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CAPÍTULO IX

A la mañana siguiente, Bird fue a la academia conduciendo el coche de Himiko. Aparcado en el patio lleno de alumnos, el MG escarlata despedía un vago olor a escándalo, pero Bird no lo advirtió hasta que se guardó las llaves en el bolsillo. Desde que comenzara el problema del bebé, la agilidad de su conciencia se había ido deteriorando.

Bird se abrió paso entre la multitud de alumnos que daban vueltas en torno al coche. En la sala de profesores, el jefe de su departamento, un hombrecillo que vestía una chaqueta corta, ostentosa y estridente a la manera de un nisei [denominación aplicada a los japoneses nacidos en el extranjero, hijos de padres emigrantes. (N. de la T.)], le informó que el director quería verlo. Bird apenas le escuchó.

– Bird, realmente eres…, no se cómo expresarlo -dijo el jefe de departamento en tono afable y divertido, al mismo tiempo que examinaba a Bird con ojos perspicaces-. No sé si eres valiente o simplemente descarado; pero sin duda eres osado.

No pudo evitar sentirse intimidado cuando entró en la gran aula donde lo esperaban sus alumnos. Se trataba de otra clase, por lo que era muy probable que la mayoría desconociera el vergonzoso incidente del día anterior, pensó para darse ánimos. En el transcurso de la clase, sin embargo, advirtió que algunos chicos parecían estar al tanto de lo ocurrido, pero procedían de colegios secundarios de la ciudad, cosmopolitas y frívolos. Para ellos, el suceso no era más que un hecho ridículo y hasta un poco heroico. Cuando sus miradas encontraban la de Bird, incluso le sonreían burlona y afectuosamente. Desde luego, Bird los ignoraba por completo.

Cuando la clase terminó, un joven estaba esperando a Bird en lo alto de la escalera de caracol. Era el mismo del día anterior, el alumno que lo había defendido durante el incidente en clase. Le esperaba a pleno sol y tenía la cara sudorosa.

– Hola.

– Hola -respondió Bird.

– Apuesto a que el director lo ha llamado. Ese imbécil le fue con el cuento. Incluso tomó la fotografía del vómito, ¡con una cámara en miniatura! -Sonrió con afectación, dejando al descubierto una dentadura grande y cuidada.

Bird también sonrió. ¿Era posible que aquel alumno llevara consigo una cámara en miniatura para coger a Bird en falta, y luego llevarlo a los tribunales?

– Dijo que usted vino a clase con resaca, pero cinco o seis de nosotros estamos dispuestos a testificar que usted sufrió una indigestión. Pensamos que lo mejor sería ponernos de acuerdo con usted para que luego las versiones coincidan -dijo astutamente.

– En realidad, era una resaca. De modo que sois vosotros los que estáis equivocados. Según ese chico puritano, soy culpable. Y es cierto.

Bird comenzó a descender por la escalera.

– Pero, profesor -insistió el chico y comenzó a bajar detrás de Bird-, si lo confiesa lo despedirán. El director es el presidente de la liga local antialcohólica, ¿no lo sabía?

– ¿Liga antialcohólica?

– Hágalo pasar por indigestión… Está de moda culpar de todo a los alimentos en mal estado.

– Una resaca no es algo tan grave como para mentir. Y no quiero que nadie mienta por mí.

Bird decidió olvidarse de todo esto. No tenía ganas de involucrarse en ningún otro complot. Su ánimo estaba bastante decaído.

– Probablemente usted no necesite trabajar en una academia de tres al cuarto. Menudo tonto se sentirá el director cuando despida a un profesor que conduce un M G escarlata.

Bird se alejó de la risa divertida de su alumno y entró en la sala de profesores. En el armario donde guardaba el libro de lectura y la caja de tizas, encontró un sobre. Se trataba de una carta del amigo que patrocinaba el grupo de estudio; seguramente ya habían decidido qué hacer en el asunto del señor Delchef. Iba a leerla cuando de pronto recordó una máxima de su época de estudiante: si uno se enfrenta a dos acontecimientos desconocidos al mismo tiempo, uno resultará calamitoso y otro afortunado. Entonces se metió la carta en el bolsillo sin leerla. Si la entrevista con el director salía muy mal, tendría motivos para esperar lo mejor de esa carta.

