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– Quise comprarte algo de fruta y recordé que los pomelos tenían un significado especial para nosotros. No me paré a pensar qué era ese significado especial…

Bird había ido con Himiko a la frutería, y sin duda su presencia le había impedido pensar en los pomelos y sus consecuencias. A partir de ahora, pensó, la sombra de Himiko influirá en todos los detalles de mi vida.

– Tendrías que saber muy bien que no soporto los pomelos. El olor que despiden me irrita -dijo la esposa. Bird se preguntó si acaso habría detectado la sombra de Himiko-. Llévatelos a la oficina de las enfermeras. O a cualquier sitio, pero sácalos de aquí.

La suegra no paraba de enviarle mensajes cifrados. La luz que se filtraba por la ventana a sus espaldas rodeaba sus ojos, profundamente hundidos, y los laterales anchos y chatos de su nariz respingona, dándoles un tono verdoso. Bird lo comprendió al fin: su suegra, como una aparición radiactiva, intentaba decirle que le esperaría en el corredor cuando él regresara de la oficina de las enfermeras.

– Enseguida vuelvo -dijo-. ¿La oficina está en la planta baja?

– Junto a la sala de espera de la clínica -contestó la suegra, mirándole.

Bird salió al corredor en penumbra llevando la bolsa de pomelos bajo el brazo. Mientras caminaba, olfateó el aroma típico de los pomelos. Podría provocarle crisis a los asmáticos, reflexionó. Luego pensó en su mujer que yacía, obstinada, en cama. Y en esa mujer que tenía la nariz verdosa y le hacía señales como en una danza kabukt. Y en él mismo, especulando sobre las relaciones entre los pomelos y los asmáticos. Todo el mundo no hacía más que representaciones teatrales, todo era una comedia de segunda; menos el bebé con una protuberancia craneal: él era lo único real. El bebé que se debilitaba poco a poco con su dieta de agua azucarada en lugar de leche. Pero ¿para qué azucarar el agua? Una cosa era retirarle la leche, pero darle sabor al sustituto ¿no convertía el desagradable asunto en un truco aún más despreciable?

Bird entregó los pomelos a una enfermera fuera de servicio e intentó presentarse. Pero de pronto, como si recayera en su tartamudez infantil, no pudo pronunciar ni una palabra. Consternado, inclinó la cabeza y se alejó a toda prisa. A sus espaldas, resonó la risa de las enfermeras. Todo es una representación, todo es falso, ¿por qué ha de ser todo tan irreal? Con el ceño fruncido y respirando fuerte, Bird subió los escalones de tres en tres y pasó sin mirar ante la sala de recién nacidos. No quería mirar.

Frente a una cocina de servicio para uso de familiares y acompañantes estaba su suegra, de pie y sosteniendo una tetera, erguida en actitud orgullosa. Bird descubrió en sus ojos un vacío tan doloroso que le estremeció. Entonces se dio cuenta de que no estaba erguida por orgullo, sino por agotamiento y desesperación.

Hablaron sin dejar de vigilar la puerta de la habitación donde yacía la mujer de Bird. Cuando la suegra se enteró de que el bebé todavía no había muerto, dijo en tono de reproche:

– ¿No puedes hacer que se solucione más rápido? Si mi hija llegase a verlo se volvería loca.

Bird permaneció en silencio.

– Si al menos hubiera un médico en la familia -agregó la mujer y suspiró con melancolía.

Somos un hato de canallas, pensó Bird, una despreciable liga de defensores de nosotros mismos. No obstante, presentó su informe en voz baja, temiendo que alguien más le escuchara:

– Le están reduciendo la medida de leche. En su lugar le dan agua azucarada. El doctor que lleva el asunto dijo que obtendría resultados en pocos días.

Mientras escuchaba a Bird, la suegra fue como perdiendo las fuerzas y finalmente hizo un lento gesto afirmativo con la cabeza. Como si tuviera sueño, dijo con un hilo de voz:

– Comprendo… Cuando todo haya acabado, lo del bebé será un secreto entre nosotros dos.

– Sí -prometió Bird, sin mencionar que ya había hablado con su suegro.

– Si mi pequeña se enterase no querría tener más bebés. ¿Lo entiendes, Bird?

