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Mientras aguardaba que le llenaran el depósito en una gasolinera, extrajo la carta del bolsillo. Delchef había ignorado la llamada de su legación diplomática y continuaba viviendo en Shinjuku con una joven depravada. No era que abominara de su propio país, ni que planeara actividades de espionaje o simplemente asilarse. Sólo ocurría que se sentía incapaz de abandonar a esa chica japonesa. Por supuesto, las autoridades de su país temían que el asunto Delchef pudiera utilizarse políticamente. Si los gobiernos occidentales lanzaran una campaña de propaganda basada en la fuga de Delchef, tendría amplias repercusiones políticas. Sin embargo, pese a que querían recuperar a Delchef y enviarlo a casa, no deseaban que interviniera la policía japonesa por temor a la publicidad que el incidente adquiriría. Y si la legación intentaba utilizar la fuerza por su cuenta y riesgo, seguramente Delchef, un experimentado partisano durante la última guerra, presentaría dura batalla, y la policía japonesa acabaría interviniendo. Así las cosas, la legación había pedido a los miembros del grupo de estudio de lenguas eslavas, que gozaban de la confianza de Delchef, que intentaran con el mayor sigilo disuadirlo de su insensatez. El sábado por la tarde, a la una, se llevaría a cabo otra reunión en el restaurante situado frente a la universidad. Como Bird era el más allegado al señor Delchef, todos tenían interés en que asistiera.

Sábado, pasado mañana. Desde luego que asistiría. Bird pagó la gasolina. Suponiendo que la llamada telefónica anunciando la muerte del bebé se postergara, el hecho de ocupar la angustiosa espera en un quehacer externo era, sin duda, un golpe de suerte. Después de todo, había resultado una buena carta.

Camino de casa, Bird compró cerveza y salmón enlatado. Cuando por fin llegó, aparcó y se dirigió a la puerta principal. Pero estaba cerrada. ¿Himiko habría salido? La ira le invadió: casi podía oír el teléfono sonando, sin que nadie cogiera el auricular. Sin embargo, cuando se asomó por la ventana de la habitación, Himiko estaba tras las cortinas mirándole. Suspiró y, sudando en abundancia, regresó a la puerta principal.

– ¿Alguna noticia del hospital? -preguntó, todavía tenso.

– Nada, Bird.

Tuvo la sensación de haber despilfarrado energías a lo largo de un enorme perímetro, dando vueltas por Tokio en un coche escarlata a pleno sol. Sintió una demoledora fatiga. Con voz áspera, dijo:

– ¿Por qué cierras la puerta con llave durante el día?

– Supongo que por miedo. Tengo la extraña, sensación de que afuera acecha un repugnante gnomo de la desgracia.

– ¿Que hay un gnomo? -dijo Bird perplejo-. Me parece que en este momento no hay ninguna desgracia que te aceche.

– No hace mucho del suicidio de mi esposo. Bird, ¿acaso eres tan arrogante que te crees el único ser acechado por los gnomos de la desgracia?

Bird acusó el impacto. Y tuvo la suerte de que Himiko se dirigiera enseguida al dormitorio, sin propinarle un segundo puñetazo.

Mirando los hombros desnudos de Himiko, Bird atravesó cansinamente la sala de estar en penumbra y, al entrar en la habitación, quedó paralizado: una muchacha voluminosa, más o menos de la edad de Himiko, estaba repantigada a sus anchas sobre la cama, bajo la niebla de humo que flotaba en la atmósfera del dormitorio. Tenía los brazos y los hombros desnudos.

– ¿Qué tal te va, Bird? -La muchacha habló lenta y ásperamente.

– Hola -contestó Bird desconcertado.

– Le he pedido que viniera, Bird. No me agradaba estar sola cuando sonara el teléfono.

– ¿Hoy no trabajas en la emisora? -preguntó Bird.

Era una ex compañera de estudios de Bird, del departamento de inglés. Después de graduarse había pasado dos años divirtiéndose y, al igual que las demás graduadas, rechazó todas las ofertas de trabajo por considerarlas poca cosa para su capacidad. Luego había aceptado trabajar como productora en una emisora de radio de tercera que sólo emitía a nivel local.

