deslizó y cayó contra su pecho, con todo lo que contenía, y él pensó que tal vez hubiera una pistola con la que defenderse. Entonces Ranuccio Tommasoni recogió el cuchillo y se le acercó. Caravaggio, ¿verdad? Aún no estaba seguro.