Bird asintió. Pero la aversión que sentía por su suegra se incrementó. Ella entró a la cocina y Bird regresó a reunirse con su esposa. ¿Acaso no le resultaría muy fácil descubrir un engaño tan simple? Todo era teatro y los personajes de la obra sólo eran un hatajo de hipócritas.

Cuando entró en la habitación, su mujer le recibió con expresión tranquila. La histeria de los pomelos ya había pasado. Bird se sentó en el borde de la cama.

– Estás agotado -dijo ella, extendiendo de pronto una mano afectuosa y tocando la mejilla de su esposo.

– Lo estoy…

– Comienzas a parecerte a una rata de alcantarilla que pretende escurrirse por un agujero.

La bofetada lo cogió totalmente desprevenido.

– ¿Sí? -preguntó para darse tiempo-. ¿Como una rata de alcantarilla?

– Mamá teme que empieces a beber de nuevo. Como antes, día y noche.

Bird recordó aquella borrachera interminable: la cabeza encendida y la garganta reseca, el estómago dolorido, el cuerpo de plomo, los dedos entumecidos y el cerebro atontado y lleno de whisky. Varias semanas viviendo como un cavernícola, encerrado entre grutas de whisky.

– Si lo hicieras, acabarías no sirviendo para nada, Bird. Y ahora nuestro bebé te necesita.

– Nunca volveré a beber de esa manera -aseguró Bird.

De la reciente resaca había podido escapar sin recurrir otra vez al alcohol. Pero ¿qué hubiera ocurrido si Himiko no le hubiese echado una mano? ¿Hubiera recaído en ese mar oscuro y agonizante, de una anchura equivalente a innumerables horas? No estaba seguro y, como no podía mencionar a Himiko, resultaba difícil convencer a su mujer sobre su supuesta entereza para resistir la tentación alcohólica.

– Realmente espero que estés bien, Bird. A veces pienso que en cada ocasión crucial que se presente, tú estarás borracho o dominado por algún sueño fantástico, y que te irás flotando por el cielo como un pájaro.

– Después de tanto tiempo casados, ¿todavía piensas eso de tu esposo?

Bird habló en tono jocoso, pero su esposa no picó el anzuelo. Por el contrario, le dio la vuelta y dijo:

– Ya sabes, a menudo sueñas con irte a África y gritas cosas en lengua swahili. No te lo había mencionado, pero yo sé que no tienes ninguna gana de llevar una vida tranquila y decorosa con tu mujer y tu hijo. ¿Verdad, Bird?

Contempló en silencio la mano de su esposa, sucia y débil, que descansaba sobre su rodilla. Entonces, como la protesta de un niño ante una reprimenda que considera justa, replicó:

– Dices que grito en swahili. ¿Y qué digo, si puede saberse?

– No lo recuerdo, Bird. Lo oigo sin despertar del todo. Además, no entiendo el swahili.

– ¿Entonces cómo estás tan segura de que es swahili?

– Palabras tan similares a los aullidos de bestias salvajes no pueden proceder de un lenguaje civilizado.

Bird reflexionó sobre la falsa idea que su mujer tenía sobre el swahili.

– Cuando mamá me dijo que estabas en el otro hospital, sospeché que te habías emborrachado o te habías ido a cualquier sitio. Tuve mis dudas, Bird.

– ¿Piensas que tenía ánimo para una cosa así?

– ¡Pero te ruborizas!

– Porque me enfado -replicó Bird con brusquedad-. Con el bebé recién nacido, ¿por qué querría escapar a cualquier sitio?

– Pero cuando te dije que estaba embarazada, ¿acaso las hormigas de la paranoia no recorrieron tu cuerpo? Bird, ¿querías tener un hijo? Dime la verdad…

– Eso… eso puede esperar hasta que el bebé se reponga. Es lo único importante en estas circunstancias -dijo Bird, escabulléndose como mejor pudo.

– Por supuesto que es lo único importante. Y que se reponga o no dependerá de tus esfuerzos y del hospital que hayas elegido. Yo no puedo levantarme; ni siquiera sé qué parte del bebé está mala. Dependo de ti para todo, Bird.

– Muy bien. Entonces confía en mí.

– Precisamente intentaba pensar en ello, en si puedo confiar en que te ocupes del bebé y… creo que no te conozco tan bien como suponía, Bird. ¿Eres el tipo de persona que asumiría esa responsabilidad incluso a costa de sacrificios personales? -preguntó-. ¿Eres responsable y valiente?