Apenas vio la cara del director, en cuanto éste levantó la mirada de su escritorio, Bird supo que la entrevista sería desastrosa. Se resignó.

– Tenemos un pequeño problema, Bird. A decir verdad, también es una situación delicada para mí.

El director parecía un magnate entusiasta, pragmático y austero, en un novelón sobre imperios comerciales. Este hombre, de no más de treinta y cinco años, había transformado un servicio normal de tutoría en toda una academia preuniversitaria, y ahora planeaba organizar una escuela universitaria. Se rasuraba por completo la cabeza voluminosa y malformada, llevaba gafas gruesas que ocultaban sus ojos culpables y, pese a todo, tenía algo que nunca dejaba de inspirar cierto afecto hacia él.

– Sé a lo que se refiere. Fue por mi culpa.

– El alumno que se ha quejado es colaborador habitual en una revista estudiantil. Un joven desagradable, por cierto. Al acecho de pruebas para montar un escándalo…

– Comprendo. Recibirá mi renuncia inmediatamente -dijo Bird, tomando la iniciativa y aliviando al director.

– Naturalmente, al profesor habrá que darle explicaciones… -dijo como insinuando que de ese engorro se encargase Bird. Al fin y al cabo, el profesor era su suegro.

Bird asintió. Pensó que comenzaría a irritarse si no abandonaba el despacho enseguida.

– Una cosa más, Bird. Algunos alumnos insisten en que sólo fue una indigestión, pero el chico que le ha denunciado afirma que usted les instiga. Supongo que no será así…

Bird se puso serio y sacudió la cabeza.

– Comprendo. Ahora debo irme -dijo.

– Siento mucho todo esto, Bird -dijo el director con bastante sinceridad-. Usted siempre me ha caído bien. Tiene carácter. ¿Fue de verdad una resaca?

– Sí, una resaca -contestó Bird y abandonó el despacho.

Sin pasar por la sala de profesores, Bird decidió cortar camino por la habitación del conserje y atravesar el patio hasta el coche. Ahora sentía cierta melancolía, como si se le hubiera humillado sin ningún motivo.

– Profesor, ¿nos abandona? Lamento mucho lo sucedido -dijo el conserje.

De modo que la noticia ya había corrido. Lo sabía incluso el viejo conserje.

– Todavía pasaré por aquí hasta fin de curso -contestó.

El indomable aliado de Bird esperaba junto al MG, a pleno sol. La inesperada aparición de Bird por la puerta trasera de la habitación del conserje le cogió desprevenido. Se puso en pie torpemente. Bird subió al coche.

– ¿Cómo ha ido? ¿Defendió sus derechos, profesor?

– Ya te he dicho que fue una resaca.

– ¡Fantástico! ¡Eso es fantástico! -se burló el joven-. ¡Está despedido!

Bird encendió el motor. La atmósfera dentro del coche era como un baño de vapor. Incluso el volante estaba tan caliente que realmente quemaba.

– ¿Qué hará a partir de ahora, profesor?

¿Que qué haré? ¡Dios, todavía quedan facturas por pagar en dos hospitales!, pensó. Pero su cabeza se freía al sol y era incapaz de trazar ningún plan viable. Sudaba a chorros. Nuevamente se hallaba al borde de la apatía.

– ¿Por qué no lo intenta de guía? ¡Podría ganar muchos dólares exprimiendo a los turistas! -dijo el muchacho, riendo jovialmente.

– ¿Sabes dónde hay una agencia de guías?

– Eh… Preguntaré. ¿Dónde puedo contactar con usted?

– Tal vez será mejor que nos reunamos después de clase, la próxima semana.

– ¡Déjelo de mi cuenta! -exclamó el alumno, entusiasmado.

Bird condujo el coche lentamente hasta la calle. Había querido librarse del muchacho para leer la carta. Pero, mientras aceleraba, sintió cierto agradecimiento hacia él. De no ser por su espontaneidad juvenil, qué mal se hubiera sentido Bird en aquellos momentos. Era verdad: estaba destinado a sortear situaciones difíciles con ayuda de jóvenes admiradores.