– Mis programas se radian después de medianoche, Bird. Seguro que has oído esos susurros que suenan como si las chicas estuvieran mamándosela a todos los oyentes -dijo ella con voz almibarada.

Bird recordó los diversos escándalos en que ella había metido a la emisora donde trabajaba. Y la repugnancia que sentía por ella en la época de estudiantes. En aquellos años la chica era gorda, y su imagen recordaba a la de un tejón.

– ¿No os parece que el humo pasa de la raya? -preguntó Bird a las dos fumadoras, a la vez que dejaba la cerveza y el salmón sobre el televisor.

Himiko fue a poner en funcionamiento el ventilador de la cocina, pero su amiga encendió despreocupadamente otro pitillo. Tenía dedos robustos y las uñas pintadas en tono plateado. Profundas arrugas le surcaban la frente ancha. Bird adoptó una actitud de cautela.

– ¿No os molesta el calor?

– ¡Y que lo digas! Estoy a punto de desmayarme -exclamó la amiga de Himiko-. Pero peor son las corrientes de aire, y más cuando una está departiendo con un amigo íntimo.

La chica observaba a Himiko en la cocina, que se ocupaba de la cerveza y la comida, y en su mirada había cierta desaprobación. Probablemente esta cretina irá por ahí contando lo nuestro, pensó Bird. No me extrañaría que cualquier noche lo comentara en su maldito programa.

Himiko había fijado a la pared del dormitorio el mapa de Bird. La novela africana también estaba por allí. Seguramente Himiko estaba leyéndola cuando llegó su amiga. En todo ello vio un mal presagio. Supongo que nunca llegaré a ver el cielo de África, pensó. Y que nunca podré ahorrar dinero para el viaje. Acaban de despedirme del trabajo que me permitía ir tirando día a día.

– Me han despedido -le dijo a Himiko-. Lo he perdido todo.

– ¡Cómo! ¿Qué ha ocurrido?

Bird tuvo que referirse a la resaca, al vómito, al soplo del alumno gilipollas y, poco a poco, la historia fue convirtiéndose en algo húmedo, desagradable.

– ¡Podrías haber estado más firme con el director! Si algunos estudiantes estaban de tu parte, ¿qué había de malo en aceptar su ayuda? Bird, ¡cómo te has dejado despedir así! -dijo Himiko exaltada.

– Ésa es la cuestión: ¿por qué me dejé despedir tan fácilmente?

Por primera vez Bird sintió apego por el puesto de profesor que acababa de perder. ¿Y cómo explicárselo a su suegro? ¿Se atrevería a confesar que había bebido hasta perder el conocimiento el mismo día en que su bebé había nacido? ¿Y que por ello había perdido su trabajo? ¿Y, peor todavía, con el Johnny Walker regalo del profesor…?

– Tuve la sensación de que en el mundo no quedaba nada a lo que yo tuviera derecho. Además, estaba ansioso por finalizar la entrevista con el director. Lo acepté todo sin razonar y precipitadamente.

– Bird -interrumpió la productora-, ¿te refieres a que lo has perdido todo por el mero hecho de esperar la muerte de tu hijo?

De modo que lo sabía. Seguro que Himiko se lo había contado con todos los detalles.

– Puede ser -dijo Bird, molesto con ambas mujeres. Incluso consideraba probable verse metido en un escándalo público.

– Las personas que sienten eso… se suicidan. Bird, por favor, no lo hagas -dijo Himiko.

– ¡Pero qué tonterías son ésas! -replicó Bird, aunque un escalofrío le recorrió la espalda.

– Mi marido se mató en cuanto comenzó a sentirse de esa manera. Si tú… Bird, a veces pienso que soy una bruja.

– Jamás he pensado en el suicidio.

– Pero tu padre se suicidó, ¿no es cierto?

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Me lo dijiste cuando murió mi esposo; intentabas consolarme. Según decías, el suicidio era de lo más común, algo de todos los días.

– Supongo que estaría consternado -alegó Bird débilmente.

– Incluso dijiste que tu padre, antes de suicidarse, te había pegado.

– ¿Cómo es eso? -intervino la productora de radio.

Bird se mantuvo en silencio mientras Himiko lo contaba.